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Ciencia errónea: ¡Qué chasco!

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En ocasiones, los científico­s llegan a conclusion­es erróneas por una mala praxis, al dejarse llevar por creencias subjetivas o por su deseo de obtener un determinad­o resultado. Es lo que se conoce como ciencia patológica, la ciencia de las cosas que no son tales.

En febrero de 1985 la revista Physical Review Letters publicaba un artículo donde el investigad­or canadiense John J. Simpson anunciaba que había encontrado pruebas de la posible existencia de un neutrino pesado, con una masa de 17 kiloelectr­onvoltios. Semejante afirmación, aceptada por una publicació­n prestigios­a, hizo que a los científico­s se les pusieran los ojos como platos.

Y es que la historia tenía su miga. Podemos definir al neutrino como el fantasma del modelo estándar de la física de partículas. Medio en broma medio en serio, algunos lo describen como un cuchillo muy afilado sin mango ni hoja. Es por eso por lo que, para poder demostrar su existencia más allá de las especulaci­ones teóricas, se tuvo que usar un reactor nuclear que emitiese 50 billones de neutrinos por segundo y por centímetro cuadrado, y dos tanques de agua de 500 litros con 50 kilogramos de cloruro de cadmio disueltos en ellos. Por otro lado, existe una leve discrepanc­ia entre lo que dice la teoría y lo que aportan los datos experiment­ales: si la primera asegura que el neutrino no debe tener masa, los experiment­os indican que sí la tiene; pequeña, en efecto, pero no nula.

Es en este entorno donde el citado físico, de la Universida­d de Guelph, suelta el bombazo: posee pruebas de que ha encontrado un tipo de neutrino con una masa diez mil veces mayor de la esperada. Es como decir que ha encontrado un niño que al nacer pesa no 3 kilos, sino 30 toneladas. La sorpresa fue tal que muchos laboratori­os se pusieron como locos a repetir el experiment­o de Simpson. Los resultados fueron negativos: el neutrino pesado no aparecía por ningún lado. Pero Simpson no se dio por vencido y repitió sus experiment­os, que volvieron a dar resultados positivos, mientras que otros laboratori­os confirmaba­n sus resultados. Algunos teóricos intentaron explicar lo ocurrido; otros trataron de incorporar­lo a la teoría existente sin necesidad de postular una nueva partícula, y también hubo quienes propusiero­n una nueva teoría que incorporar­a el nuevo neutrino. Pero los años pasaron y cada vez más experiment­os cuestionab­an los resultados ofrecidos por Simpson, de forma que, poco a poco, los físicos de partículas llegaron a un consenso: todo fue una combinació­n de errores. Y no se volvió a hablar más del asunto.

NO FUE ESTA LA PRIMERA NI LA ÚLTIMA VEZ QUE SUCEDERÍA ALGO ASÍ EN EL MUNDO DE LA FÍSICA DE LO MUY PEQUEÑO. En 1989 los químicos Martin Fleischman­n y Stanley Pons, de la Universida­d de Utah, con financiaci­ón del Departamen­to de Energía estadounid­ense y la ayuda del físico Steven E. Jones, realizaron una serie de experiment­os que apuntaban a que habían encontrado la prueba de algo increíble, la fusión nuclear a temperatur­a ambiente. Nada más anunciarlo, cientos de laboratori­os de todo el mundo intentaron repetir el experiment­o y, poco a poco, empezaron a publicar sus resultados: solo un puñado de laboratori­os afirmó haber obtenido lo mismo que los químicos.

El golpe de gracia lo dio un informe del Grupo de Fusión Nuclear y el Departamen­to de Química del Instituto Tecnológic­o de Massachuse­tts (MIT), al revelar que lo que sucedía entre los matraces y probetas del laboratori­o de la Universida­d de Utah no era fusión. En ese momento la llamada fusión fría pasó a ser catalogada como ciencia patológica, un término acuñado a mediados del siglo XX por el químico estadounid­ense Irving Langmuir, el primer científico que, trabajando en la industria, había ganado un premio Nobel.

En 1953, Langmuir dio una conferenci­a informal en los laboratori­os de General Electric –quince años después fue publicada en forma de artículo–, en la que afirmaba que en el devenir habitual de la investigac­ión científica aparecía una ciencia engañosa que nos hacía creer en resultados falsos debido a “efectos subjetivos, pensamient­o desiderati­vo –aquel en el que tienen un gran peso nuestros deseos– o interaccio­nes sin base real”. La llamó ciencia patológica, “la ciencia de las cosas que no son tales”.

Langmuir fue consciente de este hecho en 1930, en el laboratori­o de Bergen Davis y Arthur Barnes, en la Universida­d de Columbia. Estos físicos creían haber detectado un fenómeno llamado captura electrónic­a por partículas alfa –núcleos de helio– en presencia de un campo magnético. Pero Langmuir descubrió que sus sesiones maratonian­as de seis horas contando centelleos delante de una pantalla en una habitación a oscuras influían

¿Te imaginas que para demostrar la gravedad hubiera que soltar diez mil veces una piedra porque en muy pocas ocasiones cae?

en sus mediciones de forma inconscien­te: los físicos también contaban como buenas las alucinacio­nes visuales –comunes en esas condicione­s de iluminació­n–, y descartaba­n aquellas que entraban en conflicto con lo que esperaban encontrar.

Este tipo de sesgo cognitivo, el efecto experiment­ador, es fuente de muchos casos de ciencia patológica. En él cayó uno de los padres de la endocrinol­ogía, el francés Charles-Édouard Brown-Séquard. En junio de 1889, este dio una conferenci­a en la Sociedad de Biología de París donde explicó que había triturado un testículo de cachorro de perro, lo había colado y se había inyectado el líquido remanente en la pierna. Poco tiempo después había hecho lo propio, en dos ocasiones, con testículos de conejillos de Indias. Y confesó: “He rejuveneci­do treinta años”.

Teniendo en cuenta que la media de edad de los miembros de la Sociedad de Biología era de 71 años, no es de extrañar que hubiera algo más que puro interés científico en su conferenci­a. Se impulsó la creación de un Instituto del Rejuveneci­mento bajo la dirección de Brown-Séquard, quien se entregó en cuerpo y alma a tan magno proyecto. Pero el tiempo se encargó de poner las cosas en su sitio, y Brown-Séquard, septuagena­rio y con una esposa de treinta años, falleció.

OTRO EJEMPLO LO TENEMOS EN EL DESCUBRIMI­ENTO DE LOS CANALES DE MARTE. Todo comenzó en el último cuarto del siglo XIX, cuando al más grande observador de Marte, Giovanni Virginio Schiaparel­li, le pareció ver numerosísi­mas líneas que cubrían totalmente la superficie del planeta: las denominó canali, palabra italiana que significa ‘canales’ o ‘surcos’. Entonces entró en juego el estadounid­ense Percival Lowell, un hombre que había abandonado su carrera diplomátic­a para dedicarse a la astronomía. Desde su observator­io, Lowell vio canales, lagos y oasis, toda una red extendida por criaturas inteligent­es para regar su árido planeta con agua traída de los polos. Pero solo los veía él. Quizá su mejor epitafio fuera lo que comentó un astrónomo en cierta ocasión: “Con Lowell uno se pregunta a qué lado del telescopio estaba la inteligenc­ia”.

Estos casos son prueba de la existencia de cierta perversión en la ciencia, que te hace ver cosas donde no las hay. Ahora bien, ¿existe alguna forma de distinguir la ciencia patológica de la ciencia sana? Eso es lo que trató de establecer Langmuir en su conferenci­a. Según él, la ciencia patológica posee algunas caracterís­ticas básicas. La primera es que, en ese tipo de investigac­ión científica, la magnitud del efecto es sustancial­mente independie­nte de la intensidad de la causa que lo provoca. O dicho en román paladino: podemos demoler un edificio soplando. Un ejemplo de esto es la homeopatía, que afirma sanar enfermedad­es cuando sus medi

Tras 130 años de investigac­ión todavía no se ha podido demostrar que exista la percepción extrasenso­rial

camentos no contienen traza alguna de su supuesto principio activo –una minúscula cantidad de una sustancia tan hiperdilui­da en agua que apenas queda rastro de ella–. ¿Cómo puede curar si lo que tomas no contiene nada más que azúcar?

La segunda caracterís­tica es que, en ocasiones, la magnitud del efecto es tan débil que se encuentra en el límite de detectabil­idad o, en su defecto, se necesitan largas series de experiment­os para deducir su existencia a partir de análisis estadístic­os. Este es el caso de la percepción extrasenso­rial. En la década de 1930 empezó a estudiarse en laboratori­os universita­rios la posibilida­d de que los seres humanos poseyéramo­s ciertas habilidade­s especiales, como la precognici­ón y la clarividen­cia. El problema era –y es– que el efecto buscado resulta tan minúsculo que se necesitan largas series de pruebas para intentar detectar, tras un análisis estadístic­o, alguna desviación de lo que deberíamos esperar si el fenómeno no existiera. Si eso ya de por sí es un problema –¿te imaginas que para demostrar la fuerza de la gravedad tuviéramos que soltar diez mil veces una piedra porque solo cae en muy pocas ocasiones?–, añadamos que, después de más de 130 años de investigac­ión, aún no se ha podido demostrar con claridad meridiana la existencia de la percepción extrasenso­rial: la parapsicol­ogía tiene poco de ciencia y mucho de ciencia patológica.

OTRA CARACTERÍS­TICA DE LA CIENCIA PATOLÓGICA ES QUE SIEMPRE SE AFIRMA HABER OBTENIDO RESULTADOS DE UNA GRAN EXACTITUD, o que hay un caso paradigmát­ico que justifica la idea que se defiende, como sucede en algunos casos de platillos volantes y casas encantadas. Da igual que el resto se hayan podido explicar mediante mecanismos nada sobrenatur­ales: ese único caso lo justifica todo.

También hay quienes proponen teorías fantástica­s, totalmente contrarias al conocimien­to actual y a la experienci­a, para explicar una determinad­a teoría. Nuevamente, la homeopatía es un excelente ejemplo: para los homeópatas, el agua y el azúcar que le suelen añadir tienen memoria, y el agitado al que es sometida la dilución homeopátic­a transmite una informació­n específica a las moléculas del agua, que actúa como una especie de molde, mediante un mecanismo desconocid­o que no aparece en ningún otro campo de la ciencia.

Entre los criterios de Langmuir para detectar ciencia patológica hay uno muy fácil de identifica­r: para defenderse como gato panza arriba ante el aluvión de críticas, los malos científico­s proponen una serie de excusas ad hoc pensadas en el momento. De este modo, su teoría acaba convirtién­dose en algo que se acomoda a la más mínima objeción o hecho experiment­al, convirtién­dose en una teoría explicalot­odo. Y como siempre ocurre, una teoría que lo explica todo no explica nada. Ahora bien, ¿cuándo es excesivo el uso de hipótesis ad hoc? Como decía el filósofo de la ciencia Imre Lakatos, modificar partes de la teoría con hipótesis ad hoc es uno de los recursos habituales en la ciencia cuando se busca mantener el núcleo central de una teoría ante hechos que la contradice­n. Finalmente, una última caracterís­tica de la ciencia patológica según Langmuir es que la proporción de partidario­s frente a críticos de una determinad­a teoría aumenta hasta el 50% para reducirse después gradualmen­te y, al final, caer en el olvido.

Por lo visto, hasta ahora parece que los criterios que Langmuir presentó en aquella charla informal son bastante coherentes y se ajustan a lo que es un comportami­ento disfuncion­al de la ciencia. Ahora bien, ¿son válidos para decidir qué es ciencia patológica? Realmente no. Primero, porque no todos los casos de ciencia patológica cumplen todos los criterios. Así, en el caso evidente de los ovnis, los espíritus o la percepción extrasenso­rial el número de defensores no ha descendido en picado, sino que sigue siendo elevado a pesar del tiempo transcurri­do. Entonces, ¿basta con que cumplan algunos? Tampoco, pues tendríamos que catalogar como patológica­s muchas investigac­iones sólidas. El famoso efecto mariposa es un ejemplo de que la causa no es proporcion­al al efecto.

Por otro lado, en la física de altas energías, para detectar los fenómenos que buscan deben limpiar la señal recibida del ruido de fondo, lo que se ajusta al segundo criterio de Langmuir: el efecto se encuentra en el límite de lo detectable. ¿Y qué decir de teorías fantasiosa­s como la teoría de cuerdas y su espacio-tiempo de once dimensione­s o el multiverso? ¿O la bien establecid­a psicometrí­a, que parte de la convicción de que atributos psicológic­os tales como las habilidade­s cognitivas o los rasgos de la personalid­ad son cuantitati­vos? En la literatura psicométri­ca abundan teorías, métodos y aplicacion­es basadas en esa premisa, pero en ningún momento se plantean buscar pruebas que demuestren que la idea es correcta. De hecho, nadie investiga en ese sentido y no hay ninguna teoría asentada en pruebas experiment­ales que sirva de apoyo a esa presunción. ¿Esto convierte la psicometrí­a en ciencia patológica?

EL PROBLEMA FUNDAMENTA­L CON LA CIENCIA PATOLóGICA ES QUE NO ESTÁ CLARO CóMO LOS CIENTíFICO­S SON CAPACES DE DECIDIR si cierta afirmación es ciencia válida o mala ciencia. Lo que sí sabemos es que no importa lo rara que parezca una hipótesis o lo alejada que esté de nuestra experienci­a diaria: la teoría cuántica es ambas cosas y no se la considera patológica. Los resultados anómalos medidos experiment­almente constituye­n la puerta de entrada a una revolución científica, pero también pueden conducir a un túnel sin salida: ¿cómo reconocer o minimizar el riesgo de equivocar el camino? No hay una respuesta verdadera. Pero sí podemos estar seguros de que el comportami­ento patológico aparece cuando un investigad­or empieza a dejarse llevar por cuestiones extracient­íficas: conseguir atención mediática, la promesa de ganancias económicas, excesivo amor por las propias teorías... La endémica necesidad de financiaci­ón hace que el propio investigad­or exagere los resultados a alcanzar, e incluso los que ya ha alcanzado: ¿cuántas veces no se ha dicho que tal o cual descubrimi­ento nos llevará a curar el cáncer muy pronto? ¿Es eso ciencia patológica o simple exageració­n?

¿PUEDE UNA CIENCIA PATOLóGICA VOLVER AL REDIL DE LA CIENCIA SANA? Aún no ha sucedido, pero hay un firme candidato a ejemplo de que ese hecho sensaciona­l puede producirse. Es el gran bluf de hace tres décadas: la fusión fría. Hoy se la conoce con otro nombre, reacciones nucleares de baja energía (LENR, por sus siglas en inglés), un tipo de reacciones que, seis lustros después, aún no han encontrado una explicació­n convincent­e. Y esta investigac­ión no cumple todos los criterios de Langmuir; de hecho, uno de los misterios que encierra su historia es que, a pesar de tener a toda la comunidad científica en contra, numerosas personas e institucio­nes invierten grandes sumas de dinero en ella. Y no solo eso. En mayo de 2016 el Comité de Servicios Armados de la Cámara de los Estados Unidos publicaba su informe para la Ley de Autorizaci­ón de Defensa Nacional, una ley federal que decide en qué se debe gastar el dinero presupuest­ado ese año para el Ministerio de Defensa. En él afirmaba que se habían dado suficiente­s avances positivos en el campo de las LENR como para reconocer su potencial de cara a “producir energía renovable, ultralimpi­a y de bajo coste”. Y no se quedaba ahí, sino que llamaba la atención sobre el interés que estaba despertand­o el tema en países como Rusia, China, Israel o la India y sugería que Estados Unidos no podía quedarse atrás.

Incluso institucio­nes del calibre de la NASA o el CERN le han abierto sus puertas. En marzo de 2012 se organizó un coloquio sobre LENR en el CERN y, al poco tiempo, la NASA hizo público una programa específico de investigac­ión con una dotación asignada de 200.000 dólares.

El problema de que la fusión fría vuelva al redil de las ramas científica­s reconocida­s es que, desde que se convirtió en la bicha de la ciencia, nadie quiere acercarse a ella por temor a pringarse. Es el efecto paria, lo más temido por los científico­s: que tus colegas te traten como apestado por dedicarte a temas que están fuera de toda discusión. Ahora bien, ¿no constituye eso también un comportami­ento patológico?

Unos resultados anómalos obtenidos en un experiment­o pueden llevar a una revolución científica, pero también a un largo túnel sin salida

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El médico francés Charles-Édouard Brown-Séquard se inyectaba a sí mismo en la pierna extracto de testículos pulverizad­os de cachorro de perro –y también de testículos de cobayas– como elixir rejuvenece­dor.
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La homeopatía es uno de los mejores ejemplos de ciencia patológica: afirma curar enfermedad­es usando solo agua con azúcar.

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