Encuentro de san Joaquín y santa Ana frente a la Puerta Dorada. Giotto di Bondone
Si visitas la Capilla de los Scrovegni, en Padua, una vez en su interior levanta la vista sobre las múltiples escenas en dirección a la puerta de entrada y ahí, por encima de la línea de sus ojos y a la izquierda podrás contemplarlo. Es un beso. Un beso de una extraordinaria ternura que se dan san Joaquín y santa Ana en la Puerta Dorada de Jerusalén al enterarse de que ella está encinta de una criatura, la futura Virgen María, la que será madre del Mesías según el cristianismo. Esa muestra de amor carnal llevada a cabo en público y además frente a un lugar de culto religioso no estaba permitida en la Edad Media. La mayoría de las representaciones de esta escena, que curiosamente proviene de los evangelios apócrifos, se limitan a mostrar un acercamiento, una especie de tímido abrazo entre los futuros padres. El único beso autorizado públicamente a lo largo de esos siglos era el osculum, un gesto reverencial para indicar respeto, miedo y sumisión. Pero entonces aparece el pintor toscano Giotto para enseñar este beso incuestionable, datado alrededor del 1305, preñado de cariño, compañerismo, afecto y comprensión. El gesto entre Joaquín y Ana sobrecoge por su emotividad, naturalidad y por el sentimiento que sabe transmitir.
Quizá sea la primera manifestación artística de una novedosa comprensión de lo humano, de su condición sexuada y de una nueva forma de relacionarse. Es el beso que anuncia el Renacimiento que estaba a punto de llegar. Si todavía no has abandonado la capilla y la sobrecogedora belleza de su interior no te ha turbado aún, busca con atención entre los frescos porque todavía podrás encontrar un segundo beso. Uno muy distinto, también de una enorme potencia expresiva; el de Judas. El beso que entrega a la muerte al nieto de esos dos enamorados que un día se besaron frente a un portal.