Días contados
EN OCASIONES, ESTAS ESPECTACULARES LUMINISCENCIAS NATURALES PUEDEN OBSERVARSE DESDE PUNTOS SITUADOS MUCHO MÁS AL SUR DE LO QUE SUELE SER HABITUAL. EN 1870, UNO DE ESTOS FENÓMENOS SORPRENDIÓ –Y SOBRECOGIÓ– A LA POBLACIÓN ESPAÑOLA.
La primera detección de una aurora boreal de la que se tiene constancia en España posiblemente tuvo lugar en 1701, cuando el matemático y teólogo Tomás Vicente Tosca dejó escrito que “se vio un resplandor luminoso e intenso en Valencia durante la noche”. A lo largo de aquel siglo XVIII, se contaron unos ochenta episodios de lo que por entonces todavía se denominaba luz zodiacal, hasta en diez localidades distintas. Durante la primera mitad de la siguiente centuria ya se mencionaban las auroras boreales en los fenómenos luminosos nocturnos observados en Valladolid, Valencia, Cádiz, La Coruña o Cartagena. Tiene especial importancia la ocurrida en 1870, pues llegó a ofrecer tonos verdosos, cuando las escasas auroras en nuestras latitudes suelen manifestar exclusivamente colores rojizos. Pudo contemplarse desde numerosos puntos de Europa, Estados Unidos, Oriente Medio e incluso Brasil. En España, fue estudiada por el físico y químico asturiano Máximo Fuertes Acevedo, catedrático en el Instituto de Santander, que describió la aurora de aquel 24 de octubre de un color uniforme rojo intenso, como “el reflejo de un inmenso fuego”. En la del día siguiente, cuando el fenómeno se presentó con mayor dinamismo, señaló que formaba “brillantes claraboyas hacia el norte de un color violeta rojizo”.
Las crónicas de la época reflejan la escasa comprensión que se tenía de ellas, en una sociedad en que el vulgo las relacionaba con anuncios de guerras, pestes y otras desgracias. En el diario La Época se decía: “¿Qué relación hay entre las auroras boreales y los trastornos y las desdichas terrenales? De cierto no lo sabemos”; y en El Imparcial se podía leer: “Las auroras boreales han sido objeto constante de preocupaciones mantenidas por la ignorancia, y que han tenido muy poco cuidado en desvanecer aquellos que […]
están en el deber de enseñar a distinguir lo que es sobrenatural de aquello que está sujeto a las leyes físicas de la naturaleza”. Algunos medios, de hecho, ya sostenían que, aunque no se conocía su causa, debían estar relacionadas con el magnetismo terrestre, pues se correspondían con alteraciones en las brújulas.
LOS REGISTROS GEOMAGNéTICOS REVELAN QUE AQUELLOS DOS DíAS TUVIERON LUGAR SENDAS TORMENTAS SOLARES DE ALTA INTENSIDAD, y existen fotografías del Sol que exhiben manchas de larga duración, lo que avala esa relación. Desde esas manchas se libera al espacio el viento solar, un flujo de electrones y otras partículas con carga eléctrica. Cuando interacciona con el campo magnético terrestre se desvían hacia los polos, y si entra en contacto con los gases atmosféricos, se producen las auroras. La luz surge de la vuelta a su estado normal de los átomos que han sido excitados por la acción del citado viento solar.
Una aurora típica tiene lugar a una altura de entre 250 y 400 kilómetros, pero las tormentas solares especialmente potentes generan electrones muy energéticos, capaces de llegar hasta los 90 kilómetros sobre la superficie. Es lo que sucedió en 1870, como sugiere la manifestación de tonos violeta y verdosos, procedentes de las emisiones del oxígeno y el nitrógeno molecular atmosféricos. Los electrones lentos dan como resultado excitaciones menos energéticas, que devienen en colores rojizos.
El 25 de enero de 1938 tuvo lugar otra célebre aurora boreal que pudo ser observada en España. En todo caso, su frecuencia depende del Sol, y es mayor alrededor de dos o tres años antes o después de su máxima actividad. Como sabemos, esto se repite en ciclos de unos once años. La última vez sucedió en 2014, por lo que entre 2023 y 2027 tendremos más posibilidades de ver alguna, quizá incluso desde nuestras latitudes.