La generación espontánea
En la antigüedad los hombres observaban que pequeños animales y plantas parecían surgir de repente del barro como por arte de magia. Intrigado, el filósofo griego Aristóteles sugirió que aparecían por generación espontánea, aprovechando la fuerza vital que liberaba la putrefacción. Durante dos milenios, nadie cuestionó esta idea, que adquirió la categoría de dogma. Pero en el siglo XVII se empezó a pensarse que no tenía una base firme y era fruto de una exploración superficial. El italiano Francesco Redi mostró que en los frascos herméticamente cerrados en los que se introducían alimentos no se criaban gusanos, mientras que en los abiertos sí, porque las moscas ponían huevos. Su compatriota Lazzaro Spallanzani demostró que cuando se esterilizaban las muestras no aparecían microorganismos. Finalmente, en 1859, Louis Pasteur llevó a cabo en la Academia de Ciencias de Paris su célebre experimento de los matraces de cuello de cisne, unos recipientes de vidrio terminados en tubos acodados que dificultaban el paso de los microbios y permitían a la vez que el aire circulase libremente. El hecho de que los cultivos no se estropeasen si los matraces no se rompían demostró más allá de toda duda la inexistencia de la generación espontánea. Los descubrimientos posteriores acerca de las bases bioquímicas de la vida terminaron de enterrar la teoría de la abiogénesis y se impuso la certeza de que toda forma de vida debe originarse a partir de otra preexistente.