El éter luminífero
Uno de los debates más enconados y fructíferos de la historia de la ciencia ha sido el de si la naturaleza de la luz era ondulatoria o más bien corpuscular. En el siglo XVII, el neerlandés Christiaan Huygens, uno de los más firmes defensores de la primera opción, aseguraba que un rayo luminoso era en realidad un paquete de ondas. Pero como la luz era capaz de atravesar el vacío y las ondas conocidas hasta entonces necesitaban de un medio por el que propagarse, propuso la existencia de un éter luminífero, una especie de material invisible e infinito que no interaccionaba con los objetos físicos.
Sin embargo, a medida que se iban descubriendo cosas nuevas, el supuesto éter requería propiedades cada vez más extrañas. Por ejemplo, tenía que ser muchas veces más rígido que el acero para poder soportar la enorme velocidad a la que la luz viaja. Los físicos sabían que para comprobar la existencia del éter bastaba con medir dicha velocidad en distintas direcciones para ver si existían diferencias, pero tardaron mucho tiempo en encontrar el modo de hacerlo. Finalmente, en 1887, los físicos estadounidenses Albert Michelson y Edward Morley diseñaron un ingenioso dispositivo basado en la idea de que si la Tierra se movía por el espacio con respecto al éter inmóvil, la emisión de un pulso luminoso en distintos momentos debería delatar las diferencias buscadas. Pero, para sorpresa de todos, el experimento no detectó ninguna. Sencillamente el éter luminífero no existía, ya que las ondas electromagnéticas se propagan por el vacío sin necesidad de medio alguno.