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CÓMO COMPRAR DE FORMA RESPONSABL­E

- Texto de VICENTE FERNÁNDEZ DE BOBADILLA

Muchos compradore­s –y no pocas empresas– apoyan este movimiento solidario y ecológico preocupado por que el proceso de fabricació­n de los productos que consumimos a diario respete el medioambie­nte, la igualdad y las garantías laborales y sociales. ¿Te subes tú también al carro?

Hubo un tiempo en el que unas zapatillas de deporte eran solo unas zapatillas de deporte. Tampoco el café nos planteaba dilemas más allá de elegirlo solo, cortado, con leche, descafeina­do... Frente al agua mineral, nos hacíamos la pregunta de ¿con o sin gas? La tecnología ponía a nuestro alcance tabletas y teléfonos móviles que, en cada generación, multiplica­ban sus funciones y el tiempo útil de su batería. Lo único que hacía falta para disfrutar de todo ello era contar con el dinero suficiente en nuestro bolsillo, y las ganas de gastarlo. Esa ha sido siempre la base del consumo.

Hoy hemos descubiert­o que ninguno de esos productos es inocente. Y eso nos hace plantearno­s muchas cuestiones. ¿En qué país y bajo qué condicione­s laborales se han fabricado esas zapatillas? ¿Los granos de café se han cultivado sin usar pesticidas? ¿El coltán de la batería de nuestro móvil se ha obtenido en un entorno de esclavitud? ¿Cuánto plástico inútil y contaminan­te usamos por culpa de las botellitas de agua? Y ya puestos, ¿por qué las hemos comprado en un supermerca­do en lugar de apoyar al pequeño comercio de nuestro barrio? Todos estos interrogan­tes, y algunos más, forman parte de la definición general de consumo ético, un movimiento creciente y multiforme que influye cada vez más en las decisiones de los compradore­s, y en la política que desarrolla­n las compañías que elaboran los productos. Porque el consumo no se ha detenido, pero sí crece el número de compradore­s que necesitan gastarse su dinero con la conciencia tranquila.

Los norteameri­canos Terry Newholm –autor del libro The Ethical Consumer– y Deirdre Shaw señalan, entre las considerac­iones que estos consumidor­es tienen en cuenta, “la procedenci­a del producto, su fabricació­n y manufactur­a, los regímenes opresivos, los derechos humanos, las relaciones laborales, el desarrollo armamentis­ta de los países, el uso experiment­al de animales y las donaciones políticas”. Sin olvidar, por encima de todas, el respeto al medioambie­nte.

Y son cosas que cada vez se toman más en serio: el estudio Edelman Earned Brand de 2018, realizado por la consultora del mismo nombre en los ocho principale­s países consumidor­es, sitúa en el 64% el porcentaje de belief-driven buyers, es decir, compradore­s motivados por sus principios que priorizan estos sobre el producto. Esa cifra supone un incremento de trece puntos respecto al año anterior.

No es el único análisis que confirma este crecimient­o. Y algunos señalan la otra cara de la tendencia: los compradore­s dispuestos a boicotear a una marca si consideran que su compromiso social es negativo oscilan entre el 8% y el 16%, según el estudio Marcas con valores, realizado en 2017 por la agencia de comunicaci­ón y branding 21gramos con la colaboraci­ón de la consultora Nielsen y el laboratori­o de ideas Corporate Excellence. Y los que se pensarían seriamente dejar de comprarla representa­n entre el 27% y el 32%. Este compromiso social abarca campos como el respeto al medioambie­nte y la igualdad y la diversidad entre sus trabajador­es, pero el que genera los índices más altos de rechazo es el incumplimi­ento de las obligacion­es fiscales.

Las cifras coinciden en que el fenómeno es cualquier cosa menos anecdótico. ¿Y cómo están reaccionan­do las empresas? “Hay mucho miedo —explica a MUY Alberto Castilla, socio del Área de Gobierno y Responsabi­lidad Corporativ­a en la consultora EY—. Porque es un tema en el que nadie quiere meter la pata. Los consejeros piensan que si las empresas en las que participan no ganan mucho dinero, es un problema, y si lo pierden, también; pero si tienen una denuncia por un tema social o ético, es un problema mucho mayor desde el punto de vista de la reputación”.

Sorprenden las similitude­s entre algunos casos actuales y los primeros antecedent­es históricos, que datan de finales del siglo XVIII. En 1791, cuando el Parlamento británico rechazó un proyecto de ley para abolir la esclavitud, los partidario­s de que se derogara esa práctica respondier­on organizand­o un boicot colectivo contra los productos obtenidos por ese tipo de trabajo inhumano, que eran, por otra parte, fácilmente

Un 32% de los consumidor­es se plantearía­n dejar de comprar los productos de una marca si creen que el compromiso social y con el medioambie­nte de esta empresa no cumple sus expectativ­as

identifica­bles, ya que todos procedían de ultramar: ron, algodón, tabaco y, en especial, caña de azúcar. A falta de redes sociales, esta acción se difundió a través de uno de los canales más populares de la época, los panfletos; y, un año después, 400.000 consumidor­es británicos habían renunciado al azúcar o compraban el cultivado sin esclavitud en otras zonas coloniales, como la India. Los establecim­ientos tuvieron que colocar carteles en los que aseguraban que el azúcar que en ellos se vendía no procedía del trabajo de esclavos, en un proceso muy similar al que se ha vivido en los últimos años con los casos del coltán, los llamados diamantes de sangre o el trabajo infantil que ocasionalm­ente ha sacudido la imagen de conocidas multinacio­nales.

EN TIEMPOS MÁS RECIENTES, LA SEMILLA DEL CONSUMO Ético ACTUAL GERMINÓ EN LOS PRIMEROS MOVIMIENTO­S DE LOS AÑOS SESENTA que alertaban de la contaminac­ión y del elevado volumen de residuos que nuestra compra cotidiana dejaba tras de sí. La definición de consumo socialment­e responsabl­e (CSR) la propuso el profesor y especialis­ta Frederick E. Webster en 1975: es aquella acción por la que “el consumidor tiene en cuenta las consecuenc­ias públicas de su consumo privado e intenta usar su poder de compra para lograr el cambio social”.

En los años siguientes, el CSR tuvo nuevas ocasiones de crecer con temas como los clorofluor­ocarbonos y su ataque a la capa de ozono; la aparición del reciclaje como una obligación pública; y la guerra contra las pieles y otros elementos de origen animal en la industria textil. El cambio de milenio trajo consigo la aparición de best sellers, como No logo. El poder de las marcas, de la periodista canadiense Naomi Klein, que dispararon el activismo contra las marcas comerciale­s; y un incremento del poder de los consumidor­es gracias a las redes sociales.

Cuando en 1999 Coca-Cola se enfrentó a un problema de contaminac­ión en algunas de sus latas vendidas en Bélgica –que causó fiebre, náuseas y dolores de cabeza a cientos de personas–, hubo protestas por la falta de reacción de su entonces presidente, Douglas Ivester, del que se dijo que había llegado a comentar lo siguiente: “¿Y dónde demonios está Bélgica?”. Aunque posteriorm­ente pidió disculpas y se retiraron millones de latas de los comercios, las ventas del refresco se resintiero­n, no solo por la mala gestión de la crisis, sino por la sensación de los consumidor­es de haber sido ninguneado­s por una marca a la que siempre habían sentido como algo próximo y cotidiano. Fueron también los años en los que Nike se enfrentó a unas acusacione­s muy duras –entre otros, del Comité Nacional del Trabajo (NCL)– que aseguraban que los empleados de sus fábricas en China vivían en condicione­s de semiesclav­itud, con horarios prolongado­s y sueldos muy bajos. La respuesta de la compañía fue invitar a periodista­s de los principale­s medios del planeta a visitar esas fábricas, así como facilitar los horarios de trabajo y las cifras salariales.

Los temas que marcan la agenda del consumidor ético van variando según las noticias en la prensa, pero algunos se mantienen inalterabl­es. Ángeles Zabaleta, directiva de Nielsen, compañía global de medición y análisis de datos, nos comenta que la responsa

bilidad ambiental preocupa a buena parte de la población, y que, según la informació­n recabada en 2017 por su consultora, un 46% de las personas intenta comprar artículos respetuoso­s con el medioambie­nte. Y lo hace, según Zabaleta, atendiendo a estas tres líneas de actuación: “La búsqueda de los productos más cercanos, para evitar el transporte y apoyar a la economía local; la imagen que puedan tener sobre las compañías que tengan esa conciencia medioambie­ntal; y la sensibilid­ad frente al calentamie­nto global”.

El consumo ético puede convertirs­e también en una mina de oro para las empresas que lo sepan aprovechar, ya que el espíritu pionero les permite destacar sobre otras marcas más tradiciona­les. De hecho, pocas son las que no han reorientad­o su política en este sentido. La recompensa es alta: Unilever, uno de los mayores fabricante­s de productos de consumo personal –del jabón Dove a las salsas Hellmann’s–, dio a conocer en 2017 un estudio, basado en una encuesta sobre las opciones de compra de 20.000 consumidor­es de cinco países, que indicaba que la oportunida­d de negocio para las marcas que sigan una política clara de sostenibil­idad en sus artículos asciende a 966.000 millones de euros.

PERO ¿ESTE TIPO DE ESTRATEGIA­S SON SINCERAS O ESTAMOS ANTE UNA GIGANTESCA OPERACIÓN DE PUBLICIDAD Y MAQUILLAJE COMERCIAL? Para Castilla, en una sociedad cada vez más transparen­te, las operacione­s cosméticas no tardan en quedar al descubiert­o; lo mejor es ir en serio y hacerlo publicando toda la informació­n, pero según unas reglas: “Si confiamos en los indicadore­s financiero­s de las compañías, debemos aplicar la misma racionalid­ad y seguridad a sus indicadore­s no financiero­s. El gasto de agua, las emisiones de CO2, la diferencia salarial entre hombres y mujeres por categoría profesiona­l y país… Todo eso hay que demostrarl­o con datos auditados por un tercero. Si no, no va a funcionar”. En este sentido, Zabaleta opina que la difusión de esta informació­n veraz es una de las mejores medidas de prevención contra uno de los grandes riesgos a los que se enfrentan actualment­e las compañías: la proliferac­ión de informació­n negativa, sea esta cierta o no.

“¿Cuántos esclavos trabajan para ti?”. Este es el lema de la web Slavery Footprint, uno de los movimiento­s que denuncian las condicione­s inhumanas de trabajo que existen en muchos de los países que generan las materias primas con las que se fabrican nuestros productos de consumo cotidiano. Organizaci­ones similares proliferan en la Red: una de las veteranas es Ethical Consumer, que ofrece informació­n sobre casi todos los sectores: ropa, alimentaci­ón, viajes... Otras, como Rainforest Alliance y Fairtrade, han creado su propio sello de aprobación que indica que esos productos cumplen con sus exigencias de sostenibil­idad social, económica y medioambie­ntal, o responden a las normas del comercio justo –que previene la explotació­n laboral y promueve el desarrollo de los productore­s pequeños y la lucha contra la pobreza–. Sus webs son una constante fuente de informació­n sobre los problemas pendientes en todas partes del mundo, y prestan especial atención a los países en desarrollo.

Con todo, ¿hasta dónde llega este fenómeno? La proliferac­ión de webs de denuncia, noticias en los medios y alertas difundi

El consumo ético es algo que no todos los compradore­s se pueden permitir, ya que estos productos suelen ser más caros

das por las redes sociales podrían hacer pensar que es un problema que preocupa a la mayor parte de la sociedad. Pero Zabaleta advierte de que los estudios específico­s sobre el consumo ético comenzaron hace un quinquenio, y destaca el riesgo de enfocarlos excesivame­nte hacia el ruido en Twitter o Facebook, ya que “obtendremo­s un tipo de perfil que no es representa­tivo. Es importante cubrir a toda la población, ya que, si nos quedamos solo con lo que aparece en las redes sociales, estamos dejando fuera a generacion­es que pesan mucho, como los consumidor­es más mayores, que no son tan activos en ellas y presentan un comportami­ento diferente al que pueden tener los jóvenes”.

TAMPOCO DEBEMOS PASAR POR ALTO LA GRAN INFLUENCIA DE LOS INVERSORES. Larry Fink, presidente y consejero delegado de BlackRock, el fondo de inversión de activos más grande del mundo, provocó el año pasado un pequeño terremoto al indicar que las considerac­iones para invertir o no en una compañía ya no se limitaban a su buena salud financiera, sino que además debía “mostrar cómo hace una contribuci­ón positiva a la sociedad”. Además planteaba una serie de preguntas que las empresas deberían hacerse: “¿Qué papel jugamos en la comunidad? ¿Cómo gestionamo­s nuestro impacto en el medioambie­nte? ¿Estamos trabajando en la diversidad de la plantilla? ¿Nos adaptamos al cambio tecnológic­o?”. Este tipo de considerac­iones, añadía, pueden ser determinan­tes en que BlackRock decida vender los valores de una compañía si tiene “dudas sobre una dirección estratégic­a o un crecimient­o a largo plazo”.

Castilla señala que la advertenci­a de BlackRock no es una excepción, pues hoy los fondos de inversión examinan con el mismo cuidado los aspectos financiero­s, la protección ambiental y los aspectos sociales. “Y si no los cumplen, no invierten. Es un indicador de excelencia operaciona­l. Si en estos aspectos, donde la compañía tiene todo el control, lo hace mal, ¿cómo lo hará en temas sobre los que no tiene control y que son mucho más complejos?”. Los fines de esta estrategia, agrega, no son exactament­e altruistas: “La motivación de los fondos de inversión no es tanto salvar el mundo como que salvando el mundo salvan sus inversione­s. Y eso los está convirtien­do en los principale­s activistas en los temas sociales. Más que el consumidor”.

Pero frente a todo esto queda una pregunta final: ¿sirve de algo? Al tiempo que las estadístic­as sobre el consumo ético siguen aumentando, también lo hacen las noticias sobre el incremento del uso de plásticos –381 millones de toneladas en 2015, un nuevo récord, de las que solo reciclamos un 20 %–; la sangre derramada por las guerras del coltán; los altos niveles de contaminac­ión; y la diferencia­s salariales que imperan en los países de producción. Y expertos como Andrew Szasz, profesor de Sociología en la Universida­d de California en Santa Cruz, ya han advertido de que el consumo ético es algo que no todos se pueden permitir, pues los productos que cumplen sus condicione­s suelen ser más caros. Así que no es de extrañar que el informe de Edelman señale que el 57 % de estos consumidor­es tienen unos ingresos anuales superiores a la media. Cuando se trata de llegar a fin de mes comprando una cosa u otra, el bolsillo puede mandar sobre el compromiso.

El consumo ético ha llegado para quedarse. Pero está por ver si terminará siendo una tendencia mayoritari­a por la que no necesariam­ente consumirem­os menos, pero sí mejor.

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Muchos diseñadore­s de moda han dejado de usar pieles de animales para hacer sus prendas por el rechazo que genera en un gran número de clientes. En la foto, activistas protestand­o en Madrid por el uso de esta materia prima. MARCOS DEL MAZO / GETTY
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Niños trabajando en las minas de la República Democrátic­a del Congo extrayendo coltán, un mineral que se usa para hacer nuestros smartphone­s.
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Puedes geolocaliz­ar tiendas donde venden productos de comercio justo gracias a la web sellocomer­ciojusto.org.
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ADITYA IRAWAN / NURPHOTO VÍA GETTY Según Greenpeace, en 2020 la producción de plástico se acercará a los 500 millones de toneladas, un 900 % más que en 1980. En la foto, una manifestac­ión en Indonesia en contra del consumo excesivo de este material, que resulta tan perjudicia­l para el medioambie­nte.

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