Adoctrinados para la guerra
Desde la Antigüedad, todas y cada una de las exigencias viriles han tenido un propósito principal: la optimización del sujeto para la guerra. De hecho, nos atreveríamos a aventurar la hipótesis de que, sin la concepción de un mundo y una existencia en guerra, nunca –ni en Grecia, ni en Roma, ni en el Japón feudal… ni en la actualidad– hubiéramos creado y sostenido ese constructo de la virilidad.
La virilidad es una excelencia no tanto en lo masculino como en la guerra, solo que, desde siempre, hemos creído que el sexo más dotado para dar puñaladas o guantazos y el que tiene más determinación para destripar al adversario es el masculino. Por eso la virilidad, salvo honrosas excepciones, ha recaído y sigue recayendo –aunque de forma cada vez más matizada– en los individuos de nuestra especie a los que hemos alentado para que crean que son capaces de matar o de dejarse matar por algo, es decir, los hombres.
Esa funcionalidad belicosa, determinada, inapelable, fogosa y carente de expresión de sentimientos es la que revierte en los procesos de subjetivación de los sexos, de ellos y de ellas. Y muy posiblemente es la que hace también que alrededor de ese arcaico modelo todavía se generen particulares atracciones eróticas –algunas condenadas hoy en día por su asimetría, falta de igualdad o directamente maltrato–. Algunos consideran todavía hoy ese modelo como un ejemplo virtuoso para la conformación de la propia individualidad, así como de la personalidad. La guerra como escultora de nosotros mismos.