LA CATÁSTROFE, EL MIEDO Y LA DIGNIDAD
LOS GRIEGOS ANTIGUOS LLAMABAN A UN ÚLTIMO, INESPERADO Y SÚBITO GIRO, KATASTROPHÉ. ERA UN DESENLACE CONVULSO, UN DAR LA VUELTA (STROPHE) HACIA ABAJO, HACIA EL ABISMO (KATA). TRAS LA KATASTROPHÉ, TODO QUEDA ABATIDO, TUMBADO, DEL REVÉS. CUANDO LAS CATÁSTROFES SE SUCEDEN, O LO PARECE, LOS HUMANOS NOS DEFENDEMOS.
En el origen está el miedo. Los mecanismos que desencadenan nuestros miedos suelen operar de tres formas. La primera es la de un juicio real sobre un acontecimiento real: “Estoy navegando, hay tormenta y un rayo ha partido el mástil”. La segunda es un juicio predictivo sobre un acontecimiento real: “Estoy navegando, hay tormenta y posiblemente un rayo me parta el mástil”. La tercera es un juicio predictivo sobre un acontecimiento predictivo: “Si salgo a navegar, habrá tormenta y quizá un rayo parta el mástil”.
La mayoría de los miedos se desencadenan a través de este último proceder proyectivo. Cuando Proust escribe “lo peor no es pensar que Albertina me ha dejado sino saber que me ha dejado”, se refiere a eso. ¿Cuántas veces ha sentido miedo de que Albertina lo abandone antes de que de verdad lo abandone? Nuestra existencia representativa que se proyecta al porvenir nos hace temer doblemente no solo cuando sucede la catástrofe sino cuando creemos que puede suceder. Pero el miedo tiene también una doble y perversa condición. Nos introduce por un lado en una lógica de lo peor. Cualquier gesto o acontecimiento es sometido al entendimiento de que es una confirmación de que lo catastrófico va efectivamente a suceder. Por otro lado, tiene un extrañísimo carácter performativo: genera, como un deseo, las bases para que lo que se teme que suceda acabe sucediendo. La crispación por tener un accidente aumenta las probabilidades de accidentarse.
Respetar es volver a mirar, echar la vista atrás de manera que a través del entendimiento podamos establecer la medida de aquello que se nos ha arrojado delante (el problema) y que exige ser afrontado. Cuando la catástrofe se produce hay que tener miedo con la misma urgencia con la que hay que transformarlo en respeto. En caso contrario caeremos en el pánico de una analítica apocalíptica, milenarista, en un catastrofismo que es la manifestación de que la lógica de lo peor se ha impuesto y nuestra capacidad de análisis se debilita. Y esto tiene un inconveniente; la resistencia a asumir lo que sucede. Las defensas colectivas, similares a los mecanismos defensivos del yo ya catalogados por el psicoanálisis freudiano, aunque son efectivas en su misión protectora tienen algo de pueriles porque no están diseñadas para buscar la verdad sino para defenderse. Desde la negación –nada sucede (o no sucede lo evidente) y por tanto de nada hay que defenderse (o no hay que defenderse de lo evidente)– a la proyección: la imposibilidad de admitir que hay fuerzas ciegas fuera de nuestro control o que nuestras posibilidades reales de intervención son escasas o mal dirigidas se proyecta en una falsa causa de la desgracia que tiene que ser única, inequívoca y externa. Es la condensación de signos a través de una racionalidad instrumental o mágica en el complot, la conspiración, la conjura de un enemigo pintoresco y mítico pero cuasi invencible. A esas defensas, no lo olvidemos, solo las mueve una cosa: el miedo.
PERO TAMBIÉN EN LAS CATÁSTROFES EMERGE UNA PARTICULAR forma de resistencia a perder la propiedad de lo que somos: la dignidad, el reconocimiento de lo que nos es propio. Tan particular y poderosa, aunque a veces muy discreta, que puede sobreponerse al miedo que nos desarticula y llevarlo al respeto que nos vuelve a articular. Es una actitud de enfrentamiento, no de evasión y es una valentía ética que sabe que mi dignidad es saber preservar la tuya (las UCI, por ejemplo, son templos de dignidad). Es un insuflar ánimo, volver a meter el alma en el cuerpo, la propiedad humana en el entendimiento y es retirar el miedo sin negar el problema por parte de alguien que sabe que un día va a caer muerto aunque no tenga dónde hacerlo. La dignidad es algo muy concreto: la manera humana de afrontar la catástrofe, sin imbecilidades ni trucos de trileros ni recurrir a los elfos.
La dignidad posibilita pensar y crear las bases para transformar el giro que abate de la catástrofe en la incorporación de la aristotélica peripecia. Si en la Divina comedia fue la mano de Virgilio la que sujetó la de Dante en la ascensión desde el infierno, la dignidad será la única que pueda guiar ahora las nuestras.
“La mayoría de los miedos se desencadenan a través de la proyección de que la catástrofe va a ocurrir inevitablemente”