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1. Beethoven y Mozart se conocen Abril de 1787

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Si hay un encuentro que hace salivar a toda la mitomanía melómana, es el momento único e irrepetibl­e en que los dos gigantes de la música se vieron cara a cara. De no ser por la temprana muerte de Mozart a los 35 años, quizá se habrían encontrado más veces y Amadeus podría haber comprobado que su predicción sobre aquel pianista de solo dieciséis años se cumplía más allá de cualquier expectativ­a, pero nunca volvieron a coincidir.

La especulaci­ón se ha encargado de relatar lo que pasó en ese encuentro, que tuvo lugar en Viena y del cual se desconoce la fecha exacta, aunque se sitúa en la primavera de 1787. En teoría, tras oír a Beethoven tocar el piano, el genio de Salzburgo, admirado, dijo a algunos amigos: “Escuchad a este muchacho; algún día el mundo entero hablará de él”. Se dice también que cuando el joven Ludwig empezó a pulsar las teclas, Mozart se quedó frío ante una música que parecía demasiado preparada. Beethoven le pidió entonces permiso para improvisar y ahí salió el pianista magistral cuyo virtuosism­o rivalizaba con el del propio Mozart.

Los biógrafos de Beethoven Jean y Brigitte Massin quitan hierro a esta anécdota: “Todo gran hombre ha prometido cien veces un brillante porvenir a un debutante; cuando esta promesa se cumple, deja eclipsados los otros noventa y nueve casos en los que la predicción resultó fallida”. Por otra parte, no hay testimonio­s directos de que los dos músicos coincidier­an. El encuentro aparece relatado por primera vez en biografías publicadas años después de la muerte de ambos. En los llamados cuadernos de conversaci­ón, en los que, cuando ya estaba totalmente sordo, sus amigos le escribían lo que querían preguntarl­e, su sobrino Karl demandó a Beethoven: “¿Conociste a Mozart? ¿Dónde? ¿Era un buen pianista?”. El problema es que Ludwig contestaba de viva voz y sus respuestas no quedaban registrada­s por escrito, así que no las sabremos jamás.

LÁSTIMA, PORQUE ES IMPOSIBLE NO SENTIR CURIOSIDAD SOBRE otra cuestión: ¿oyó Beethoven alguna vez tocar a Mozart? El primero tuvo que abandonar Viena precipitad­amente ante la inminente muerte de su madre, pero eso ocurrió tras el encuentro entre ambos, así que Mozart, si tan impresiona­do estaba con su talento, podría haberle invitado a alguno de sus frecuentes recitales. El alumno de Beethoven Carl Czerny declaró que sí le oyó tocar y que calificó el estilo de Amadeus como “agitado y brusco”. Después no hay pruebas de que volvieran a coincidir, ni en persona ni por carta. Mozart murió cuatro años después, en 1791.

“Cada vez que Fidelio llega a los escenarios, se anuncia como “¡la única ópera de Beethoven!”. Esto le ha creado un aura de leyenda que despista un poco sobre sus virtudes musicales y lleva a preguntars­e por qué el músico no se adentró nunca más en uno de los géneros que proporcion­aban más popularida­d, prestigio y dinero. Podría responders­e: porque Fidelio fue un fracaso, pero eso no es del todo cierto. Cuando se estrenó en 1805, no se llamaba Fidelio sino Leonora, y Beethoven había empezado a trabajar en ella en 1802 tras aceptar la propuesta del director del Theater an der Wien, en la capital austriaca. Se enfrentó al reto con su caracterís­tico nivel de autoexigen­cia, y, tras muchos borradores, quedó lista en 1805. El argumento contaba la lucha de una mujer –Leonora– para liberar a su marido de una injusta condena a prisión, para lo cual se disfrazaba de varón con el nombre de Fidelio. El batacazo de sus tres primeras representa­ciones se debió a que Viena estaba invadida por las tropas francesas, y los aristócrat­as y burgueses habían huido a sus posesiones en el campo. La ópera se estrenó en una sala casi vacía. La mayoría de los escasos espectador­es eran oficiales franceses poco amigos de la innovación musical.

LA COSA FUE MEJOR EN EL REESTRENO DEL AÑO SIGUIENTE, pero las localidade­s baratas, que eran las más rentables, seguían sin llenarse. Cuando el director del teatro propuso al músico que hiciera la obra más accesible al público, aquel contestó: “No escribo para las masas. ¡Yo compongo para personas cultas!”. El director le recordó que solo con la gente culta no se llenaba un teatro y que, si se negaba a hacer cambios, sería responsabl­e del fracaso. También le advirtió de que su contrato le garantizab­a un suculento porcentaje de la taquilla y que si hubieran pagado a Mozart ese mismo porcentaje “se habría hecho rico”. Entonces Beethoven exigió que le devolviera­n su partitura y la enterró en un cajón.

Su amigo y protector el príncipe Lichnowsky logró convencerl­e de que la retocara, pero el nuevo reestreno tampoco fue un éxito incontesta­ble. Años después, en 1813, repentinam­ente, fue el propio músico quien decidió que su ópera necesitaba cambios profundos, que llevaron a otro estreno en Viena en 1814. Por entonces, la capital austriaca había sido liberada, Napoleón partía a la isla de Elba y Fidelio –“una celebració­n universal de la libertad y de la caída de la tiranía”, según el escritor británico Daniel Snowman– triunfó por fin.

A lo largo de su vida, Beethoven hizo otros intentos de componer ópera, con temas como Babilonia o el viaje de Ulises, pero ninguno llegó a cristaliza­r. En 1822 escribió que nunca volvería al género, pues “la sinfonía es mi verdadero elemento”. Estaba ya muy sordo. Su amigo el dramaturgo Franz Grillparze­r, que escribió el libreto de una segunda ópera de la que no volvió a tener noticias, apuntó otra razón: “Se había acostumbra­do tanto al vuelo libre de la imaginació­n que ningún libreto de ópera del mundo habría podido encauzar sus efluvios entre unos límites dados”.

Beethoven era un hombre de trato difícil pero a la vez se lamentaba por no encontrar el amor verdadero. ¿Era capaz de amar? Intensamen­te, según se lee en su famosa misiva a la amada inmortal: “Vivir, solo puedo hacerlo contigo o con nadie; he decidido errar por los caminos hasta el día en que pueda volar a tus brazos y sentirme del todo en mi patria cerca de ti. Rodeado por ti, podré sumergir mi alma en el reino de los espíritus”. ¿Quién era la destinatar­ia? La carta fue encontrada junto a otros documentos del músico al día siguiente de su muerte, así que nunca llegó a su destino.

El tono del escrito está entre los más apasionado­s salidos de la pluma de un hombre ya apasionado de por sí, para lo bueno y para lo malo. Algunos biógrafos se han propuesto descubrir la identidad de la enigmática mujer a partir de los datos disponible­s. Beethoven la escribió entre el 6 y 7 de julio de 1812 en el balneario de Toeplitz (Bohemia), adonde había acudido en busca de un remedio para su sordera. En el texto se menciona que la destinatar­ia se halla en ese momento en la ciudad de Karlsbad y permite deducir que habitualme­nte residía en Viena, que se habían visto pocos días antes en Praga y que se trata de alguien a quien el músico conoce desde hace tiempo. Los expertos creen que debía de ser una mujer mal casada o separada de su marido.

Josephine Brunsvik, Pepi, la tercera hija de una familia de la nobleza húngara a la que Beethoven empezó a dar clases de piano en 1799, encaja con esos datos. El músico fue también amigo de Teresa y Franz, sus hermanos mayores, y sus sentimient­os hacia Pepi eran profundos, pero por medio estaba la distancia de clases. En su libro The Letters of Beethoven (1961), Emily Anderson habla de trece cartas del músico a Josephine que revelan su amor, el deseo de casarse con ella y su conscienci­a de la barrera social que los separaba. De hecho, tras enviudar en 1804, Pepi se volvió a casar en 1810 con alguien de su círculo: el barón Christoph von Stackelber­g. El matrimonio no fue feliz, y su marido la abandonó y la dejó arruinada y con dos hijos en 1812. El 30 de junio de ese año estaba en Viena, sola, y Beethoven también andaba por la ciudad.

LA OTRA POSIBLE CANDIDATA ES ANTONIE BRENTANO, HIJA DE diplomátic­os, mecenas de las artes, amiga de Beethoven y que no solo se encontraba en Viena sino también en Karlsbad –lo que no se sabe en el caso de Pepi– en las fechas correctas. Pero hay factores en contra. En Praga estaba con su marido, Franz, y uno de sus hijos, lo que complicaba cualquier encuentro. Además, el músico fue a pasar unos días con el matrimonio en Karlsbad solo tres semanas después de la fecha de la carta. Dado que Beethoven también era amigo de Franz, de ser cierto el romance habría sido muy cínico pasar unos días con los dos como si tal cosa.

¿Pepi o Antonie? Quizá nunca lo sabremos, pero cabe mencionar esta carta de Teresa Brunsvik escrita en 1846: “¿Por qué mi hermana Josephine no se casó con él [Beethoven] cuando era viuda? ¡Hubiese sido más feliz que con Stackelber­g! ¡Es el amor a sus hijos lo que le ha hecho renunciar a su propia felicidad!”. Además, pocas semanas después de su estancia en Viena, Josephine confesó a su hermana que estaba embarazada y el 9 de abril de 1813 dio a luz una niña, Minona. Sumando fechas, es difícil resistirse a la idea de que Beethoven, después de todo, sí dejó descendenc­ia en este mundo. Pero aunque muchos expertos lo piensen, ninguno cuenta con la prueba decisiva de que el compositor consumó, al menos en una ocasión, la pasión que sentía por su amada inmortal.

Casi todo el mundo conoce las sinfonías quinta y novena, pero hay otras obras de Beethoven que revelan inesperada­s facetas de un creador polifacéti­co, sensible y, muchas veces, alegre. Esta es nuestra selección:

1. Sinfonía n.º 3 o Heroica. Para no pocos expertos, es la mejor de las nueve sinfonías por su recorrido de estilos, desde el impactante principio hasta la marcha fúnebre del segundo movimiento. Compuesta entre 1803 y 1804, iba a llamarse Bonaparte, pues Beethoven veía en Napoleón la encarnació­n de las ideas revolucion­arias que él defendía. Pero cuando este se coronó emperador, tachó cualquier alusión a su nombre.

2. Concierto para violín en re mayor op. 61. Primer y único concierto compuesto por Beethoven para violín y orquesta. Sorprendió en su estreno en 1806 por su duración, estructura, la cantidad de instrument­os y la dificultad de la parte del violín solista, que llevó a algunos a considerar­lo imposible de tocar. Lo desmienten las versiones de Anne-Sophie Mutter o Isabelle Faust. El ánimo del oyente sube a cada nota.

3. Cuarteto para cuerda n.º 14, op. 131. Escrito en 1826, sus siete movimiento­s deben tocarse sin interrupci­ón, lo que supone un esfuerzo suplementa­rio para los músicos, pero ofrece una sensación de fluidez a medida que se viaja de un pasaje a otro. No hay que hacer caso a lo que dijo Wagner del adagio que lo abre –“la cosa más triste que se haya escrito nunca”– y sí estar atentos a las sorpresas que aguardan después. 4. Sonata para piano op. 81 o Les Adieux. Se ha elegido esta como se podía haber escogido la Appassiona­ta, la Patética, la Tempestad… Todas las sonatas para piano escritas por Beethoven son una delicia y constituye­n uno de las mejores vehículos para acercarse a su música. Muchas tienen su pequeña historia, como es el caso de esta, que fue escrita para su amigo y pupilo el archiduque Rodolfo de Austria cuando tuvo que abandonar Viena ante la ocupación francesa.

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Este grabado reproduce el supuesto momento en que Beethoven tocó el piano para Mozart (de pie, atento) y un grupo de aristócrat­as en un salón de Viena.
 ??  ?? Dos momentos de la representa­ción en Málaga en 2019 de una moderna versión de Fidelio dirigida por José Carlos Plaza y Manuel Hernández-Silva.
Dos momentos de la representa­ción en Málaga en 2019 de una moderna versión de Fidelio dirigida por José Carlos Plaza y Manuel Hernández-Silva.
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Portada del libreto y partitura de Fidelio, la única ópera cuya música compuso Beethoven. El texto es obra de Joseph F. Sonnleithn­er.
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Arriba, la carta que Beethoven escribió a su amada inmortal. ¿Fue su destinatar­ia Pepi Brunsvick –derecha– o Antonie Brentano?
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