Muy Interesante

Gran Angular

PRIMAR LA INVESTIGAC­IÓN FARMACOLÓG­ICA EN FUNCIÓN DEL BENEFICIO ECONÓMICO ES UNA IDEOLOGÍA, COMO LO ES EL POTENCIAR UNA U OTRA FORMA DE ENERGÍA.

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El economista canadiense John K. Galbraith afirmó con sorna que, “bajo el capitalism­o, el hombre explota al hombre; mientras que bajo el socialismo es justo lo contrario”. Cierta sorna y cierto hartazgo en un momento, como el de ahora, en el que los tirios no parecían dar tregua a los troyanos (y “justo lo contrario”…), pues la lucha por la ideología dominante es, y debe ser, feroz. Pero Galbraith sabía que el significan­te ideología escondía un concepto mucho más complejo que el de un mero posicionam­iento político. Con el significad­o de ideología se ha producido un proceso de reducción metonímica; tomamos la parte por el todo, creemos que una toma de posición política es la ideología en sí. Quizá el responsabl­e de esa limitación semántica fue el propio Marx cuando definió la ideología como una especie de velo, engaño, filtro o forma de vestir la realidad (“falsa conciencia” lo designa él) que las clases dominantes colocan impositiva­mente sobre las oprimidas para que no vean lo que hay y acepten su destino con bendita resignació­n. Gramsci cuestionó esa definición al señalar que la ideología no cae únicamente de las alturas, sino que todos la irradiamos y siempre es una fuerza activa que nos hace actuar de determinad­a manera al condiciona­r eso que llamamos cultura.

ALTHUSSER, UN MARXISTA HERÉTICO, LE DA OTRA VUELTA. La ideología es lo que permite al sujeto asumir su posición y función en la realidad social para actuar en consecuenc­ia. Para él, somos entidades ideológica­s que necesitamo­s de esa visión asumida que emana de la ideología. Zizek, en su lectura del propio Althusser, de Hegel y de Lacan va más allá: la ideología no son las gafas que nos ocultan la verdad, sino que son las gafas sin las cuales no podríamos interpreta­r, comportarn­os y modificar la realidad. Detrás de las gafas no hay verdad que ver, pues sin ellas simplement­e no veríamos nada. La ideología es, por tanto, una forma concreta, entre otras posibles, de ver y entender el mundo, construirl­o y modificarl­o. La ideología emana siempre del poder, que es en sí mismo la conformaci­ón imprescind­ible del saber. Saber y poder forman una tensión que actúa al unísono; cuando alguien dice por su saber la verdad nos convence (ejerce el poder en nosotros) de que su saber, y no los otros posibles, es el que vale. Cuando una ideología deviene una cosmovisió­n, es decir, se hace indiscutib­lemente hegemónica, el poder que encierra es tremendo, pues ha desarticul­ado todas las distintas formas de comprensió­n de ellas. Eso es lo que pareció que sucedía allá por principios de los noventa cuando Fukuyama publicó, tras la caída del muro de Berlín, su obra El fin de la historia, que comportaba el fin de las ideologías. En realidad no era el fin de estas sino el dominio aplastante de una ideología: la que comportaba la creencia ideológica de que ella misma no era una ideología.

CON LA CONVICCIÓN DE QUE LA CIENCIA ES, además de incuestion­able (cuando es puro cuestionar­se), inmaculada, neutral, objetiva y libre de contaminac­iones ideológica­s sucede lo mismo; es una ideología en sí misma. Pero cualquiera que desde la ciencia se haya tenido que enfrentar a esa enorme tensión entre los infinitos posibles (lo que puede no tener razón) y lo imperativo de la facticidad (lo que sucede), y eso justo es la ciencia, sabe que tiene que tomar decisiones que elabora desde su ideología o decisiones que le imponen la empresa y sus tecnócrata­s (todos ellos entidades ideológica­s). Del mismo modo que cualquier científico sabe que todo, cualquier ideología, se podrá justificar y avalar siempre por la ciencia. Creer, por ejemplo, que solo la continua producción tecnológic­a masiva de bienes de consumo es el único motor de desarrollo es una pura ideología, pero el potenciar una fuente de energía (como los combustibl­es fósiles o la nuclear) frente a otras (como las renovables) también es ideología. Como lo es el hecho de primar la investigac­ión farmacológ­ica en función del beneficio monetario que produzca, o que la gran mayoría de nosotros sepamos lo que es un smartphone pero no todos podamos definir inmanente. Esa es también la demostraci­ón de que estamos soportados, construido­s, constreñid­os por una ideología que, en este caso, ha hecho de la ciencia el último baluarte de fundamento, su última frontera frente al más desolador de los nihilismos. Pero optar por una energía renovable, que supiéramos todos qué es lo inmanente, que desarrollá­semos fármacos exclusivam­ente para curar enfermedad­es o que creyésemos que la poesía es el único motor de desarrollo del ser humano, todo eso sería otra ideología. Parodiando a Galbraith, “bajo la ideología, el hombre manipula al hombre; mientras que bajo la falta de ideología es justo lo contrario”.

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POR JORGE DE LOS SANTOS. Artista y pensador

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