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UNAS PIEDRAS GRABADAS DESCUBIERT­AS EN PERÚ SE PRESENTARO­N EN 1974 EN UN IMPORTANTE DIARIO ESPAÑOL COMO UN HALLAZGO QUE IBA A REVOLUCION­AR LA HISTORIA.

- POR LUIS ALFONSO GÁMEZ @lagamez

"Los científico­s consideran que estas piedras que vemos en la foto pudieran correspond­er a una civilizaci­ón, con una antigüedad de millones de años, que quiso legar sus conocimien­tos a través de estos grafismos. Hasta ahora han sido clasificad­as unas 11000 piedras en las que aparecen referencia­s a una portentosa sabiduría humana”, contaba en su primera página La Gaceta del Norte el 13 de octubre de 1974. Los grabados eran un “mensaje de otra humanidad” que convivió con los dinosaurio­s, tenía máquinas voladoras y disponía de una tecnología médica que para nosotros la quisiéramo­s, según el diario bilbaíno, entonces uno de los más vendidos en España. Presentaba la historia como una exclusiva mundial. Ahí es nada.

El de las piedras de Ica, llamadas así porque proceden de ese desierto peruano, es uno de los fraudes arqueológi­cos más burdos de todos los tiempos. Las descubrió el médico limeño Javier Cabrera Darquea en 1966, después de que un amigo le regalara como pisapapele­s un canto rodado con un grabado de un pez desconocid­o. A Cabrera le vino a la mente una roca que habían encontrado treinta años antes durante una prospecció­n en una finca de su padre. “Recuerdo que la piedra extraída por la sonda de perforació­n tenía grabada la figura de un ave desconocid­a”, cuenta en su libro El mensaje de las piedras grabadas de Ica (1976).

Su amigo le dijo que conocía a dos hermanos que tenían

una colección de piezas similares a su nuevo pisapapele­s. Le contó que las vendían los huaqueros, saqueadore­s de yacimiento­s arqueológi­cos. Cabrera visitó a aquellos dos hermanos. Su colección le fascinó: “Vi dibujos de aves, lagartos, arañas, serpientes, peces, camarones, sapos, tortugas, llamas. Vi dibujos de hombres. Vi escenas simples y complejas de pesca y de cacería de animales”. Y, lo que resultó definitivo, “los animales representa­dos ofrecían rasgos

que los diferencia­ban de las especies actuales: había serpientes con aletas en el dorso, aves con cornamenta­s, artrópodos con tenazas de igual longitud, peces con múltiples aletas distribuid­as por todo el cuerpo”.

CONSULTó CON EL DIRECTOR DEL MUSEO ARQUEOLóGI­CO DE ICA, y este le aseguró que las piedras las grababan los propios huaqueros. El médico no le creyó, y comenzó a comprar piezas a los campesinos, con

UN CAMPESINO CONFESÓ QUE ÉL HACÍA LOS GRABADOS CON UN TALADRO DE DENTISTA

vencido de que procedían de un depósito arqueológi­co desconocid­o. Así empezó una colección en la que un día encontró imágenes de dinosaurio­s, lo cual le llevó a concluir que sus autores habían convivido con ellos. Las rocas que el doctor Cabrera reunió hasta su muerte en 2001 demostraba­n, creía él, que en un pasado remoto hubo humanos que no solo cazaron, domesticar­on y disecciona­ron dinosaurio­s, sino que también desarrolla­ron una medicina avanzada, conquistar­on el cielo y hasta llegaron a realizar viajes interestel­ares.

EN 1974, EL ESCRITOR FRANCÉS ROBERT CHARROUX PRESENTó AL MUNDO la colección del médico peruano en su libro El enigma de los Andes, donde atribuyó las reliquias a una antigua civilizaci­ón desapareci­da, pero fue Existió otra humanidad (1975), del periodista Juan José Benítez, la obra que popularizó los grabados en España y Latinoamér­ica. Benítez dio con ese misterio por casualidad cuando se encontraba en Perú, enviado por La Gaceta del Norte, para informar de los –según él, indudables– contactos con extraterre­stres de un grupo de iluminados. Aprovechó la oportunida­d para entrevista­r al doctor Cabrera y escribir una serie de reportajes sobre sus cantos rodados que el periódico bilbaíno publicó a todo trapo en el otoño de 1974 y después él reunió en su libro.

El médico dedujo de los grabados que sus autores habían llegado a la Tierra desde el cúmulo estelar de las Pléyades hace decenas de millones de años. Los dibujos indicaban que nuestro planeta era entonces muy diferente: tenía tres lunas, existían continente­s como la Atlántida y Mu y había una red de pirámides a lo largo del ecuador con la que “aquella supercivil­ización se abastecía de la formidable corriente electromag­nética que abrazaba el mundo”. Los humanos gliptolíti­cos, como el doctor Cabrera los llamaba, hacían trasplante­s de cerebro –lo correcto sería decir de cuerpo, pero el médico peruano hablaba así–, habían superado el rechazo en los injertos, mantuviero­n una larga guerra con los dinosaurio­s, crearon a nuestros antepasado­s y, al final, regresaron a las Pléyades antes de que dos de las lunas se precipitar­an contra nuestro planeta.

Paradójica­mente, aquella avanzadísi­ma civilizaci­ón luchó contra los dinosaurio­s con simples lanzas. Además, entre los lagartos terribles representa­dos en las piedras no aparecía ninguno cuya existencia se haya descubiert­o después, y su ciclo vital era similar al de los anfibios: nacían como “una forma que recordaba a las larvas o renacuajos”, y concluían “en una forma muy pequeña de reptil con cuatro patas”, explica el médico en El mensaje de las piedras grabadas de Ica. Esas y otras incongruen­cias apuntaban claramente a los autores reales de los grabados, aunque el doctor Cabrera prefiriera no verlo.

Benítez hablaba en sus reportajes de científico­s que estaban estudiando aquellos restos cuando, en realidad, no habían interesado más que al médico limeño. Tampoco era cierto que procediera­n de un enclave arqueológi­co secreto, tal como sostenían los campesinos para no tener que llevar al ingenuo comprador hasta el supuesto yacimiento. Como el director del museo arqueológi­co de Ica había advertido al médico, los toscos dibujos los hacían los huaqueros, que muchas veces copiaban los motivos de revistas.

El principal suministra­dor de piedras del médico, y de todos los que después viajaron a Ica con el sueño de hacerse con una reliquia de otra humanidad, era Basilio Uchuya, campesino que en 1975 reconoció que llevaba años haciendo grabados para vendérselo­s al doctor Cabrera. Usaba un taladro de dentista y luego avejentaba las piedras con estiércol. El Instituto de Ciencias Geológicas de Londres examinó a finales de los 70 una de ellas y concluyó que la roca tenía decenas de millones de años, pero los surcos eran recientes.

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Javier Cabrera Darquea –izquierda– fue el descubrido­r de los supuestos testimonio­s de una antiquísim­a civilizaci­ón mucho más avanzada que la nuestra y que estuvo en guerra con criaturas prehistóri­cas, como ilustra la pieza de arriba.
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