Las claves del cerebro social
Cuando nos juntamos con otras personas, no somos iguales que cuando estamos solos, y nuestra materia gris tampoco. La prueba del espíritu colectivo la encontraron hace poco científicos franceses en las neuronas sociales, unas células nerviosas del encéfal
Existe algo más complicado y difícil de entender que la teoría de la relatividad de Einstein, el concepto de entropía o la solución a la enrevesada conjetura matemática de Poincaré: el cerebro de otro ser humano. Y, sin embargo, no se nos da tan mal. A pesar de que nuestro encéfalo es el objeto más complejo del universo, tenemos una habilidad sorprendente para saber lo que sucede en su interior. Las capacidades sociales forman parte de la esencia de lo que nos hace humanos. Son nuestro auténtico superpoder
Según Valeria Gazzola, investigadora del Instituto Neerlandés de Neurociencia, “estamos dotados de una capacidad que ningún sistema artificial ha logrado imitar aún: la de transformar el comportamiento observable de los demás, nuestras percepciones, en hipótesis acerca de lo que esas personas sienten y planean”. Dice esta experta en neurociencia que, aunque eso parece tan natural y fácil como respirar, no lo es. De hecho, exige la capacidad de procesar y comparar todo lo que percibimos de fuera con la información de nuestros propios sistemas emocionales, sensoriales y motores, esos que nos permiten sentir en primera persona. Por muy orgullosos que nos sintamos del lenguaje, la inteligencia, la pintura, la literatura, el séptimo arte o la tecnología que nos ha permitido llegar hasta la Luna, “nada de eso sería posible si no supiéramos colaborar estrechamente unos con otros, aprender unos de otros, cuidar unos de otros”, reflexiona Gazzola. Las capacidades sociales están en la esencia de lo que nos hace humanos, son nuestro auténtico superpoder.
Cuanto más se ahonda en el conocimiento del cerebro, más se confirma que las neuronas les dan a nuestros congéneres absoluta prioridad. En 2016, el neurocientífico alemán Martin Brüne y sus colegas de la Universidad Ruhr de Bochum demostraron que el encéfalo atiende a lo que tiene que ver con las acciones cotidianas de los demás y que otorga prioridad absoluta a la información social. Ni esos vídeos virales gatunos de YouTube lograrían desviar tanto nuestra atención, porque son tiernos, pero no humanos. Un matiz fundamental. Hasta hace poco se pensaba que para el cerebro existían dos categorías a la hora de catalogar el mundo: animado o inanimado; ser vivo o inerte. Pero, en 2014, investigadores italianos de la Universidad de Trieste demostraron que habíamos obviado una tercera categoría: la social, sustentada por circuitos propios e independientes de neuronas dedicadas a detectar todo lo que atañe a grupos de individuos de nuestra especie. UNA DE LAS CONSECUENCIAS DE ESTA CAPACIDAD ES QUE, CON INTENCIÓN O SIN ELLA, NOS PASAMOS EL DÍA APRENDIENDO DE LOS DEMÁS.
La experiencia ajena es la mejor maestra. Los expertos en la materia lo llaman aprendizaje observacional. “Esto es así especialmente en lo tocante a todo aquello que nos puede herir o matar; está claro que el coste de aprenderlo por uno mismo es muy alto. Por eso, la habilidad de aprender observando a otros sujetos es muy adaptativa y nos da ventajas para la supervivencia”, explica Kay Tye, neurocientífica del MIT. La capacidad de escarmentar en cabeza ajena se la debemos a un circuito cerebral que aprende mirando a los demás y que es distinto e independiente del que extrae conocimiento de experiencias propias.
Otra sensación única que aporta el contacto social es la vergüenza ajena, ese incómodo “tierra, trágame” que nos embarga cuando vemos a alguien comprometer su dignidad. Dicen los neurocientíficos que las situaciones embarazosas de los demás activan las mismas estructuras corticales que cuando nos compadecemos de alguien. Tiene mucho que ver con la empatía, con la capacidad humana de ponernos en el lugar de los demás y sentir lo que ellos sienten en nuestras propias carnes. Y también estas neuronas están detrás de la facilidad con la que se contagian las sonrisas, cuando ante un rostro sonriente recordamos la emoción a la que tenemos asociado el gesto y, de forma refleja, lo imitamos. PODRÍA PENSARSE QUE CUANDO NOS QUEDAMOS A SOLAS TODO ESE ENTRAMADO CEREBRAL GREGARIO SE DESCONECTA.
Pues no. El cerebro está tan obsesionado con lo que les pasa a los otros que, si decidimos tomarnos un respiro y alejarnos del mundo, se pone a trabajar en la información social que ha recabado. Científicos de la Universidad de Dartmouth (Nuevo Hampshire) explicaron recientemente que en los momentos de aparente reposo se refuerzan las conexiones entre la corteza medial prefrontal y la unión temporoparietal, cuya misión es evaluar la personalidad, el estado mental y las intenciones de los demás. En otras palabras, nos dedicamos a hacer deducciones o inferencias sociales en segundo plano. De este modo, el encéfalo aprovecha su tiempo libre para extraer conclusiones de las vivencias gregarias del resto de la jornada.
Pero las implicaciones de estar acompañados van mucho más allá de la empatía o el aprendizaje social. Driss Boussaoud, neurocientífico del Centro Nacional para la In-
vestigación Científica de Francia (CNRS), lo explica a MUY con un ejemplo clarificador: “Imagínate a ti mismo sentado en clase con un examen sobre la mesa. Imagina que reina un silencio absoluto que solo se ve interrumpido por las pisadas del profesor dando vueltas alrededor del aula. Oyes sus pasos que se aproximan. Se detiene justo a tu lado. Empiezan a sudarte las manos. No te puedes quitar de la cabeza que el examen de hoy es decisivo para tu futuro. Y tienes a tu profesor ahí plantado, clavándote la mirada, viendo lo que haces”. Dice el investigador que podríamos pensar que estas circunstancias afectarán negativamente a nuestro resultado intelectual, debido a un fenómeno de inhibición social. Que tendemos a suponer que, si nos miran, vamos a pifiarla con más facilidad. Pues no, lo normal es que suceda justo al revés. “En presencia de otros solemos ejecutar mejor un examen y otras tareas simples que cuando nos dejan solos. Se llama facilitación social”, cuenta Boussaoud, que explica por qué es mucho mejor salir a correr o a practicar ciclismo con varios amigos que en solitario. Lo hace así: “Los psicólogos sociales llevan estudiando este fenómeno hace más de un siglo, pero hasta el año pasado nadie había analizado los cambios exactos en la actividad del encéfalo cuando hay otras personas cerca”.
Para entender este fenómeno, el neurocientífico francés colocó a un grupo de monos delante de una pantalla con el fin de que relacionaran imágenes. Se trataba de una tarea sin connotaciones sociales que solo implicaba a la corteza prefrontal. Luego comprobaron que había diferencias si el animal estaba solo o acompañado, y descubrieron que existen neuronas sociales que solo funcionan en presencia de congéneres y neuronas asociales que únicamente intervienen en soledad. Y no es lo mismo usar unas que otras. Cuanto más intensamente se activaban las primeras, mejor lo hacían los primates. Esas neuronas son las responsables de que con el profesor plantado junto a tu pupitre, sin mediar palabra, te salga mejor el examen.
BOUSSAOUD BRINDA OTRO EJEMPLO PRÁCTICO: "VAS SOLO EN EL COCHE, CONDUCIENDO, Y LAS NEURONAS RESPONSABLES DE QUE SEPAS MANEJAR EL VOLANTE ESTÁN ACTIVAS.
Si te paras a recoger a un amigo, su sola presencia hará que el cerebro empiece a usar otras neuronas distintas para conducir”. Es decir, que en función de que uno esté solo o acompañado echa mano de células nerviosas distintas para desempeñar la misma tarea, para sentir una emoción o para cualquier otra cosa. Todo esto cuestiona muchas cosas que dábamos por sentadas acerca de los mecanismos cerebrales. “Ni siquiera hace falta relacionarse con los demás para que su presencia nos influya”, reflexiona el investigador francés. Sea memorizando listas, resolviendo problemas matemáticos o clasificando objetos de forma mecánica, cosas que aparentemente no tienen nada que ver con el prójimo, el cerebro trabaja de otra forma si hay personas cerca. Aunque no interactuemos con ellas, ni las miremos siquiera. Si lo pensamos de forma detenida, eso engloba la mayor parte de nuestro día, de ahí que a Boussaud le parezca insuficiente que la ciencia se dedique a identificar las bases cerebrales de la empatía, dado que la mayoría de los experimentos neurocientíficos se hacen con individuos solos en una habitación aislada. “Todo lo que sabemos sobre la forma en que trabaja el cerebro mientras vemos, oímos, pensamos, recordamos o sentimos debería revisarse en contextos sociales. El encéfalo al completo es social. Ya en la cuna, o incluso antes, cuando los órganos sensoriales se forman y em- piezan a funcionar, el cerebro puede detectar la presencia de otros”, insiste. Nuestro casquete pensante sabe siempre si estamos solos o con alguien, seguramente desde el vientre materno, lo cual implica al menos a dos individuos. Esa compañía predominante condiciona la formación de la mente. Ya no solo es que influya en el uso que le damos, sino también en cómo se organiza.
Si rodeada de semejantes la materia gris se modifica, ¿cómo serán los efectos del
Salir a correr o a montar en bicicleta con amigos en lugar de hacerlo en solitario mejora el rendimiento individual
aislamiento? Según decía el poeta Gustavo Adolfo Bécquer, “la soledad es muy hermosa, pero solo cuando tienes a alguien a quien contárselo”. Estar aislado durante mucho tiempo pone en marcha cambios químicos neuronales dañinos, según descubrieron con ratones a mediados de 2018 neurocientíficos del Instituto Caltech de California. Tras dejarlos dos semanas incomunicados comprobaron que su cerebro secretaba un neuropéptido llamado neuroquinina B (NkB) que interfería en el correcto funcionamiento de varios circuitos neuronales y disparaba la agresividad de los roedores hacia los extraños. Quedaban presos de una sensación de miedo permanente y se volvían hipersensibles a cualquier estímulo que oliera a peligro. Pero existe un antídoto. Cuando se bloquean los receptores de neuroquinina, el comportamiento anómalo desaparece. Dado que nosotros tenemos un sistema de señales similar al NkB, el estudio podría tener aplicaciones clínicas para tratar trastornos mentales causados por el aislamiento a largo plazo.
AUNQUE A VECES ASOCIAMOS LA RECLUSIÓN A LA TERCERA EDAD, LA REALIDAD ES OTRA. NO HACE FALTA SER ANCIANO, NI TÍMIDO, NI ESTAR LOCO O RECLUIDO
para experimentar soledad. Basta actualizar a todas horas Facebook, Instagram o Twitter para caer en sus garras. Según un estudio de la Universidad de Pittsburgh, a más tiempo empleado en las redes sociales y más presencia en varias, más probabilidades de aislamiento social. Los sujetos que visitan estas plataformas sesenta o más veces por semana tienen aproximadamente el triple de probabilidades de percibir soledad que los que las visitan menos de diez veces semanales.
Cuando le preguntamos a Boussaud por el cerebro de la generación milénica si él cree que está cambiando, recapacita: “Lo único que puedo afirmar al respecto es que hay dos periodos de la vida en los que el uso abusivo de móviles y redes sociales puede afectar al desarrollo encefálico: la infancia y la adolescencia”. De la infancia dice que plantar al crío delante del móvil puede impedir que emerjan las habilidades sociales que por lo general afloran en esa etapa, principalmente la cooperación y la empatía, imprescindibles para el desarrollo y la supervivencia de la especie. En cuanto a la adolescencia, es el momento en que “una persona debe aprender a gestionar la frustración”, y para eso hay que saber desconectar del resto del mundo de vez en cuando. “No quiero pensarlo, pero se podría especular que, si no lo remediamos, en el futuro nos pareceremos más a los robots, nuestro cerebro estará menos capacitado para detectar la presencia de los otros, cómo se sienten y cuáles son sus intenciones —dice el investigador francés—. Sería terrible que perdiésemos nuestras sofisticadas habilidades sociales, esas que la inteligencia artificial aún no ha conseguido emular”.