El calórico
Cuando Antoine Lavoisier acabó con la teoría del flogisto, propuso la existencia de un fluido responsable del calor, al que llamó calórico. La cantidad de calórico en el universo sería constante y fluiría siempre desde los cuerpos calientes a los más fríos. Durante años, algunos científicos pensaron incluso que el frío también podría ser un fluido, pero el suizo Pierre Prévost argumentó con éxito que se trataba simplemente de la ausencia de calor.
La teoría del calórico fue ampliamente aceptada durante casi siglo y medio, ya que podía explicar incluso los experimentos del conde Rumford y de James Joule acerca de la equivalencia entre calor y trabajo, aunque para ello tenía que suponerse la existencia de unas vesículas microscópicas que liberaban el fluido al romperse, cosa que sucedería, por ejemplo, al frotar un cuerpo. Sin embargo, persistía el problema de por qué el calórico tenía masa nula y, sobre todo, por qué cada sustancia parecía tener su propio calor específico: es decir, había que suministrarle una cantidad diferente de calor para elevar su temperatura en la misma medida. A partir de mediados del siglo XIX, el asentamiento pleno del concepto de energía y el desarrollo de la termodinámica establecieron que no existe ningún fluido calórico, sino que el calor es simplemente una transferencia de energía como consecuencia de la mayor o menor agitación de las moléculas que integran una sustancia. Igual que sucediese con su predecesor el flogisto, el calórico quedó finalmente arrinconado en el baúl de los recuerdos de la historia de la ciencia.