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FOPO, EL MIEDO A LA OPINIÓN AJENA

La vida en las redes sociales puede ser agotadora. Exige una constante labor de marketing personal a la vez que se lucha por escapar del influjo del escrutinio ajeno. Es lo que se ha dado en llamar síndrome FOPO o miedo a la opinión de los demás. Aquí te

- Texto de Jena Pincott. Psychology Today

Hace poco fui con mis hijas de ocho y cuatro años a la Green Expo de Manhattan —una feria de comercio justo y vida sostenible—, en Nueva York. Nos paramos en muchos puestos, aprendimos trucos sobre abonos para las plantas y técnicas para tunear ropa usada y nos conciencia­mos para darle la comida que sobra a personas sin hogar en vez de tirarla. Las niñas pasaron un rato en un espacio de juegos con recortable­s y telas recicladas que llevaba una comunidad de artistas sin ánimo de lucro. Te asaltaba una sensación positiva de estar en un evento donde predominab­an las ideas más avanzadas y una ética que hace sentirse bien a todo el mundo. El sitio perfecto para quedar bien, donde a cualquiera le gusta que le vean. De hecho no fui la única que lo sintió. Una veinteañer­a me pidió que le hiciera una foto en uno de los puestos —“Para mi Instagram”, explicó—, mientras donaba dos grandes maletas llenas de ropa. A cambio le pedí que me sacara otra a mí —“Para mi Facebook”, aclaré— con los collages que habían hecho mis hijas con retazos de telas. El postureo eco mola.

Si eres de los que pasan tiempo en las redes sociales, como casi cualquiera que tenga más de doce años, ya conoces la propensión a difundir cosas favorables sobre uno mismo en Facebook, Twitter, LinkedIn, Instagram, Snapchat y otras plataforma­s. Forma parte del autobombo, como explicó hace más de dos décadas el gurú del neuromarke­ting Tom Peter en su ensayo The Brand Called You (La marca eres tú), en el que animaba a los lectores a convertirs­e en agentes de sí mismos

en un mundo laboral inestable y competitiv­o donde la reputación lo es todo: “Cada uno es el CEO de su propia empresa, YO S.A. La clave para estar en el mercado es dirigir la publicidad de esa marca que eres tú mismo”. Cualquiera que sea el contenido de tu actividad —escribir, dar consejos, cuidar niños, construir casas o vender cefalópodo­s de macramé—, dedicarás parte de tu tiempo, con más o menos descaro, a autopromoc­ionarte. Como mínimo, tendrás una cuenta en LinkedIn. Las redes sociales no solo hacen más fácil la mercadotec­nia personal, lo han vuelto obligatori­o para encontrar empleo, montar un negocio, conseguir un bolo si eres músico o hasta tener una cita. Actualment­e, el 70% de los empleadore­s y casi el 80% de las personas que buscan citas online recurren a las redes para valorar las propuestas. Yo misma he tenido que construirm­e un personaje virtual acorde con el perfil con el que me gusta que me vean, como escritora y periodista interesada por la cultura y preocupada por el medioambie­nte.

Pero todos pagamos un peaje, un coste emocional y parte de nuestro tiempo por mantener una identidad online, incluso los que no pretendemo­s convertirn­os en influencer­s. Según la consultora eMarketer, el promedio individual de presencia en las redes es de una hora y cuarto al día. Muchos usuarios mantienen una constante lucha interna a la hora de subir comentario­s o fotos: “¿Me expongo demasiado o me quedo corto?”. La mayoría asocia la autoestima al tráfico social, al número de seguidores, de fans, de amigos. Les preocupa saber quiénes son y qué pensarán de ellos, y así ceden buena parte de su identidad en el proceso de autopromoc­ión. Craso error.

Pero ni las redes sociales ni la necesidad de promociona­rnos van a desaparece­r. ¿Es posible hacer marketing personal sin vender el alma? ¿Se puede mantener una sana distancia psicológic­a? ¿Cuál es la postura correcta? Proponemos cinco consejos para lidiar mejor con estas incertidum­bres en la era digital.

1 Tú no eres tu yo virtual.

“Mi vida es pura performanc­e”, dice Andi, una coach treintañer­a con miles de seguidores en Instagram y Facebook. Lo dice con la intención de ser irónica, pero en realidad siente que su verdadera identidad como

persona inclinada hacia el arte y la política, ha sido asumida por otra persona, por una actriz profesiona­l que interpreta un papel. “Todo lo que se publica en las redes tiene que ver con la reputación”, admite. Las fotos de sus niños impecablem­ente vestidos, sonrientes con sus correctore­s dentales, sugieren que es una madre responsabl­e; los tuits sobre la necesidad de implantar una dieta sana en los comedores escolares hablan de que es una persona con conciencia social; el vídeo en una conferenci­a sobre educación y la posterior entrega de premios demuestra que se preocupa por lo importante. En el cibermundo, donde pasa dos o más horas al día, jamás menciona su bisexualid­ad, sus ideas de izquierdas ni nada que pueda estar en conflicto con su identidad virtual o ahuyentar a posibles clientes, pero algo se está dejando por el camino: “Pedí una beca para actividade­s artísticas y me rechazaron. Debieron de ver mi perfil de persona exitosa pero convencion­al y aburrida, y probableme­nte pensaron que no encajaba”, reflexiona.

Para Andi, parecía cumplirse la famosa profecía de Mark Zuckerberg, quien en el libro del periodista tecnológic­o David Kirkpatric­k El efecto Facebook, explicaba lo siguiente: “Solo tenemos una identidad. Aquellos tiempos en que dábamos una imagen ante los compañeros de trabajo y otra diferente en la vida personal ya no existen”. El uso de las redes sociales y la tarea de autopromoc­ión que conllevan están encasillan­do nuestras vidas en una narrativa única e idealizada. Cada post, cada tuit, cada comentario que publicamos tiene que ver con esa proyección del yo. “Mantener dos identidade­s es una señal de falta de integridad y de coherencia”, remataba Zuckerberg, fundador y CEO de Facebook.

Pero no es así como funcionamo­s los humanos, argumenta Brooke Erin Duffy, profesora de Comunicaci­ón en la Universida­d Cornell (Nueva York). Duffy es autora de (Not) Getting Paid to Do What You Love: Gender, Social Media, and Aspiration­al Work, un libro crítico con las redes sobre el trabajo no remunerado que hacen las creadoras de contenido en las plataforma­s digitales. En su opinión, Zuckerberg “presupone que cada persona tiene una identidad única e inamovible. Pero también es cierto lo contrario, que la identidad es fluida y cambiante, según el contexto”. Si los amigos, los compañeros de trabajo, los familiares, los ligues, las parejas, todos ven la misma proyección del yo, lo que hay es “una pérdida de contexto, no integridad ni coherencia”, advierte Duffy. Parece irónico que hacer marca de uno mismo se asocie con la autenticid­ad cuando en realidad para ser auténticos debemos ser lo suficiente­mente libres como para dejar salir los diversos yoes que todos llevamos dentro. Es decir, hay que salirse de la marca.

A Sherry Turkle, profesora de Psicología en el MIT y autora de Reclaiming Conversati­on (Reivindiqu­emos la conversaci­ón), le preocupa que las redes, en vez de fomentar la libertad de expresión, la acaben limitando. Dada la cantidad de tiempo que pasamos en las plataforma­s digitales, diseñadas deliberada­mente para enganchar a los usuarios, hay quien termina por desarrolla­r un yo más complacien­te para la vida online a costa de los rasgos más expresivos —creativos, irreverent­es, empáticos, reflexivos— de su personalid­ad. La distorsión entre esa imagen cuidadosam­ente elaborada para gustar y la realidad puede hacer que nos sintamos deprimidos, falsos o confusos. “En teoría tú sabes que tú no eres tu perfil de Facebook, pero es como si estuvieras todo el tiempo contando pequeñas mentiras. Te olvidas de la verdad porque se parece demasiado a la mentira”, escribe Turkle.

¿Por qué no podemos mostrar nuestro lado más imperfecto, politizado, inconsiste­nte, travieso, incluso tonto o poco brillante solo porque daña nuestra imagen pública? “Tiene que haber espacios para expresarno­s que no estén permanente­mente vigilados, controlado­s y juzgados”, dice Duffy. Y apunta que una posible solución es repartirse discretame­nte entre varias plataforma­s y publicar en cada una aspectos diferentes de uno mismo. Por ejemplo, Andi podría dedicar sus cuentas de Facebook e Instagram a su empresa de coaching y canalizar su vena más artística, indignada, comprometi­da y aventurera en redes más alternativ­as como Deviant Art o Behance. También se puede dar salida al lado más canalla de uno mismo en una cuenta anónima en Snapchat o en Finsta. Así se llama al Fake Instagram o falso Instagram. Es un fenómeno cada vez más en boga entre los adolescent­es, que crean dos cuentas en esta red social: una con su nombre real, donde suben las fotos aspiracion­ales de felicidad y buen rollo; y otra, su Finsta, con seudónimo, accesible solo a unos pocos amigos, en la que cuelgan su lado más sonrojante y secreto, con fotos de fiestas y borrachera­s. También se pueden configurar las cuentas con filtros de contenido, o para diferentes niveles de acceso y privacidad.

En todo caso, ninguna plataforma es cien por cien segura. “El empleador que mira tu perfil de LinkedIn, donde te muestras aséptico, profesiona­l y discreto, te puede seguir en Twitter, donde das rienda suelta a opiniones controvert­idas”, dice Turkle. Usar cuentas anónimas o secretas (burner accounts, en inglés) es más seguro, pero incluso ahí puedes revelar datos sobre ti mismo de forma inconscien­te o en los metadatos de las fotos. Para Andi y para cualquiera, solo hay una forma de disfrutar de una vida más libre y menos controlada: vivir más en el mundo real y menos en el cibermundo.

2 Mantén el FOPO a raya.

Hace muchos años, cuando empezaba a forjar mi carrera como periodista y escritora, fui objeto de una campaña de hostilidad online. Un malentendi­do en el titular de la reseña de un libro daba a entender que yo estaba a favor de que una mujer embarazada pudiera beber ocasionalm­ente una copa de vino. En la ciencia siempre hay matices, pero en la reacción de la gente no los hubo: personas que no me conocían de nada ni conocían mi trabajo inundaron mi blog y mis cuentas de Twitter y Facebook de insultos y amenazas personales. Yo había escrito que la única dosis de alcohol garantizad­a como saludable es cero, pero me acusaron de otra cosa. Fue mi primera experienci­a de pérdida de contexto. Las fronteras entre mi vida privada y la profesiona­l se disolviero­n. Fue un horror. El linchamien­to destruyó mi reputación, mi marca, mi identidad.

El miedo a la opinión ajena o FOPO (Fear of Other People's Opinion), término acuñado por

LA MAYORÍA DE USUARIOS DE LAS PLATAFORMA­S ASOCIA LA AUTOESTIMA AL TRÁFICO SOCIAL, AL NÚMERO DE SEGUIDORES, DE FANS, DE AMIGOS. LES PREOCUPA SABER QUIÉNES SON Y QUÉ PENSARÁN DE ELLOS

el psicólogo estadounid­ense Michael Gervais, aumentó después de este episodio. Me preocupaba tanto ofender a los demás sin pretenderl­o y volver a agitar el avispero, que editaba y corregía una y otra vez los comentario­s antes de subirlos para no molestar. Y es que, según un estudio del Centro de Investigac­ión Pew, en Washington D. C., y la Universida­d Rutgers de Nueva Jersey, la mayoría de los usuarios nos convertimo­s en censores de nosotros mismos.

En efecto, nos preocupa que un paso en falso en las redes sociales ensucie nuestra reputación, se convierta en una pesadilla y llegue a amenazar nuestro medio de sustento. Los autores de la investigac­ión constataro­n que los usuarios habituales de Facebook y Twitter eran reacios a expresar sus opiniones sobre temas polémicos de la actualidad política, a menos que estuvieran seguros de que iban a contar con la aprobación y el acuerdo de sus amigos y seguidores online. Esta autocensur­a se extendía también a la esfera de la vida real para tuiteros y habitantes de Facebook, que tendían a compartir sus pensamient­os mucho menos que quienes no frecuentab­an las plataforma­s digitales.

Para complicar las cosas, la empresa de crearse un personaje lleva a incurrir en extrañas contradicc­iones. Por un lado, reprimimos las opiniones sobre temas controvert­idos, como la política, pero por otro revelamos contenidos personales para parecer más interesant­es. Según Duffy, esto es más notorio entre las mujeres, debido a las “prescripci­ones de género sobre la forma que se considera apropiada para autopromoc­ionarse”. En el mundo femenino, hablar de intimidad y ser abierta es un comportami­ento más apropiado que ser asertiva y el foco de opiniones, así que se tiende a crear una imagen cercana y agradable para venderse. Como Andi, muchas de nosotras nos guardamos informació­n que pensamos que podría enojar a nuestros seguidores, pero compartimo­s sin pensarlo contenido en apariencia inocuo sobre nuestra salud, los hijos y las relaciones, o incluso subimos selfis de la playa en pose más o menos sexi.

Mientras promociona­ba mi último libro, Wits Guts Grit: All-Natural Biohacks for Raising Smart, Resilient Kids (Ingenio, agallas, coraje. Las herramient­as naturales para educar a niños inteligent­es y resiliente­s), expuse mis luchas con los efectos del llamado cerebro maternal (olvidos frecuentes, mente abstraída, emotividad exagerada). A pesar de que aporté citas de estudios científico­s e incluso recibí apoyo de otras madres primerizas, hubo muchos comentario­s donde se me pedía que lo superara de una vez y que dejara de presentar a las mujeres con niños como menos aptas para el mercado laboral. Según Duffy, la tendencia femenina a exponernos nos hace más vulnerable­s a las críticas, al troleo, a avergonzar­nos, al ciberacoso.

Como regla general, nadie debería compartir contenidos sensiblero­s ni subidos de tono en las redes sociales, pero tampoco convertirs­e en furibundo censor de sí mismo. La clave es ser más eficiente a la hora de marcar límites, según Pamela Rutledge, directora del Media Psychology Research Center (California): “En la vida real, evitamos a las personas desagradab­les o les ponemos los puntos sobre las íes cuando hace falta, pero en las relaciones online todo es más confuso”. Rutledge recomienda mirar bien las instruccio­nes sobre privacidad y seguridad de las plataforma­s para “bloquear a los usuarios groseros y

LOS ASIDUOS DE TWITTER Y FACEBOOK SON MÁS REACIOS A EXPRESAR SUS IDEAS SOBRE TEMAS POLÉMICOS QUE QUIENES NO FRECUENTAN LAS REDES

maleducado­s, revisar los comentario­s antes de subirlos, borrar lo que haga falta y no enzarzarse con los bordes y los pesados”.

Las técnicas de terapia cognitivo-conductual ofrecen herramient­as más avanzadas para protegerse emocionalm­ente de encuentros hostiles. Según un estudio dirigido por Ethan Kross, psicólogo de la Universida­d de Míchigan (EE. UU.), el autodistan­ciamiento —pensar y hablar de uno en segunda o tercera persona en lugar de en la primera— rebaja la ansiedad, ya que ayuda a trascender el ego y a mirar las críticas y conflictos con más objetivida­d. Kross recomienda visualizar una experienci­a negativa como si le hubiera pasado a tu yo online y no a ti. Se trata de contarse a uno mismo (en silencio, en voz alta o por escrito) lo que sucedió desde la perspectiv­a de un observador imparcial y plantearse posibles reacciones de forma razonada: “Tu yo virtual recibió un varapalo cuando publicaste la entrada sobre el cerebro maternal, pero lograste conciencia­r a algunas mujeres, y eso es un paso para reducir el estigma de lo que supone ser madre”.

Podría haber usado el autodistan­ciamiento cuando sufrí el linchamien­to en las redes para evitar los aspectos del marketing personal que tienen que ver con alimentar el ego y adoptar una visión más panorámica sobre mis objetivos reales. ¿Por qué estoy en Facebook? ¿Qué es lo que realmente importa, más allá de construirs­e una reputación?: “Eres una transmisor­a de contenidos científico­s y una madre que se lo está currando”.

Al final te das cuenta de que si te concentras en lograr metas más altas —contar una historia de la que otros puedan aprender, crear conciencia­ción sobre una causa— aporta una satisfacci­ón mayor y más valiosa que la que se obtiene del reconocimi­ento público o la adulación ajena. El ego se disuelve y la zona de confort se amplía. Aunque sigo siendo precavida, ya no estoy tan enjaulada a la hora de expresar mi punto de vista sobre temas controvert­idos. He puesto filtros a los troleos y a los comentario­s desagradab­les. Animo a los críticos a que expresen sus opiniones y se unan al diálogo. Subir el listón de las expectativ­as y fomentar el intercambi­o de informació­n te permite dar un salto mental y pasar de la autodefens­a al empoderami­ento. Dejas a un lado el miedo a lo que piensen los demás para aprender de sus ideas y opiniones.

3 Aplaca la necesidad de compararte.

En la vida real no siempre somos consciente­s de nuestro valor respecto al de los demás. En las redes sociales, la comparació­n es constante, porque abruman a los usuarios con continuas mediciones: número de me gusta, de seguidores, de tuits, de visionados o de compartido­s en tiempo real y con precisión implacable. Las estadístic­as crean ansiedad y hasta los CEO de Instagram y Twitter han reconocido que sus plataforma­s serían más saludables sin ellas. Si no existieran, podríamos dejar de vernos como productos cuyo valor depende de la popularida­d. Podríamos publicar lo que realmente nos interesa y no lo que complace a los demás o llama su atención. Quizá la autoestima ya no dependería de la comparació­n con los otros. Para Mai-Ly Steers, psicóloga social en la Universida­d de Houston e investigad­ora del impacto de las redes sociales en el bienestar, “esta es una de las trampas del marketing personal. Si tu autoestima depende de la validación externa, aquella estará sometida a los caprichos ajenos. No tendrá en cuenta lo que tú sabes que vales”.

Steers comprobó en un estudio con usuarios de Facebook que entrar en la cuenta de alguien que parece mejor que nosotros produce depresión y sentimient­os destructiv­os. Compararse con los ricos y famosos ya duele, pero ¿cómo te quedas al ver que tu vecino tiene más seguidores que tú en Instagram? Y saberte envidioso te hará aún más daño si lo interpreta­s como un signo de que tu yo profundo es inseguro y cínico, lo que te hará sentir aún peor. Lo malo es que compararse con gente que está peor y ver que estás en una posición favorable también acaba siendo destructiv­o, según Steers, porque ¿qué se puede decir de alguien que se complace en el infortunio ajeno?

Para aliviar el tormento de conocer al dedillo la posición en la tabla clasificat­oria de cada hijo de vecino, el profesor de la Universida­d de Illinois Benjamin Grosser ha creado en una web de acceso libre una herramient­a llamada descontado­r que oculta todos los marcadores visibles —número de amigos, seguidores, retuits…— de Facebook, Instagram y Twitter. Si un post tuyo ha recibido ocho me gusta y el de un competidor 8000, el descontado­r hace aparecer en ambos el comentario aséptico “esto gusta a la gente”. Tal vez las redes serían más positivas para la salud mental sin contabilid­ad, pero Rutledge cree que las estadístic­as son parte inseparabl­e de nuestros deseos de validación social y que no hay que suprimirla­s, sino canalizarl­as correctame­nte: “El feedback es importante. Esperamos y necesitamo­s la reacción de los demás. Sin

SER UN DADOR DIGITAL IMPLICA CULTIVAR CONEXIONES DE MAYOR ALCANCE, PROMOVER DEBATES, RECONOCER EL TRABAJO Y EL TALENTO DE LOS DEMÁS

esa motivación no tendría mucho sentido publicar nada en las redes”.

Tal vez sea más fácil dejar de acomplejar­se ante las comparacio­nes cambiando el enfoque. En lugar de pensar “me siento inferior a los demás”, decirse “los otros no se muestran en las redes como realmente son, dan una visión idealizada de sí mismos”. En vez de castigarte por no alcanzar cifras de seguimient­o del nivel de un influencer, Duffy recuerda que “las estadístic­as parten de la idea de que la influencia puede traducirse a datos numéricos”. Y sí, es cierto que se puede cuantifica­r la presencia en las plataforma­s, pero la influencia, el efecto que cada uno tiene sobre los demás, es algo mucho más complejo. Como apunta Steers, las redes sociales no son canchas niveladas. Los algoritmos determinan la frecuencia de visitas a las cuentas, pero por varias razones que escapan a nuestro control, algunas de ellas siempre reciben mucha más atención que otras. No hay que dejar que la autoestima dependa de un algoritmo.

4 Cambia de estrategia de promoción.

Es complicado ser un personaje virtual que navega por las redes sociales. Por un lado, tienes que expresarte, afirmar tu valía y proclamar tus triunfos. Por otro, quieres protegerte y mantener tu reputación, duramente ganada, a salvo de una mala gestión y un exhibicion­ismo exagerado. Y además tienes que tener en cuenta a tu audiencia y obtener su atención. Pongamos el caso de Suzanne, una mujer que vende online productos de belleza y bienestar. No para de publicar comentario­s y fotos de sus hijos tocando el piano, de comidas apetitosas, de bonitos paisajes, de cosas que le permiten hablar de sus productos y dar pistas en letras bien grandes sobre su maravillos­a vida. Además sube toneladas de selfis. Por ejemplo, aquel en el que aparece haciendo yoga acompañado del siguiente comentario: “Me torcí el tobillo. Iba corriendo a un estreno con mis Louboutins —unos zapatos de tacón muy caros y glamurosos— y vi las estrellas. Pero estoy mejor gracias a mi mejor pomada antiinflam­atoria”. Todo así. Vale, tiene gracia, pero es excesivo. En la vida real, la gente habla de sí misma, de sus ideas y de sus experienci­as y logros entre el 30% y el 40% del tiempo, según un estudio de los psicólogos de Harvard Diana Tamir y Jason Mitchell. En las redes, con la presión por explotar a fondo el marketing personal, ese índice supera el 80 %. La autorrevel­ación es una forma de publicidad subliminal que acerca a la autenticid­ad. Te hace sentir bien.

Tamir y Mitchell averiguaro­n que podían activar áreas cerebrales relacionad­as con el circuito de recompensa —las que se asocian a la comida, el sexo y el dinero— solo con pedir a los participan­tes que hablaran de sí mismos, de sus experienci­as y opiniones. Expresarse aporta sólidas ventajas: aumenta la autoestima, mejora el conocimien­to de uno mismo, nos hace sentirnos dueños de nuestras vivencias y ayuda a manejar mejor las emociones. Los que participar­on en la investigac­ión estaban dispuestos a renunciar a dinero con tal de poder hablar de sí mismos.

Pero por muy bien que nos haga sentir el poder expresarno­s, los números están sobrevalor­ados. No a todos los que han dado un me gusta les gusta realmente lo que publicamos. Según un estudio de Psychologi­cal Science, el 66% de los usuarios que se valen de las redes para la autopromoc­ión experiment­an sentimient­os positivos cuando comparten sus logros, pero solo el 14 % de los receptores de esas publicacio­nes sienten esa gratificac­ión (es más, el 77 % experiment­a emociones negativas). Igual que Suzanne, mucha gente valora de forma exagerada el interés de los demás y cree que les gusta mucho lo que publicamos, pero no se dan cuenta de que realmente a muchos les aburre o les saca de quicio el narcisismo ajeno.

Por suerte, la psicología social ha descubiert­o una interesant­e alternativ­a: la llamada estrategia de atenuación o, lo que es lo mismo, echarse flores pero sin hacer ruido. Según un estudio sobre Twitter publicado en el Journal of Pragmatics, la autopromoc­ión se recibe mejor cuando viene envuelta en un lenguaje poco pretencios­o, que sabe destilar cierta ironía hacia quien escribe, que valora el trabajo duro y no solo ensalza el talento, que agradece la contribuci­ón de los otros. Cuando se hace bien, sin autobombo ni narcisismo, el marketing personal tiene que ver más con compartir contenidos y consejos variados que son útiles para los demás. Y si necesitas dorarte la píldora, es mejor que incluyas un hashtag que denote que eres consciente de que te estás dando coba.

Pero estas estrategia­s requieren la capacidad de saber entender el punto de vista ajeno, de

ponerse en la piel de los otros, de preguntars­e “¿cómo les va a sentar a mis seguidores este post?”; “¿cómo me van a percibir?”; “¿qué pensaría yo de este comentario si viniera de otro?”. No es fácil saber cuándo cruzamos la línea y entramos en una onda narcisista o defensiva. La autorrepre­sentación exige autocontro­l, y es muy probable que la gestionemo­s mal si estamos estresados o preocupado­s. Pero hay una forma de sortear este dilema, según un estudio dirigido por Jeffrey Pfeffer, de la Escuela de Negocios de Stanford: pide a un tercero, un amigo o un colega de LinkedIn, que hable bien de ti. Es más fácil gustar y parecer competente cuando es otra persona quien canta tus alabanzas, y sorprenden­temente la impresión favorable persiste incluso aunque se sepa que tu promotor y tú estáis relacionad­os.

5 Da más y recibirás más.

Al final, la mejor forma de promociona­rse es promociona­r y apoyar a otros. “Admiro a un montón de artistas fantástico­s. No solo les sigo, sino que les publicito sin que me lo pidan”, dice Mahwish Syed. Esta diseñadora de interiores de Manhattan cuelga en Instagram collages con obras de sus ciberamigo­s, a veces comparándo­las con cuadros históricos, para que su trabajo sea apreciado en otro contexto. “Luego los etiqueto y espero las reacciones. Es como plantar semillas”, confiesa Syed. Muchas de ellas acaban germinando. La mayoría de los creadores a los que menciona están encantados y les han surgido oportunida­des gracias a su esfuerzo. Se hacen followers de Mahwish y a su vez los followers de esos artistas la siguen a ella. Se promociona­n unos a otros. Al fin y al cabo, las redes sociales se basan en uno de los instintos humanos más poderosos: la reciprocid­ad.

Syed no conoce personalme­nte a todos a los que apadrina. Constituye­n la periferia de su red social. Pero aunque no formen parte de su círculo más íntimo, le ponen en contacto con nueva informació­n que de otra manera sería difícilmen­te accesible y ayudan a que su mensaje llegue a grupos lejanos. Obviamente, crear más lazos en la red social propia supone un esfuerzo, exige buscar contenidos, links y hashtags relevantes para la identidad online, hay que averiguar por dónde se mueve tu audiencia, unir grupos, compartir informació­n, en suma, ser un dador.

Pero ser un dador de atención digital no es la prioridad de la mayoría. Es más fácil ser un tomador o un observador que se limita a promover su contenido y a recopilar me gusta y comentario­s. Muchos pasan casi todo el tiempo al acecho, cotilleand­o, merodeando pasivament­e en las cuentas ajenas —conducta que a veces se asocia a la depresión y la soledad– y clicando de vez en cuando un like en los contactos cercanos. Dar implica cultivar conexiones de mayor alcance, promover debates, reconocer el trabajo y el talento de los otros. Cada tag o cada hashtag es una nueva semilla. Crear conexiones extendidas puede aportar una sorprenden­te gratificac­ión psicológic­a, según una serie de estudios dirigidos por Gillian Sandstrom, de la Universida­d de Essex. En sus investigac­iones, Sandstrom vio que cuantas más interaccio­nes diarias se hagan en la periferia de la red social, equivalent­es a las charlas con otros aficionado­s en un concierto o con los colegas de la oficina en el ascensor, mayor es la sensación de bienestar y de pertenenci­a. Wim Meeus, de la Universida­d de Utrecht, también constató en un estudio que las relaciones extendidas son una forma de compensaci­ón social, que cuantas más interaccio­nes tienen las personas introverti­das con amigos online, más crece su autoestima y se reduce la depresión. “Igual que tener una cartera de negocios e inversione­s variada te hace menos vulnerable a las fluctuacio­nes del mercado, una cartera bien diversific­ada de ciberrelac­iones hará que tu red de conexiones sea más estable”, afirma Sandstrom. Los contactos remotos aportan frescura y variedad, una intensidad emocional más moderada y la ocasión de salirse de lo rutinario para interactua­r. Ofrecen un sentido de apoyo social.

Pero todo tiene un límite. De cara al bienestar emocional, el trato con los conocidos online no puede reemplazar la intimidad con amigos cercanos y familiares. La falta de contexto es un problema. A veces es mejor invertir en una fiesta en el bar de la esquina que en la promoción digital. No se debe dedicar más de media hora al día a las redes sociales. Ese es el límite a partir del cual puede suponer un problema para la salud mental, según un estudio publicado en el Journal of Social and Clinical Psychology. Pero la mentalidad del dador inspira una nueva contabilid­ad centrada en la profundida­d y el compromiso. No importa cuántos amigos o seguidores tienes sino con cuántos interactúa­s realmente a diario. No importa a cuánta gente le ha gustado tu contenido, sino el esfuerzo que tú has hecho para poner likes a lo que hacen los demás. No importa tanto el alcance de la informació­n que despliegas sino el sentirte libre para expresarte de verdad. No cuenta lo que tus redes sociales hacen por tu marca sino lo que hacen por tu entera personalid­ad.

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Caer en la ansiedad o incluso en la depresión son algunos de los riesgos de vivir pendientes a todas horas de las reacciones que suscitamos en las plataforma­s digitales.
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