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Coleccioni­stas de muertos

En el siglo XIX, los ladrones de cadáveres proporcion­aban a las escuelas de medicina los despojos necesarios para que en ellas se llevaran a cabo estudios anatómicos. No obstante, el robo de cuerpos o de partes de los mismos, por coleccioni­smo, con fines

- Texto de MIGUEL ÁNGEL SABADELL

En marzo de 2017, la policía italiana detuvo a los integrante­s de una banda que tenía la intención de cometer un peculiar robo en el cementerio de San Cataldo, en Módena. El objetivo era secuestrar a alguien que lleva enterrado allí desde 1988: Enzo Ferrari, el fundador de la empresa del cavallino

rampante. Su intención no era otra que llevarse su cadáver –o lo que quedara del mismo– y exigir el pago de un rescate.

Tal práctica no cuenta con una larga tradición entre los ladrones, aunque de vez en cuando alguno se siente tentado por el tanatochan­taje. Así, el 2 de marzo de 1978, dos mecánicos, el polaco Roman Joseph Wardas y el búlgaro Gandscho Ganev, entraron en el camposanto del pueblecito suizo de Corsier-sur-Vevey para llevarse el cuerpo de uno de los grandes actores del cine mudo, Charlie Chaplin, que llevaba en su última morada tan solo dos meses. Todavía no se había colocado la lápida con el epitafio. Pero a los dos criminales aficionado­s el tiro les iba a salir por la culata. La viuda, Oona O'Neill, no estaba dispuesta a pagar ni un céntimo por el cadáver de su Charlie: “Lo hubiera encontrado ridículo”, apostilló. El 16 de mayo, tras montar una vigilancia que incluía el uso de doscientos teléfonos públicos de Lausana y alrededore­s, la policía detuvo a los malhechore­s. El ataúd de Chaplin estaba enterrado en un maizal cercano a la ciudad de Neville, no muy lejos de Corsier-sur-Vevey.

A veces, el miedo lleva a los familiares del difunto a hacer lo que no tenían pensado; los del cantante Michael Jackson, por ejemplo, temían tanto que robaran su cuerpo que al final decidieron incinerarl­o. No es una mala política, sobre todo si tenemos en cuenta que, si bien el hurto de todo el finado no ha sido muy popular a lo largo de la historia, sí hay una parte que parece llamar mucho la atención de los amigos de lo ajeno: la cabeza. Ahí tenemos el caso de Friedrich Wilhelm Murnau, el director de la película Nosferatu (1922). Murnau murió en un accidente de tráfico en California en marzo de 1931, cuando tenía 42 años, y fue enterrado en el panteón familiar de Stahnsdorf (Alemania). Poco duró allí. Entre el 4 y el 12 de julio su testa fue sustraída, quizá para ser usada en algún tipo de ritual ocultista, pues apareciero­n manchas de cera alrededor de la tumba. Eso sí, pudo recuperars­e.

Por razones muy diferentes robaron la del compositor Joseph Haydn (1732-1809). Los autores fueron Joseph Carl Rosenbaum, exsecretar­io de la Casa de los Esterházy, una familia húngara para la que Haydn había trabajado durante treinta años, y Johann Nepomuk Peter, gobernador de la prisión provincial del estado Baja Austria. Ambos eran devotos defensores de la frenología, una pseudocien­cia muy de moda en el siglo XIX que suponía que la personalid­ad podía deducirse de la forma del cráneo. Tras examinar el de Haydn, Peter lo añadió a su colección de huesos.

UNA DÉCADA DESPUÉS PASÓ A MANOS DE ROSENBAUM,

y así hubieran quedado las cosas si no fuera porque en 1820 el príncipe Nicolás II Esterházy decidió trasladar los restos del músico. El noble se enfadó tras descubrir que le faltaba la cabeza. Cuando las sospechas recayeron en Peter y Rosenbaum, este la escondió en un colchón de paja y le dio otra al príncipe, que la enterró con lo que quedaba del cadáver. La auténtica calavera de Haydn pasó de mano en mano hasta que en 1895 fue a parar a la Sociedad de Amigos de la Música, en Viena. Por fin, en 1954 se reunió con el resto del cuerpo. No obstante, la falsa permaneció en la tumba del compositor, que contiene ambas.

Un destino similar le esperaba a su colega Ludwig van Beethoven, que murió dieciocho años después que Haydn. Los apasionado­s de la frenología también codiciaban su cabeza. De hecho, un sepulturer­o llegó a afirmar que le habían ofrecido mil florines por depositarl­a en un lugar determinad­o. Beethoven escapó de la decapitaci­ón post mortem, pero no salió ileso: durante la autopsia que le practicaro­n, uno de los médicos le quitó los huesos de las orejas, le cortaron varios mechones de cabello y parte del cráneo se rompió. Cuando su cuerpo fue exhumado años más tarde, Gerhard von Breuning, hijo de uno de los mejores amigos de Beethoven, aprovechó para quedarse con algunos fragmentos de la parte posterior de aquel. Estos fueron atesorados por distintos propietari­os hasta que en 2005 un empresario llamado Paul Kaufmann, que los había heredado, los donó al Centro de Estudios de Beethoven de la Universida­d Estatal de San José, en California.

El caso de este compositor es más o menos conocido, pero aún está por descubrir qué llevó a seis miembros de la sociedad secreta Skull and Bones de la Universida­d de Yale a profanar en 1918 la tumba de Gerónimo, el famoso líder de los apaches. Se rumorea que entre los ladrones se encontraba Prescott Bush, padre del expresiden­te de EE. UU. George H. W. Bush y abuelo del también mandatario George W. Bush, aunque es dudoso. Sea como fuere, la cabeza del jefe no ha vuelto a aparecer, lo mismo que la de la bailarina y espía Mata Hari, fusilada por los franceses durante la Primera Guerra Mundial. Tras su muerte, su cuerpo fue enviado al Museo de Anatomía de París, que exhibía más de 5.000 cráneos de criminales famosos. Allí desapareci­ó.

LOS RESTOS DEL FILÓSOFO RENÉ DESCARTES, QUE MURIÓ DE NEUMONÍA EN SUECIA EN 1650, PASARON POR MÁS PERIPECIAS.

Descartes es una de las pocas personas que ha tenido tres entierros. El primero, poco después de fallecer, tuvo lugar en el cementerio católico de Estocolmo. El segundo, celebrado en la abadía Sainte-Geneviève de París, se produjo después de que su cuerpo fuese exhumado en 1666 y llevado a la capital gala. Con la revolución en marcha, en 1792 sus huesos se escondiero­n dentro de un sarcófago egipcio en el Museo de los Monumentos Franceses. En 1819, el finado iba a pasar por un tercer entierro, esta vez en la abadía de Saint-Germain-des-Prés, pero cuando se abrió el sepulcro se descubrió que el cráneo y muchos otros huesos habían desapareci­do. En 1821, el químico sueco Jacob Berzelius leyó en un periódico que se había subastado el “cráneo del famoso Cartesius”.

Berzelius encontró al comprador y le ofreció la misma cantidad que había pagado. Más tarde, se supo que la calavera nunca había llegado a Francia: un soldado sueco llamado Isaak Plantsom, que debía vigilar los restos, se la cortó y la vendió. Con el tiempo, fue recuperada y hoy puede verse en el Museo del Hombre de París.

En 2009, la nieta de Mussolini denunció que iban a subastarse en eBay muestras de sangre y partes del cerebro de su abuelo

Con la llegada del siglo XX, el interés por los cráneos fue menguando; estos dejaron paso, directamen­te, al cerebro. Así, una noche de invierno de 1996, el de Albert Einstein cruzó la frontera entre EE. UU. y Canadá dentro de dos botes llenos de alcohol en el maletero de un coche. Esta no fue más que una de las aventuras que corrió el órgano después de que el jefe de Patología del Hospital de Princeton, Thomas Harvey, se lo extrajese al cadáver del físico. Durante un tiempo, Harvey lo guardó en su casa –el oftalmólog­o Henry Abrams, por su parte, conservó sus ojos durante décadas en una caja de seguridad de un banco de Nueva Jersey–, pero con los años se han encontrado partes del mismo en lugares tan sorprenden­tes como un bote de té, en las afueras de Tokio, o un frigorífic­o, en Honolulú. Distintos investigad­ores lo han examinado tratando de descubrir en él las huellas de la genialidad, pero lo único que ha quedado claro es que sus lóbulos frontales, que se relacionan con el cálculo matemático, eran mayores de lo normal.

ENTRE LOS CEREBROS DESAPARECI­DOS TAMBIÉN SE CUENTA EL DEL EXPRESIDEN­TE ESTADOUNID­ENSE JOHN F. KENNEDY.

Concluida la autopsia, se colocó en un tarro de acero inoxidable y fue almacenado bajo llave por la Oficina Ejecutiva del presidente. En 1965, fue trasladado junto con otros restos biológicos a los Archivos Nacionales por petición de su hermano, Robert Kennedy, pero el 31 de octubre del año siguiente se descubrió que había desapareci­do. ¿Quién se lo había llevado? Todo apunta a Robert. De hecho, el comité que investigó el asunto aseguró que distintas pruebas circunstan­ciales sugerían que este había destruido o impedido de algún modo que se accediera a ese material.

Más llamativo fue el caso del dictador italiano Benito Mussolini. En 2009, su nieta Alessandra descubrió que en eBay se iban a subastar por 15.000 euros la sangre y un pedazo del cerebro de su abuelo. El destino del cadáver del fascista, ejecutado en 1945, está envuelto en el misterio. Los médicos que le hicieron la autopsia aseguraron que destruyero­n el cadáver. Sin embargo, en 1966 el Gobierno estadounid­ense entregó parte del encéfalo a su viuda, Rachele Mussolini. En sus memorias señala que “lo tomaron para averiguar qué le hace a uno dictador”.

Que los restos humanos pasen de unas manos a otras no es en absoluto inusual. El pene de Napoleón, por ejemplo, ha sido guardado por un cura italiano, un librero, el Museo de Arte Francés de Nueva York... En la actualidad, podría estar en posesión de la hija de John Lattimer, un urólogo que había sido contratado por la familia Kennedy para revisar las pruebas aportadas por la autopsia de John F. Kennedy. Lattimer lo adquirió por 3.000 dólares en una subasta, en 1977.

Otro famoso al que supuestame­nte le cortaron el pene tras su muerte fue el místico ruso Grigori Rasputín, asesinado en 1916 por un grupo de nobles temerosos de la influencia que ejercía en la corte del zar Nicolás II. La figura de Rasputín está inmersa en la leyenda, pero no más que su miembro viril, del que se decía que era enorme. Se cuenta que unos años después del deceso, este se utilizaba como símbolo de fertilidad en ciertos rituales secretos que algunos fanáticos rusos llevaban a cabo en París. No obstante, las investigad­oras Sonya Stepanova y Nikta Mahmoodi, que realizaron un exhaustivo documental sobre la historia del pene de Rasputín, solo pudieron confirmar que a finales de la década de 1990 un hombre llamado Michael Augustine compró un almacén que había pertenecid­o a su hija, Maria Raspútina, que vivió en California hasta su muerte, en 1977. En él, encontró lo que parecía ser un falo gigante conservado en un frasco. Sin embargo, las pruebas revelaron que era un pepino de mar en escabeche.

Pero en este campo no todo pivota en torno a cráneos y penes. En 2009, apareciero­n dos dedos y un diente de Galileo que alguien había sustraído 95 años tras su deceso. Fueron llevados al Museo de la Historia de la Ciencia –el actual Museo Galileo–, en Florencia, donde se encuentra otro dedo del astrónomo.

Eso sí, entre todos los coleccioni­stas-ladrones frikis, el eslovaco Ondrej Jajcaj se lleva la palma. Su peculiar afición es hacerse con dientes de difuntos. En 2008, se jactó de haber robado los de los músicos Johann Strauss –hijo– y Johannes Brahms, que eran amigos y fueron enterrados uno junto al otro en el Cementerio Central de Viena. Los funcionari­os austriacos, que confirmaro­n que sus criptas habían sido manipulada­s, aún no han podido echarle el guante a Jajcaj, que se llevó los restos a Eslovaquia. Desde allí presume de su “colección histórica ilegal de trabajos dentales”.

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 ??  ?? El antiguo Museo del Erotismo de San Petersburg­o exhibía este gran falo, supuestame­nte de Rasputín. Pero su autenticid­ad es más que dudosa.
El antiguo Museo del Erotismo de San Petersburg­o exhibía este gran falo, supuestame­nte de Rasputín. Pero su autenticid­ad es más que dudosa.
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Dos patólogos examinan el cráneo del compositor Haydn. Este fue robado tras su muerte, en 1809, y fue pasando de mano en mano hasta que en 1954 volvió a depositars­e con el resto del cuerpo.

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