¿Existió Jesucristo?
TEÓLOGOS E HISTORIADORES DISCUTEN SI FUE REAL O UN PERSONAJE INVENTADO
“No existe una Suiza neutral en la investigación sobre Jesús”. Estas palabras del sacerdote católico John P. Meier, profesor en la Universidad de Notre Dame (EE. UU.), resumen el espíritu de este enconado debate destinado a confirmar o desmentir que el nazareno fue un personaje real, tal y como relata el Nuevo Testamento. Hasta el siglo XVIII, muy pocos se cuestionaban el rigor histórico de los evangelios, pero, desde entonces, son numerosos los expertos en textos bíblicos que se han atrevido a defender que los libros de Marcos, Mateo, Lucas y Juan son solo obras de fe, sin valor histórico, e incluso que el llamado mesías tal vez ni siquiera llegó a existir como hombre.
En 2011, el director israelí Simcha Jacobovici estrenó el documental Los clavos de la cruz. En él defendía que unos clavos encontrados en 1990 en una tumba que algunos relacionan con la familia de Caifás –el sumo sacerdote que conspiró para condenar a muerte a Jesús– provenían de la cruz del fundador del cristianismo. El argumento esgrimido por Jacobovici es que, como los judíos usaban de amuleto clavos que habían sido empleados en crucifixiones y Caifás estuvo involucrado en la condena del nazareno, “es razonable suponer que los dos hallados en su tumba –uno en un osario y otro en el suelo– fueran los empleados para ajusticiar a Jesús”. Independientemente de que haya dudas acerca de que este osario sea de la familia de Caifás, no hace falta ser un experto para darse cuenta de la enorme pirueta que realiza el cineasta para llegar a sus conclusiones. Y no es la primera vez que Jacobovici da una campanada mediática: años atrás, afirmó que había descubierto el lugar donde reposaban los restos de Jesús, María y María Magdalena.
Lo que sí demuestra esta historia es lo mucho que se ha buscado –y se sigue buscando– una prueba arqueológica que confirme sin lugar a dudas la existencia de Jesús de Nazaret. Porque no hay ninguna, pese a la gran cantidad de reliquias que circulan por el mundo: desde trozos de la cruz –el mayor de ellos se conserva en el monasterio de Santo Toribio de Liébana, en el municipio de Camaleño (Cantabria)– hasta el prepucio de Jesús, el sudario de Oviedo o la sábana de Turín.
Precisamente el pasado verano se dio a conocer un nuevo estudio, publicado por el Journal of Forensic Sciences y firmado por el antropólogo Matteo Borrini, de la Universidad John Moores de Liverpool (Reino Unido), y el químico Luigi Garlaschelli, de la Universidad de Pavía (Italia), que destaca que las manchas de sangre que aparecen en el supuesto sudario de Jesucristo no coinciden con las que dejaría un cuerpo tras haber sido crucificado. “Parecen creadas de forma artificial, con un dedo o un pincel”, explican estos expertos.
EN AUSENCIA DE RESTOS FÍSICOS QUE ANALIZAR, HAY QUE VOLVER LA MIRADA A LAS FUENTES ESCRITAS. Y aquí tampoco es que haya mucho donde elegir. Las únicas pruebas de la existencia de Jesús vienen de quienes lo consideraron hijo de Dios: sus propios seguidores y los desconocidos autores de los evangelios de Marcos, Mateo, Lucas y Juan. Ahora bien, el primero –el más antiguo de todos según la mayoría de los expertos bíblicos– se escribió hacia el año 70, casi medio siglo más tarde que los eventos que narra. Por tanto, ninguno de estos autores habría sido contemporáneo de Jesús, es decir, que todos escribieron de oídas. Estamos ante lo que los historiadores llaman fuentes secundarias. En este caso, la pregunta clave es: ¿son históricamente fiables?
Hasta mediados del siglo XVIII, nadie ponía en duda la autenticidad histórica de los evangelios: eran textos inspirados por Dios que conservaban casi literalmente los hechos y dichos de Jesús. Las notorias diferencias entre ellos, apuntaban los eruditos, eran producto de ha- ber sido escritos desde distintos puntos de vista. Pero entonces entró en juego Hermann Samuel Reimarus, un profesor de lenguas orientales de Hamburgo. Dejó escrito un manuscrito que no se atrevió a publicar en vida y que vio la luz en 1774, unos años después de su muerte, gracias al escritor Gotthold Ephraim Lessing, conocido de la familia.
DE LOS SIETE FRAGMENTOS PUBLICADOS, EL MÁS POLÉMICO FUE el titulado Acerca del objetivo de Jesús y sus discípulos. Para Reimarus, el Cristo de los evangelios es un fraude: este alemán defendía que había sido un mesías político que predicó de forma infructuosa la inminencia del reino de Dios y la liberación del yugo romano. Los discípulos hicieron frente al desastre inventándose la resurrección y la parusía –la segunda venida de Jesucristo, al final de los tiempos–. Por supuesto, los siete fragmentos fueron prohibidos por las autoridades, pero la semilla de la duda estaba plantada.
En 1835 apareció Vida de Jesús, del filósofo alemán David Friedrich Strauss, discípulo de Hegel. En su obra, defendía que los relatos evangélicos no eran más que una serie encadenada de mitos, narraciones destinadas a explicar una idea. Por tanto, libros de fe sin ningún valor histórico.
El siguiente golpe a la presunta historicidad de los evangelios lo dio en 1901 el teólogo alemán Wilhelm Wrede al llamar la atención
Un autor del siglo XVIII abrió la puerta a los escépticos: dijo que los discípulos se habían inventado la resurrección
sobre un aspecto que había pasado desapercibido: el secreto mesiánico que aparece subyacente en el evangelio que sirvió de base al resto, el de Marcos. Leído con atención, en él Jesús duda de su divinidad y siempre pide silencio sobre sus milagros, ya que estos darían lugar a que se le reconociera como mesías. Este es un recurso literario que utiliza Marcos para intentar solucionar la divergencia entre la realidad de Jesús –que jamás se presentó públicamente como mesías, ya que, según Wrede, nunca tuvo conciencia de serlo– y los primeros cristianos –que sí veían en él a un redentor enviado por Dios–. El propósito del evangelista al inventar este recurso, apunta Wrede, era teológico. No hay nada –o muy poco– de historia en sus textos. El mazazo para quienes habían visto en estos textos un testimonio histórico fue mortal.
DE AQUÍ A DECIR QUE ES IMPOSIBLE SABER NADA ACERCA DE JESÚS SOLO HABÍA UN PASO, y lo dio otro alemán, el teólogo más influyente de la primera mitad del siglo XX: Rudolf Bultmann. Su objetivo era la desmitologización completa del Jesús histórico para centrarse en el Cristo de la fe, que era el que importaba. La postura de este luterano iba a dominar la teología durante toda la primera mitad del siglo pasado, hasta que en 1953 uno de sus discípulos, Ernst Käsemann, enmendaba la plana a su maestro al afirmar que la fe primitiva debió de integrar de algún modo al Jesús histórico en su predicación. Al fin y al cabo, quizá pudiera conocerse algo de quien se dijo que caminó por Galilea...
Tuvimos que esperar a 1985 para que soplaran aires revolucionarios en la búsqueda de ese mesías de carne y hueso, y llegaron del otro lado del Atlántico. Ese año, Robert W. Funk creaba el Seminario de Jesús, un grupo formado por un centenar de académicos neotestamentarios (estudiosos del Nuevo Testamento) con el objetivo de dilucidar, utilizando la antropología, la historia, el análisis textual y, sobre todo, sin la atadura de la teología, el grado de fidelidad histórica de los evangelios. Y la polémica, latente a lo largo de todo el siglo XX, estalló.
El tranquilo mundo de la investigación del Nuevo Testamento, controlada por teólogos católicos y protestantes, se vio sacudido por el terremoto mediático de la década de los 90. Desde entonces, autores no vinculados a ninguna iglesia han ofrecido su particular visión de la figura de Jesús: campesino errante, filósofo cínico... Ahora bien, todas tienen como punto de partida una idea que lanzó al campo de juego el escritor griego e interpretador de textos sagrados Evémero, del siglo III a. e. c. –antes de la era común, expresión que suelen usar los científicos y es equivalente al popular antes de Cristo–, en su obra Inscripción sagrada: que detrás de las creencias en los dioses se esconde un personaje histórico humano al que sus seguidores acabaron divinizando.
Otros investigadores dieron un paso más allá y empezaron a defender que el Jesús de los evangelios era una invención. Fue el caso del teólogo estadounidense Robert M. Price, para
Para ciertos teólogos, la narrativa cristiana sigue la de mitos orientales que tienen como protagonistas a otros dioses moribundos y ascendentes
quien la narrativa sobre Jesús sigue la de mitos de Oriente Medio que tienen como protagonistas a dioses moribundos y ascendentes, como Baal, Osiris, Atis, Adonis y Tamuz. Estamos, dice, ante una religión mistérica –o de misterio– más, una de las muchas que aparecieron por la zona en aquellos tiempos. Tal era la situación entonces que los primeros apologistas cristianos –que buscaban argumentos racionales para defender su fe– vieron que había similitudes entre los rituales del mitraísmo –religión muy difundida en el Imperio romano entre los siglos I y IV– y los del cristianismo. Para resolver el problema, afirmaron que las ceremonias mitraicas eran copias malvadas de las otras. Así, el cartaginés Tertuliano, que vivió entre el siglo II y III, escribió que eran una falsificación creada por el Diablo para atacar a Jesús.
Los mitólogos no son un grupo homogéneo: cada uno tiene su propia idea de cómo surgió la leyenda del Nazareno. Burton L. Mack, profesor emérito de Nuevo Testamento en la Escuela de Teología de Claremont (California), defiende que tras el fracaso de los primeros seguidores de Jesús apareció un culto nuevo en un ambiente grecorromano: el Cristo de Pablo. Es en este entorno donde surgen las nociones de resurrección y ascensión a los cielos; es el Jesús divino, a imagen y semejanza de los héroes griegos. Marcos, un cristiano de segunda generación, implementa toda esta visión en su evangelio.
CON LA APARICIÓN DE INTERNET, EL CÚMULO DE DEFENSORES DE LA IDEA DE UN JESÚS MÍTICO HA CRECIDO EXPONENCIALMENTE, aunque la mayoría de ellos no poseen formación en exégesis –interpretación– bíblica, por lo que el mundo académico los desprecia o, simplemente, los ignora. Ahora bien, también es cierto que un buen número de estos estudiosos con título provienen de las escuelas de Teología, no de las facultades de Historia, y son investigadores confesionales: “El historiador cristiano parte de un hecho fundamental de carácter metodológico: la inspiración de los libros canónicos –comenta Josep Monserrat, catedrático emérito de Filosofía de la Universidad de Barcelona y experto en copto–. La teoría explicativa del origen del cristianismo viene dada totalmente a priori y puede resumirse en estas palabras: es una obra de Dios–. Y añade–: El historiador independiente puede modificar sus teorías cuando compruebe que no son coherentes con los hechos. El historiador ideológico no puede alterar sus presupuestos”.
Los defensores de la hipótesis mítica de Jesús argumentan que una prueba de que estamos ante una invención es que los textos cristianos más antiguos que se conservan, las cartas de Pablo, en ningún momento hacen referencia a un Jesús histórico, sino que solo hablan de un Cristo místico. Solo cuando fue pasando el tiempo y sus seguidores empezaron a preguntarse sobre él, llegaron los evangelistas, que dieron forma al personaje.
Solo así, dicen, se pueden explicar las inconsistencias en las descripciones de su vida y muerte. Por ejemplo, las escenas del nacimiento que narran Mateo y Lucas son contradictorias entre sí. Según el primero, Jesús nació en su casa, en Belén, y la familia jamás vivió en Nazaret. Para el segundo, María y José vivían en Nazaret y viajaron a Belén por culpa de un –históricamente inexistente– censo romano. Además, las genealogías de ambos evangelistas son contradictorias: ni aparecen los mismos nombres ni coinciden en el número de generaciones. Lo mismo ocurre con el destino del traidor Judas: según Mateo, se ahorca tras devolver el dinero recibido; pero, en los Hechos de los Apóstoles –escrito por el mismo autor del Evangelio de Lucas–, Judas usa el dinero para comprar un campo “y, cayendo de cabeza, se reventó por la mitad”.
Y LA SITUACIÓN EMPEORA CUANDO SE CONSIDERAN MOMENTOS CLAVE EN LA VIDA DE JESÚS, como cuándo fue ajusticiado. ¿Cómo es posible que los evangelios se contradigan a la hora de señalar el momento más importante que conforma su fe? Incluso la imagen de Cristo que dan los distintos evangelistas son irreconciliables: el de Marcos es un ser humano que duda y sufre; el de Juan, en palabras del escritor estadounidense David Fitzgerald, “es un Superman sin Clark Kent”.
La historicidad del evangelio de Marcos –al que copian con profusión Mateo y Lucas–
queda aún más en entredicho si tenemos en cuenta el trabajo de Dennis MacDonald, profesor de la Escuela de Teología de Claremont, ya que explica que el evangelista se inspiró en la Ilíada y la Odisea y que, para ajustar su relato a las aventuras marítimas de estos dos clásicos del siglo VIII a. e. c., contó que Jesús y sus discípulos habían batallado contra una feroz tormenta de altas olas en el mar de Galilea.
Por su parte, el sacerdote católico y estudioso del Nuevo Testamento Raymond Edward Brown reconoció en su libro El nacimiento del Mesías que los evangelios se contradicen entre sí “en varios aspectos y detalles importantes”. Y el teólogo y ministro congregacionalista William D. Davies y el profesor de religión emérito de la Universidad Duke Ed P. Sanders han afirmado que “en muchos puntos, especialmente sobre la vida temprana de Jesús, los evangelistas eran ignorantes... Simplemente no sabían y, guiados por rumores, esperanzas o suposiciones, lo hicieron lo mejor que pudieron”.
SI EXISTIERA OTRA FUENTE DISTINTA A LA CRISTIANA QUE ASEGURARA LA EXISTENCIA DE JESÚS, LAS COSAS SERÍAN DIFERENTES. Por desgracia, no hay ningún escrito que hable de él hasta finales del siglo I; es decir, más de sesenta años después de su muerte en la cruz. Y, para colmo, estos textos también son muy escasos. En esencia, se reconocen cuatro menciones principales: la del historiador judío Flavio Josefo y las de los romanos Tácito, Suetonio y Plinio el Joven. Los tres últimos solo lo mencionan de pasada y no hablan de él, sino de los cristianos. Así, Tácito, en su obra Anales, escrita en el año 115 e. c. –era común–, decía: “[...] llamados cristianos por el pueblo. Christus, de quien el nombre tuvo su origen, sufrió la pena máxima durante el reinado de Tiberio a manos de uno de nuestros procuradores, Poncio Pilato”. ¿De dónde sacó la información Tácito? No dice nada que no pudieran haberle contado los propios cristianos o cualquiera que los hubiera interrogado.
Obviamente su fuente no fue ningún documento oficial romano, pues no habría cometido el error de etiquetar a Pilato como procurador cuando fue prefecto. Suetonio, también en el siglo II, menciona que había judíos en Roma, durante el reinado de Claudio, que “continuamente ocasionaban disturbios instigados por Cresto”. Para los apologistas cristianos, es una referencia clara a Jesús, pero añaden que se equivocó doblemente: en el nombre y al situarlo vivo en Roma.
MÁS CONVINCENTE ES EL HISTORIADOR FLAVIO JOSEFO. Hacia el año 93, escribió Antigüedades judías, una obra donde narra la historia de su pueblo para un público gentil –aquel que profesa otra religión diferente– y en el que se dice: “Por este tiempo apareció Jesús, un hombre sabio [si es que es correcto llamarlo hombre, ya que fue un hacedor de milagros impactantes, un maestro para los hombres que reciben la verdad con gozo, y atrajo hacia Él a muchos judíos y a muchos gentiles además. Era el Cristo]. Y cuando Pilato, frente a la denuncia de aquellos que son los principales entre nosotros, lo había condenado a la cruz, aquellos que lo habían amado primero no le abandonaron [ya que se les apareció vivo nuevamente al tercer día, habiendo predicho esto y otras tantas maravillas sobre Él los santos profetas]. La tribu de los cristianos, llamados así por Él, no ha cesado de crecer hasta este día”.
¿Son palabras de Josefo o una falsificación cristiana? La mayoría de los investigadores se decantan por que estamos ante un texto original que fue modificado por los amanuenses
Algunos expertos creen que Marcos se inspiró en dos obras griegas – La Ilíada y La Odisea– para escribir su evangelio
cristianos: lo que añadieron es lo que está entre corchetes. Sin embargo, los mitólogos defienden que todo el texto es una interpolación cristiana, pues rompe el hilo de la narración: en el párrafo anterior a esas líneas, se habla de una represión sangrienta ordenada por Pilato contra un grupo de judíos sediciosos, y el siguiente empieza así: “Y por el mismo tiempo ocurrió otra cosa terrible que causó gran perturbación entre los judíos”. ¿Qué tiene de espantoso que Pilato condenara a la cruz a un sedicioso? Curiosamente, este mismo texto tiene un significado distinto para los que defienden su autenticidad, como el experto neotestamentario Antonio Piñero: “Parece casi evidente que el núcleo del testimonio de Josefo sobre Jesús estaba dentro de una lista de personajes y sucesos ominosos que impulsaron a los judíos a la desastrosa sublevación del 66 d. C.”. En cambio, quienes defienden que el párrafo es una falsificación se apoyan en que la existencia de este pasaje no fue conocida hasta el siglo IV: durante trescientos años ningún autor cristiano lo mencionó, algo que resulta muy extraño habida cuenta de que, como explican Louis Harry Feldman y Gōhei Hata en el libro Josephus, Judaism, and Christianity, hasta doce escritores que profesaban la fe de Cristo citan al historiador judío.
PERO NO ACABA AQUÍ EL DEBATE. EXISTE UNA SEGUNDA REFERENCIA A JESÚS EN ANTIGÜEDADES JUDÍAS. En el libro veinte, dice que Ananías, el impopular sumo sacerdote de Jerusalén, mandó ajusticiar “al hermano de Jesús, llamado el Cristo, cuyo nombre era Santiago”. Para los defensores del Jesús mítico, estamos ante otro fragmento añadido: “llamado el Cristo”. Para David Fitzgerald, esta frase no tiene sentido. Imaginemos, dice, que somos un romano –el público objetivo al que escribía Josefo– y nos encontramos con esta referencia. ¿A santo de qué viene? ¿Quién es ese Jesús? ¿Y qué clase de mote es Cristo? Josefo, que lo explica casi todo, aquí no explica nada. Además, continúa Fitzgerald, la muerte de Santiago que cuenta Josefo –lapidado– es totalmente diferente a la de las fuentes cristianas –se supone que fue arrojado desde un pináculo del templo y luego golpeado con un mazo–. ¿Pero entonces quién es ese Jesús? Aquí los mitólogos defienden que se trataría de Jesús ben Damneo, a quien el mismo Josefo menciona unas líneas más adelante y que fue nombrado sumo sacerdote al ser destituido Ananías por la ejecución de Santiago.
Sea como fuere, lo cierto es que ningún historiador judío de la época, como Filón de Alejandría o Justo de Tiberíades, menciona a Jesús. Focio, el patriarca de Constantinopla en el siglo IX, escribió: “He leído la cronología de Justo de Tiberíades... No hace la más mínima mención a la aparición de Cristo, o de las cosas que le sucedieron, o de las maravillas que hizo”.
¿QUÉ PODEMOS COLEGIR DE TODO ESTO? Que si Jesús existió, habría pasado desapercibido en su época, que no fue esa figura relevante y famosa que retrata el Nuevo Testamento. Pero, por otro lado, tampoco hay pruebas suficientes para concluir que estamos ante una figura mítica sin base histórica: lo único que parece cierto es que el Jesús que nos dibujan los evangelios no existió. Como comenta Piñero, hay que “saber distinguir entre un ser humano más o menos normal, un menestral, obrero semicalificado y, a la vez, maestro de la ley, galileo, que fracasó rotundamente, que murió crucificado por los romanos como sedicioso contra el imperio y el Cristo celestial”.