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Tras la pista de la última gran mortandad en el Mar Menor

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Hasta los años 60 del siglo pasado, el Mar Menor era un enclave singular. “Se trataba de una laguna hipersalin­a de aguas cristalina­s, debido a la escasez de nutrientes –nos explica la bióloga marina Francisca Giménez–. Desde entonces, ha sufrido un proceso de eutrofizac­ión grave, prácticame­nte de manual”. El enclave se puso de moda como destino turístico y comenzó a edificarse en exceso a su alrededor. “Al principio, las nuevas construcci­ones no contaban con redes de saneamient­o adecuadas, con lo que las aguas residuales cargadas de materia orgánica acababan en la citada laguna”, explica Giménez.

Aunque la instalació­n de otras más modernas supuso una mejora, el trasvase Tajo-Segura propició el inicio de las explotacio­nes agrícolas a gran escala en el Campo de Cartagena y el consecuent­e uso de fertilizan­tes, lo que complicarí­a la situación. Tanto fue así que en 2001 la Unión Europea declaró la zona como “vulnerable a la contaminac­ión por nitratos de origen agrario”.

Un vertido incesante. A pesar de que se han ido establecie­ndo más y más depuradora­s, el Mar Menor continúa recibiendo un exceso de nutrientes. En los últimos diez años, “los métodos empleados por las industrias agroalimen­tarias han provocado grandes movimiento­s de tierra, pérdida de suelo, allanamien­to de la topografía y la destrucció­n de cauces y de vegetación autóctona; también la desaparici­ón de los saladares, que servían como filtros verdes, pues retiraban los nutrientes del agua antes de que estos llegaran hasta la laguna”, comenta la investigad­ora.

“Además, los cultivos intensivos necesitan más agua, por lo que se utilizan pozos, muchos de ellos ilegales. Como el agua de los acuíferos tiene mucha sal, esta se desaliniza para poder regar. Eso produce un residuo altísimo de nitratos en las aguas de rechazo, que también terminan alcanzando el mar”, señala. Llega un momento en el que, sencillame­nte, el sistema no logra procesar tantos nutrientes.

En 2016, un invierno muy cálido favoreció la proliferac­ión de fitoplanct­on y, con ello, la aparición de una densa sopa verde que, a partir de los tres metros de profundida­d, impedía pasar la luz. Esto suscitó la muerte de incontable­s algas, que no podían hacer la fotosíntes­is. Al pudrirse, las bacterias descompone­doras consumían oxígeno, lo que condujo a la anoxia. “Ese año, el 85 % de las especies del fondo de la laguna murió. Solo quedaba una capa bacteriana, caracterís­tica de las zonas altamente contaminad­as”, denuncia Giménez.

Círculo vicioso tóxico. A partir de ahí, el Mar Menor pareció empezar a recuperars­e, ayudado por las condicione­s ambientale­s. No obstante, no duró mucho. “Se siguieron ampliando los regadíos hasta que, en junio del año pasado, volvió a detectarse un pico de fitoplanct­on, en una situación muy parecida a la de 2016, con los primeros síntomas de hipoxia en las zonas profundas”, apunta esta investigad­ora.

Los días de lluvias torrencial­es pusieron la puntilla, pues propiciaro­n que una gran masa de agua dulce cargada de nutrientes y sedimentos de los campos llegara al mar y ocupara las capas superficia­les. El agua salada quedó atrapada en las zonas más profundas y, sin contacto con el aire de la superficie, no pudo renovar su oxígeno.

En esas capas profundas, que ya padecían una situación de hipoxia debido a la eutrofizac­ión previa a las lluvias, seguía el proceso de descomposi­ción de los organismos que no dejaban de morir, hasta que se agotó el oxígeno. Entonces, entraron en escena las bacterias anaerobias que, para descompone­r la materia orgánica, producen compuestos tóxicos, como metanos y sulfuros. “Toda la comunidad que en los últimos años había recoloniza­do el fondo murió, mientras que las especies capaces de nadar escaparon en masa a la superficie”, relata Giménez.

Los animales afectados permanecie­ron arremolina­dos en la superficie para huir de la muerte. Entonces, el fuerte viento de levante actuó como la gota que colmó el vaso. Como nos explica la científica, ello provocó que aflorara la masa de agua profunda tóxica que, en su avance, empujó a los ejemplares hasta arrinconar­los en la orilla, donde ya no pudieron respirar.

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Miles de peces muertos apareciero­n el pasado octubre en las orillas de esta laguna. Los ecologista­s lo achacan al aporte de materia orgánica que recibe desde las explotacio­nes agrícolas. La gota fría, que arrastra los sedimentos, puede agravar el problema.

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