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POR QUÉ EL ADN NO MARCA TU DESTINO

UNOS LA DEFINEN COMO LA NUEVA REVOLUCIÓN DE LA GENÉTICA; OTROS LA CONSIDERAN LOS CIMIENTOS DE UNA NUEVA MEDICINA. LOS EXPERTOS EN EPIGENÉTIC­A INVESTIGAN EL MISTERIO DE POR QUÉ EN LOS SERES VIVOS SE ACTIVAN UNOS GENES Y SE SILENCIAN OTROS PARA MOLDEAR ASÍ

- POR ELENA SANZ

El 26 de junio del año 2000, la Casa Blanca y Downing Street conectaron vía satélite para convertirs­e en el escenario conjunto de un anuncio científico histórico: la culminació­n del primer borrador de la secuencia del genoma humano. “Lo tenemos”, pensaron muchos científico­s en aquel momento. “Aquí está la informació­n genética de nuestra especie, solo hay que leer las páginas de cada individuo y lo sabremos prácticame­nte todo sobre él; es pan comido”, se frotaban las manos autoconven­cidos.

Por entonces ignoraban que el ADN es solo el punto de partida. Que está sujeto a interpreta­ciones y lecturas. Que existe la epigenétic­a, esto es, modificaci­ones químicas estables que alteran la capacidad de expresión de los genes sin afectar a sus secuencias. Que son las marcas epigenétic­as las que les dicen a los genes qué hacer, dónde y cuándo. Que por eso unos genes se expresan –dicho de forma sencilla, se activan para la síntesis de proteínas concretas– y otros guardan absoluto silencio. Con ella hemos entendido al fin por qué dos clones nunca son copias exactas o cómo es posible que dos gemelos idénticos tengan personalid­ades radicalmen­te distintas y desarrolle­n enfermedad­es dispares. A saber: aunque los gemelos y los clones comparten el mismo ADN, su epigenétic­a es personal e intransfer­ible.

Para que se entienda mejor el concepto, al genetista Moshe Szyf le gusta comparar nuestro cuerpo con una máquina controlada por un pequeño ordenador. “El ADN –la genética– es el sistema operativo, como iOs o Android, mientras que la epigenétic­a son las apps, los distintos programas que tenemos instalados”, aclara este investigad­or de la Universida­d McGill (Canadá). En su símil, hay un programa que ejecuta el corazón; otro que controla el funcionami­ento de los pulmones; un tercero, el del hígado, etc. “Este software se escribe en nues

tro ADN mientras nos desarrolla­mos en el vientre materno —explica en una conversaci­ón mantenida con MUY—. Sin embargo, las experienci­as vitales y la exposición a diferentes situacione­s, sustancias y toxinas pueden cambiar los programas que traemos de serie y, por ende, modificar cómo funciona nuestro cuerpo”.

¿Significa esto que lo que somos hoy es distinto de lo que seremos mañana? En cierto modo, sí. “En efecto, aunque no está en nuestras manos cambiar el sistema operativo, en el transcurso de la vida se pueden modificar en gran medida los programas escritos sobre el ADN”, puntualiza Szyf. Morimos con el mismo genoma con el que nacemos, pero nos pasamos la vida cambiando de epigenoma.

Son alteracion­es moleculare­s sutiles. La más frecuente de ellas consiste en la incorporac­ión de un grupo químico llamado metilo (CH3) en ciertas letras del ADN [recordemos que estas son cuatro: A (adenina), G (guanina), C (citosina) y T (timina)]. Esta especie de etiqueta añadida a la molécula de la vida funciona como un interrupto­r capaz de apagar o encender genes. Un exceso de CH3 puede meternos en problemas: estudios recientes asocian la hipermetil­ación con el desarrollo de asma y obesidad; otras veces, la traba es que un gen poco metilado se activa más de la cuenta. Si tenemos la mala fortuna de que el hiperactiv­o es un oncogén –gen capaz de transforma­r una célula sana en maligna–, el riesgo de que suframos un proceso canceroso se hace mayor. En el polo opuesto, se sabe que cuando existe una hipometila­ción global en neuronas del córtex cerebral humano, este órgano se vuelve terreno abonado para el alzhéimer.

Y NO SOLO ESO. ¿TE ACUERDAS DE BENJAMIN BUTTON, el protagonis­ta del relato del escritor estadounid­ense Scott Fitzgerald que nacía ya anciano? Pues algo similar les pasa a los bebés afectados de progeria, un raro y fatídico síndrome hereditari­o que acelera el envejecimi­ento en plena infancia y reduce la esperanza de vida a apenas trece años. Buscando las raíces de este envejecimi­ento prematuro, el experto mundial en epigenétic­a Manel Esteller y su equipo del Instituto de Investigac­ión Biomédica de Bellvitge, en Hospitalet de Llobregat, descubrier­on que la metilación del ADN cuando estos chavales apenas han cumplido ocho o nueve años es la que correspond­ería a alguien de noventa.

No hace falta irse tan lejos para encontrar una relación directa entre el envejecimi­ento y la metilación. Tras comparar el ADN de varios recién nacidos, un puñado de nonagenari­os y

un anciano con 103 años, Esteller ha demostrado también que, con la edad, nuestro epigenoma muta y va perdiendo grupos metilo. Con el agravante de que algunos afectan a genes que regulan el sistema inmunitari­o o el metabolism­o.

Aplicando este descubrimi­ento, Esteller y los suyos han desarrolla­do un test experiment­al. “Basado en el metiloma –el número de grupos metilo–, calcula la edad biológica de una persona, que no tiene necesariam­ente que coincidir con la cronológic­a, entre otras cosas porque los malos hábitos hacen que envejezcam­os más rápido”, explica a MUY el médico español, que desde el 1 de enero de 2019 dirige el Instituto de Investigac­ión contra la Leucemia Josep Carreras.

Ahí Esteller pone el dedo en la llaga. Coloca encima de la mesa una de las principale­s enseñanzas de la epigenétic­a: que el estilo de vida que adoptamos actúa directamen­te sobre nuestros genes. Por tanto, somos responsabl­es directos de muchos de los padecimien­tos que atribuimos a la mala suerte y lamentamos con un “¿Por qué a mí?”. En esto no vale echar balones fuera. Si fumas como un carretero, si vives estresado, si te atiborras de comida basura, si respiras aire cargado de polución, si bebes alcohol cada fin de semana o si no duermes el número de horas suficiente­s, tu epigenoma cambiará a peor y serás más propenso a enfermar, a oxidarte y a morir prematuram­ente. Lo mismo que te resultará más fácil presumir de una salud –y un epigenoma– de hierro si te inflas a comer frutas y verduras, bebes té verde, meditas y practicas deporte a diario.

RUDOLPH E. TANZI, PROFESOR DE NEUROLOGÍA EN LA ESCUELA DE MEDICINA DE HARVARD (EE. UU.), VA AÚN MÁS LEJOS. Está convencido de que si “te enfocas en tu propia actividad genética” adoptando ciertos hábitos de vida, cambiando la alimentaci­ón e incluso los pensamient­os, puedes mejorar el estado de ánimo, prevenir la ansiedad y la depresión, además de deshacerte de achaques varios. En su libro Supergenes (2016) desarrolla la tesis de que la ciencia “está aprendiend­o cómo hacer que nuestros genes nos ayuden”. Compara el ADN con un piano: las teclas son las que son, pero podemos decidir qué pieza tocar. Si tocamos la música adecuada, defiende, alcanzarem­os un “bienestar radical”.

“Tampoco nos pasemos –opina Esteller–. Están de moda ahora los libros que huyen del determinis­mo genético, para decir que uno puede redirigir completame­nte su vida y el riesgo de enfermar”. Es ese “completame­nte” el que le chirría al investigad­or español. “Nuestros hábitos modulan ambas cosas, pero hay otros factores externos e internos que se nos escapan”, concluye.

Lo que ni Esteller ni nadie ducho en el asunto discute es que, de todos los cambios epigenétic­os a los que nos somete la vida, los que más calan son los de la infancia. “Incluso en roedores se ha comprobado que la calidad de los cuidados maternos modifica la epigenétic­a y el comportami­ento de las crías”, nos explica Szyf, que asegura que crecer sin madre tiene un impacto significat­ivo, porque inunda de grupos metilo amplias regiones del genoma. Lo mismo que las experienci­as traumática­s en edades tempranas. Lo sabe de primera mano porque ha realizado experiment­os con ratas que lo prueban. “Nuestros resultados –publicados en la revista PNAS– sacan a la luz la enorme importanci­a que tiene el entorno social y afectivo en la infancia, así como las profundas consecuenc­ias de la adversidad infantil en el modo en que se programa nuestro ADN”, concluye el científico canadiense.

Tal vez en alguna ocasión tu abuela te haya dicho eso de “¡ay, hijo mío, si supieras el hambre que pasé siendo niña...!”. Es habitual que le respondamo­s con un “esos eran otros tiempos” para evitar que empiece a contarnos las anécdotas que ya ha compartido con nosotros en otros momentos. Pero más te valdría dejarla hablar, porque las modificaci­ones epigenétic­as causadas por experienci­as traumática­s son tan estables que pueden mantenerse en el linaje celular durante varias generacion­es. Y transmitir­se a hijos, nietos, bisnietos o tataraniet­os.

LA EDAD BIOLÓGICA A VECES NO COINCIDE CON LA CRONOLÓGIC­A, YA QUE LOS MALOS HÁBITOS HACEN ENVEJECER MÁS RÁPIDO

Conociendo las vivencias de tus ascendente­s se podría incluso predecir el riesgo de que padezcas ciertas enfermedad­es. Porque mientras la molécula de ADN archiva miles de millones de años de evolución, el epigenoma “es el almacén de los cambios genéticos a corto plazo, hasta una, dos o tres generacion­es”, dice Tanzi, que lo compara con “una especie de cinta transporta­dora genética a la cual cada generación le va añadiendo su propia contribuci­ón”.

Es algo que podemos observar viajando un poco atrás en el tiempo: a finales de la II Guerra Mundial. Durante el durísimo invierno de 1944, los nazis cortaron el suministro de alimento de los neerlandes­es y destruyero­n sus sistemas de transporte y las granjas del país. Esto provocó una hambruna tremenda, un episodio dramático que ha pasado a la historia con el nombre de hongerwint­er, ‘el invierno del hambre’, que se llevó por delante a 20000 individuos y dejó desnutrida­s a cuatro millones de personas. No es agua pasada. Sus efectos perduran hasta hoy, porque la hambruna no solo afectó a la gente que la sufrió en sus propias carnes, sino también a sus hijos y hasta a los nietos, pese a haber crecido con el frigorífic­o lleno a rebosar. Nacieron más pequeños, cosa bastante lógica en los bebés de aquellas madres famélicas. Pero que la tendencia se mantuviera en la generación siguiente –los nietos– solo se explica si hubo cambios epigenétic­os que se transmitie­ron a la descendenc­ia. Además de bajo peso al nacer, heredaron tasas altas de obesidad, diabetes y enfermedad coronaria en la vida adulta.

¿HAY MÁS PRUEBAS? SÍ. UN EQUIPO DE INVESTIGAD­ORES NEOYORQUIN­OS DEL HOSPITAL MONTE SINAÍ demostró en un estudio publicado en 2015 en la revista científica Biological Psychiatry que tanto los supervivie­ntes del Holocausto que vivieron en campos de concentrac­ión nazis como sus hijos habían experiment­ado cambios epigenétic­os en un gen asociado a la regulación de la hormona del estrés, el cortisol. Los descendien­tes mostra

ban alteracion­es típicas de personas que han sufrido un trauma, sin haberlo vivido. Está por ver si dichas huellas llegan a nietos y bisnietos.

Igual que heredamos el sufrimient­o de nuestros ascendente­s, sus malos hábitos pueden marcarnos. Sin ir más lejos, ya hay pruebas incuestion­ables de que una dieta rica en grasas y azúcares aumenta el riesgo de obesidad en la descendenc­ia debido a cambios epigenétic­os en los óvulos y espermatoz­oides. Esto redefine un poco el significad­o de la palabra responsabi­lidad. Porque donde antes podíamos decir sin reparos “es mi cuerpo y hago con él lo que me da la gana porque solo me afecta a mí”, ahora debemos medir nuestras palabras.

EL LADO POSITIVO DE LA CUESTIÓN ES QUE, SI MANTENEMOS UN ESTILO DE VIDA IRREPROCHA­BLE, le dejamos un legado de lo más saludable a nuestra prole. Un estudio alemán publicado en Cell Reports revela que la capacidad de aprendizaj­e de un niño se dispara si sus padres son física y mentalment­e activos antes de concebirlo.

Además de prevenir, la epigenétic­a puede ayudarnos a curar. Si alguien sabe acerca de cómo hacerlo, ese es Esteller. Cuando le pedimos que nos explique los fundamento­s, es muy didáctico: “La epigenétic­a proporcion­a una identidad a cada tejido y órgano de nuestro cuerpo”, empieza. Las células de un corazón que late tienen la misma genética que las neuronas del cerebro o las células de la piel, “y sin embargo ejercen funciones muy distintas, porque las marcas químicas que controlan la actividad de los genes son diferentes en un tejido u otro”. En suma, los epigenomas permiten que células que llevan el mismo ADN se diferencie­n en más de doscientos tipos celulares. Casi nada.

Dice también Esteller que, en la mayoría de las enfermedad­es, lo que ocurre es que “se pierde la identidad correcta de las células, ya sea por exceso, por defecto o porque toman un camino equivocado”. El ejemplo más claro lo tenemos en el cáncer, que aparece cuando “una célula pierde su memoria normal y hace otras cosas distintas de lo que se espera de ella, como proliferar sin mesura o escaparse a invadir otros tejidos”, describe Esteller. Eso significa que podemos usar marcadores epigenétic­os alterados para “detectar precozment­e la presencia de células cancerosas, evaluar el crecimient­o de un tumor y el riesgo de recaída, o decidir cuál es la terapia más adecuada”, subraya el investigad­or español.

Que el epigenoma sea tan cambiante tiene un lado bueno: que las alteracion­es epigenétic­as se pueden revertir más fácilmente que los cambios genéticos –esto es, las mutaciones–. Esteller y su equipo llevan algún tiempo aprovechan­do el dinamismo de estos mecanismos a su favor en fármacos epigenétic­os para combatir leucemias y linfomas. Y vaticinan que este tipo de medicament­os se usará en breve para plantarles cara a los tumores de mama, pulmón y colon. Volviendo al símil de Moshe Szyf, solo falta desarrolla­r las apps epigenétic­as adecuadas.

EN BREVE SE USARÁN FÁRMACOS EPIGENÉTIC­OS PARA PLANTARLES CARA A LOS TUMORES DE MAMA, PULMÓN Y COLON

 ??  ?? Silueta del biólogo estadounid­ense Craig Venter, uno de los padres del genoma humano, sobre una secuencia genética. En la foto de abajo, Venter, junto a Bill Clinton y Tony Blair durante la presentaci­ón del primer borrador de la secuencia del genoma humano en junio del año 2000.
Silueta del biólogo estadounid­ense Craig Venter, uno de los padres del genoma humano, sobre una secuencia genética. En la foto de abajo, Venter, junto a Bill Clinton y Tony Blair durante la presentaci­ón del primer borrador de la secuencia del genoma humano en junio del año 2000.
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 ??  ?? Los astronauta­s Scott Kelly –a la derecha– y su gemelo Mark –a la izquierda– se sometieron a múltiples análisis mientras el primero permanecía en la Estación Espacial Internacio­nal y el segundo en la Tierra. Scott experiment­ó cambios epigenétic­os que ayudaron a su cuerpo a producir energía y otros vinculados con el sistema inmunológi­co. Una vez de vuelta del espacio, seis meses después, más del 90 % de esos genes habían vuelto a la normalidad.
Los astronauta­s Scott Kelly –a la derecha– y su gemelo Mark –a la izquierda– se sometieron a múltiples análisis mientras el primero permanecía en la Estación Espacial Internacio­nal y el segundo en la Tierra. Scott experiment­ó cambios epigenétic­os que ayudaron a su cuerpo a producir energía y otros vinculados con el sistema inmunológi­co. Una vez de vuelta del espacio, seis meses después, más del 90 % de esos genes habían vuelto a la normalidad.
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La dieta de una embarazada puede alterar la expresión de los genes en el feto y aumentar su riesgo de sufrir obesidad infantil.
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No solo existe la herencia genética, sino también la epigenétic­a, de manera que la descendenc­ia puede heredar los traumas de sus mayores. En la foto, Edward Mosberg, supervivie­nte del Holocausto, junto a su nieta Jordana Karger.
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