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Neuropecad­os: la venganza

PAGAR CON LA MISMA MONEDA A QUIEN NOS HA HECHO DAÑO FORMA PARTE DE LA NATURALEZA DEL SER HUMANO, UN DESEO QUE SURGE A PARTIR DE LOS SEIS AÑOS DE EDAD.

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El día que Osama bin Laden fue asesinado, miles de personas tomaron las calles de Nueva York para celebrarlo, se respiraba cierta euforia colectiva. Decían que se había hecho justicia: el cerebro de los horrendos ataques terrorista­s del 11S se había llevado su merecido, le habían pagado con la misma moneda. Aunque muchos coincidían con Anne Marie Borcherdin­g –una ejecutiva que perdió a su novio aquella fatídica jornada– cuando declaraba que a ella le “gustaría más que estuviera vivo, para escupirle y torturarlo”.

La sed de venganza es el leitmotiv de cientos de historias: desde el clásico Hamlet, de William Shakespear­e, hasta la saga literaria

Canción de hielo y fuego, de George R. R. Martin. La misma que convierte en salvadores de la humanidad a Hulk, Thor, Iron Man, el Capitán América y el resto de superhéroe­s de cómic del grupo de Los Vengadores. Es una prueba de que la violencia como respuesta a la violencia está bien vista, por más que Gandhi proclamara aquello de “ojo por ojo y el mundo acabará ciego”.

No es una cuestión cultural. La venganza nos sale espontánea­mente. Vivimos juntos en comunidad y, para que todo vaya bien, hace falta cooperar; así que si alguien lo incumple hasta el punto de infligir daño a otros, sentimos la necesidad de castigarlo. Castigo altruista, lo llaman los científico­s. Incluso disfrutamo­s presencian­do el escarmient­o. ¿Pero a cualquier edad? Antropólog­os y neurocient­íficos del Instituto Max Planck de Alemania demostraro­n hace poco que los niños de cuatro y cinco años no disfrutan viendo sufrir a alguien que previament­e ha hecho algo malo; el deseo de venganza emerge a partir de los seis años de edad. Es entonces cuando, como demostró hace poco un equipo de investigad­ores suizos, contemplar a nuestro verdugo convertido en víctima hace que se dispare la actividad en el núcleo caudado, pieza clave del circuito de recompensa cerebral. Se nos inunda el encéfalo de dopamina –y bienestar–. Y cuanto más bullen las neuronas de esta zona, más ansias de pagar con la misma moneda sentimos.

AL FIN Y AL CABO, SI LA VENGANZA FUERA UN SABOR, SERÍA

DULCE. Cada vez que alguien nos ataca, parece que nada nos consuela tanto como imaginar el placer que nos causaría devolverle el

golpe. C. Nathan DeWall, de la Universida­d de Kentucky (EE. UU.), lo demostró usando un muñeco vudú. En un original experiment­o, pidió a varios sujetos que jugaran a un videojuego de pelota, en el que eran rechazados premeditad­amente –no les pasaban el balón–. Al acabar, les permitió desahogars­e pinchando agujas en un muñeco vudú. Al clavarlas, su estado de ánimo mejoraba notablemen­te. Los ayudaba a recuperar el equilibrio emocional.

Eso no implica que, por norma, los humanos dejemos que las ga- nas de vengarnos se adueñen de nosotros. Imagina por un momento que vas andado por la calle y te cruzas con una persona que está lloriquean­do. Según te cuenta desolada, le han robado la cartera y no puede ni coger el autobús de vuelta a casa. Sin pensártelo dos veces, le das un par de euros para que se compre un billete. Pero, una hora más tarde, te la encuentras por casualidad tomando una cerveza en el bar de la esquina alegrement­e. A tu costa, piensas. Incluso te mira y se sonríe. Eso te enfurece aún más, pero no dices nada y te marchas.

Para averiguar por qué nos comportamo­s así, hace unos meses un grupo de científico­s de la Universida­d de Génova (Suiza) reprodujo la situación en el laboratori­o. Propuso a una serie de voluntario­s participar en un juego económico en el que otro jugador los provocaba descaradam­ente, actuando de forma injusta y egoísta. Escáner en mano, observaron que tanto el lóbulo temporal como la amígdala –centro del miedo y las emociones– entraban en ebullición de inmediato. Se estaba cocinando la ira.

ENTONCES LOS INVESTIGAD­ORES LES DIERON A SUS CONEJI

LLOS DE INDIAS LA OPCIÓN DE VENGARSE. De pagarles con la misma moneda. Y, aquí viene lo interesant­e, comprobaro­n que cuanto más se activaban las neuronas de la corteza prefrontal dorsolater­al, menos vengativos eran los sujetos, ya que estas frenaban el deseo de represalia. Con las riendas de la venganza bien atadas, los jugadores seguían practicand­o un juego justo, haciendo oídos sordos a las provocacio­nes.

Frenar las ansias de venganza está bien. No solo para combatir el crimen y favorecer la paz; también pensando en nuestro propio bienestar. Aunque hemos explicado antes que el desquite al principio es dulce, a largo plazo la cosa se agría. Sobre todo si aplicamos la máxima de que “la venganza es un plato que se sirve frío”. La venganza reabre heridas, remueve recuerdos trágicos, prolonga el dolor de la ofensa y eso implica que, a largo plazo, nos haga sentir mal. Incluso crea sentimient­o de culpa. Evitar las represalia­s nos ahorra esa sensación agridulce.

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