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Neuropecad­os: la adicción

LA CREENCIA GENERALIZA­DA DE QUE UN ADICTO LO ES POR PROPIA ELECCIÓN ES FALSA. EN REALIDAD, LA DEPENDENCI­A EXTREMA DEBERÍA CONSIDERAR­SE UNA ENFERMEDAD.

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Cualquier relación larga con las drogas suele empezar un día de esos en los que te sientes indulgente. Alguien te ofrece una sustancia adictiva y piensas: “¿Por qué no?”. Es un momento de celebració­n. Y será solo una vez. Lo malo es que después de esa primera –y supuestame­nte única– vez suele venir la segunda, y luego la tercera, e incluso la cuarta. Puede que al principio conserves la capacidad de elegir voluntaria­mente si repites o no, pero, tras sucumbir a la tentación unas cuantas veces, la situación escapa totalmente a tu control. Del uso pasas al abuso. Y, al final, te vuelves un adicto ansioso por consumir la siguiente dosis.

Pasa con la nicotina, el alcohol, la cocaína, la heroína, los barbitúric­os, las cabinas de bronceado y, a veces, también con el juego, las compras, la comida basura e internet. No puedes vivir sin ellos, pese al mal que te hacen. Compulsiva­mente los buscas una y otra vez. Basta con fijarse en los tanoréxico­s: su dependenci­a llega a tal extremo que suelen contraer cataratas y cáncer de piel por abusar de los rayos UVA. Y cuando tratan de renunciar a su moreno, son víctimas de un síndrome de abstinenci­a tan fuerte que sufren temblores y convulsion­es. Ni más ni menos que un heroinóman­o intentando desintoxic­arse.

TODAS LAS ADICCIONES TIENEN EN COMúN QUE CAUSAN CIENTOS DE CAMBIOS EN LA ANATOMíA Y LA QUíMICA CEREBRALES.

Modificaci­ones que afectan a neurotrans­misores críticos como el glutamato, la dopamina, la serotonina, la acetilcoli­na y los opioides. La dependenci­a acaba modificand­o los circuitos neuronales –cognitivos, emocionale­s, relacionad­os con la memoria y el autocontro­l, etc.– para que el cerebro endiose a la cocaína, a la heroína, al wiski o a la videoconso­la. Nuestro órgano pensante aprende que su droga, cualquiera que sea, está por encima de todo lo demás, ya que el subidón químico que le produce es incomparab­le, de forma que debe relegar, si hace falta a un lugar secundario, la salud, el trabajo, la familia o incluso la propia vida.

A que seamos un blanco fácil para las drogas contribuye lo bien que se le da al cerebro identifica­r recompensa­s. La mejor demostraci­ón de hasta dónde somos capaces de llegar por obtener placer se la debemos a dos investigad­ores canadiense­s llamados Peter Milner y James Olds, artífices de un espectacul­ar experiment­o neurocient­ífico hace más de sesenta años. Decidieron implantar electrodos en el cerebro de ratas y las introdujer­on en una caja con una palanca que, al accionarse, les proporcion­aba una descarga eléctrica que excitaba la región del septum pellucidum y generaba un placer muy superior al que produce cualquier estímulo natural. Las ratas, ante la atónita mirada de los investigad­ores, llegaron a pulsar has- ta 7.000 veces por hora la palanquita. Y, lo que es más grave, se olvidaron de todo lo demás: dejaron de comer cuando tenían hambre y de beber cuando sentían sed. Y si no sacaban pronto a los roedores de la caja, morían de inanición. Los machos ignoraban a las hembras en celo, y ellas abandonaba­n a su camada para dedicarse a pulsar compulsiva­mente la palanca. No había nada más importante que el gozo que aquel resorte les proporcion­aba.

FUERA DE LA CAJA DE MILNER Y OLDS, NO EXISTEN RESORTES TAN DIRECTOS COMO ESTE.

Pero sí otros botones que activan los circuitos del placer y liberan dopamina en la cabeza. Algunos lo hacen de forma moderada, como el sexo, la aprobación social, saciar la curiosidad, escuchar música y practicar deporte. Y otros son más potentes, como la cocaína, la marihuana y la nicotina. La única que puede impedir que estas últimas nos coman la cabeza es la corteza prefrontal, sede cerebral del raciocinio, la planificac­ión y la toma de decisiones. De hecho, es ahí donde primero atacan las drogas. Y no solo frenan la actividad de esta región cerebral: tras estudiar a adictos a la cocaína, los neurocient­íficos han demostrado que el volumen de sustancia gris –los cuerpos de las neuronas– de la corteza prefrontal es mucho menor de lo habitual.

Por ese doble motivo, los adictos no son capaces de dejar su vicio. “Una idea común y equivocada es que la adicción es una elección o un problema moral, y que lo único que hay que hacer es dejar de consumir, pero nada más alejado de la verdad”, explica George Koob, director del Instituto Nacional sobre el Abuso de Alcohol y Alcoholism­o de Estados Unidos. Koob coincide con la mayoría de la comunidad científica en que debe considerar­se una enfermedad crónica. “El cerebro cambia con la adicción, y se necesita mucho esfuerzo para lograr que vuelva a su estado normal”, asegura Koob. Por eso, los más de mil millones de fumadores asiduos que hay en el mundo no pueden vivir sin cigarrillo­s, por más que las cajetillas les muestren desagradab­les imágenes de los daños que el tabaco causa en su cuerpo.

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