Las miasmas
En el mundo grecorromano se pensaba que las epidemias y pestes eran una suerte de castigo divino protagonizado por la miasma o contaminación, un vapor o aire maligno que solo podía contrarrestarse con rituales y sacrificios. La creencia fue formulada en términos más científicos en el siglo XVII por el médico inglés Thomas Sydenham y por su colega italiano Giovanni María Lancisi, según los cuales las emanaciones fétidas de los suelos y las aguas impuras eran la causa de muchas dolencias.
Esta teoría miasmática de la enfermedad fue retomada en el siglo XIX por el químico alemán Justus von Liebig, quien aseguraba que la fermentación de la sangre producía gases tóxicos responsables de la viruela, el cólera o la sífilis que se combinaban con los que se desprendían en la descomposición de la materia orgánica. La teoría fue comúnmente aceptada durante mucho tiempo porque parecía explicar por qué las epidemias golpeaban con fuerza los suburbios de las ciudades, zonas en las que se acumulaba la basura y el mal olor. Sin embargo, a partir de mediados del siglo XIX tuvo que enfrentarse con la teoría microbiana de las enfermedades infecciosas, que afirmaba que los microorganismos eran los causantes de las epidemias.
En 1835, el médico italiano Agostino Bassi demostró que la muscardina, una dolencia que aqueja a los insectos, era provocada por hongos microscópicos y luego Louis Pasteur puso las bases de la nueva teoría. Finalmente, en 1882 el médico y microbiólogo alemán Robert Koch descubrió el bacilo de la tuberculosis y acabó definitivamente con el predominio de las miasmas.