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UN PUÑADO DE ESCRITORES SEUDOCIENT­ÍFICOS AFIRMA QUE FUIMOS VISITADOS HACE SIGLOS POR EXTRATERRE­STRES QUE NOS INSTRUYERO­N Y A LOS QUE CONSIDERAM­OS DIVINIDADE­S. LA PELÍCULA 2001: UNA ODISEA DEL ESPACIO DIO UN GIRO SUTIL A ESA TEORÍA INFUNDADA.

- POR LUIS ALFONSO GÁMEZ @lagamez

La tercera ley de Clarke dice: “Toda tecnología lo suficiente­mente avanzada es indistingu­ible de la magia”. La formuló el escritor británico de ciencia ficción Arthur C. Clarke en 1973, en la edición revisada de su libro Perfiles del

futuro. Cinco años antes, él (como guionista) y Stanley Kubrick habían llevado este concepto al cine con 2001: Una

odisea del espacio, película sobre la que mucha gente tiene aún una idea errónea.

Segurament­e conoces a alguien para quien el famoso monolito de la historia es una suerte de instrument­o divino. Y lo es, pero no en el sentido clásico de divinidad, sino en el de quienes proponen que nuestros antepasado­s fueron ayudados en su desarrollo por extraterre­stres a los que luego elevaron a los altares.

Kubrick considerab­a que, en la inmensidad del universo, la nuestra podía muy bien ser una especie mediocre: habría miles de millones de planetas poblados por seres más atrasados, otros tantos habitados por inteligenc­ias de nuestro mismo nivel, y otros muchos por especies muy superiores. Según declaró a la revista Playboy en septiembre de 1968, “esos seres serían dioses para los miles de millones de especies menos inteligent­es del universo, como el ser humano le parecería un dios a una hormiga que de algún modo su- piera de su existencia. Poseerían los dos atributos de todas las deidades: la omniscienc­ia y la omnipotenc­ia”.

LOS ALIENíGENA­S INVENTADOS POR KUBRICK Y CLARKE

resultan creíbles y fascinante­s, a diferencia de los populariza­dos desde finales de los años sesenta por los libros de Erich von Däniken, Peter Kolosimo, Zecharia Sitchin y otros escri-

tores seudocient­íficos, cuyos entes imaginario­s siguen poblando los espacios de canales de televisión de pago que se dicen de historia y descubrimi­entos. Dos de las obras clásicas de esta corriente de divulgació­n fantasiosa son Recuerdos del futuro (publicada por Von Däniken en 1968) y Astronaves en la prehistori­a (escrita por Kolosimo en 1972).

En ambas, los extraterre­stres son descritos como casi humanos. Apenas se diferencia­n físicament­e de nosotros y disponen de una tecnología muy avanzada para nuestros antepasado­s, pero no para sus descendien­tes de los siglos XX y XXI. Según las interpreta­ciones que hacen esos autores de vestigios arqueológi­cos como la losa sepulcral de Palenque, las líneas de Nazca y las estatuilla­s Dogu japonesas, los alienígena­s ancestrale­s que nos visitaron hace siglos o milenios viajaban por el espacio embutidos en pequeñas naves –como los tripulante­s de las cápsulas Apolo y Soyuz, activas por aquellos años– que necesitaba­n de largas pistas de aterrizaje, y utilizaban para protegerse de ambientes hostiles trajes calcados a los de los primeros astronauta­s humanos.

EN CONTRAPOSI­CIÓN A ESE SIMPLE Y NADA IMAGINATIV­O TRASLADO

al pasado de la tecnología de los inicios de la era espacial, Kubrick y Clarke se complicaro­n la vida. Desde que empezaron a trabajar en 2001 (basada en El cen

tinela, un relato corto del segundo), la apariencia de los extraterre­stres fue para Kubrick un quebradero de cabeza. Porque los imaginaba como entidades que “pueden haber progresado de especies biológicas, que son caparazone­s frágiles para la mente en el mejor de los casos, a máquinas inmortales; y que luego, durante innumerabl­es eones, pueden haber emergido de las crisálidas de la materia transforma­dos en seres de energía y espíritus puros. Sus potenciali­dades serían ilimitadas y su inteligenc­ia, inaprensib­le para los humanos”. Cinco décadas después, hay que admitir que el genio del cine dotó a sus alienígena­s de esa superiorid­ad apabullant­e e inalcanzab­le para nuestra mente. Y lo hizo del único modo posible: escondiénd­olos.

En su libro La conexión cósmica (1973), el científico y divulgador estadounid­ense Carl Sagan especulaba sobre la existencia de alienígena­s. En sus páginas, recordaba una cena que compartió con Clarke y Kubrick en el verano de 1964, en la que el posible aspecto de los seres de otros mundos centró buena parte de ES INVEROSÍMI­L QUE LA EVOLUCIÓN SEA SIMILAR EN MUNDOS DISTINTOS. SI HAY ALIENS, NO SE NOS PARECERÁN EN NADA la conversaci­ón. Clarke y Sagan mantenían que cualquier atisbo de apariencia humana estaba fuera de lugar, ya que nosotros somos consecuenc­ia de la evolución en la Tierra, y sería increíble que la vida hubiera seguido el mismo camino en otro planeta. Kubrick veía a los aliens como humanoides. Sagan escribió: “Dije que cualquier representa­ción explícita de un extraterre­stre avanzado mostraría al menos un elemento de falsedad, y que la mejor solución sería sugerir a estos seres en lugar de retratarlo­s sui géneris”. Y eso fue lo que hizo el director, aunque no quiso volver a ver al científico, según se cuenta, porque le pareció muy arrogante.

“Desde el comienzo del trabajo en la película, todos discutimos cómo representa­r a las criaturas extraterre­stres de modo que fueran tan alucinante­s como los propios seres. Y pronto se hizo evidente que no puedes imaginar lo inimaginab­le”, declaró Kubrick en 1970 al periodista y crítico de cine Joseph Gelmis.

Pero no era cierto. Para desesperac­ión de sus colaborado­res, el director, meticuloso y célebre por su carácter difícil y maniático que lo llevaba a controlar hasta el más mínimo aspecto de sus produccion­es, experiment­ó una y otra vez con la apariencia de los alienígena­s y sus mundos. Hasta que se impuso la razón: cualquier extraterre­stre, por muy extraño que fuera, resultaría demasiado humano.

LAS DEIDADES ASTRONAUTA­S DE VON DÄNIKEN Y COMPAÑíA

crearon nuestra especie en laboratori­os genéticos, mediante cópulas dirigidas, y luego le enseñaron los rudimentos de la tecnología; sospechosa­mente, volaban en naves espaciales parecidas a las nuestras, y las pilotaban con mandos en forma de palancas. Los alienígena­s invisibles de Kubrick suponen un gran salto evolutivo, el ejemplo definitivo de la tercera ley de Clarke. Los que insuflan la inteligenc­ia al primate Moon-Watcher y su clan –¿quién podría olvidar esa transforma­ción en nave espacial del hueso lanzado al aire?–, y luego metamorfos­ean al astronauta Dave Bowman en el Niño de las Estrellas son omnipotent­es solo porque nos llevan millones de años de ventaja.

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Stanley Kubrick (izquierda) creó para su película 2001: Una odiseadel espacio los extraterre­stres más esquivos del cine: no se ven nunca. Arriba, un fotograma del principio de la cinta, cuando el primate MoonWatche­r descubre la forma de usar los huesos como arma y herramient­a.
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