El beso. Gustav Klimt
En la vitalista Viena de finales del siglo XIX, el modernismo cala en casi todos los ámbitos del quehacer artístico. El llamado movimiento de la Secesión vienesa es el terreno de emergencia de un personaje extraño, trabajador incansable, mujeriego, parco en palabras y que rebosa sensualismo, exuberancia y suntuosidad en cada una de sus propuestas pictóricas: Gustav Klimt (1862-1918). Entre 1907 y 1908 él también pintó un beso, que nada tiene que ver con otros precedentes como el de Rodin. El erotismo siempre palpitante en sus obras le había enfrentado con frecuencia a la recatada y conservadora sociedad austriaca, que sin embargo acogió con entusiasmo esta propuesta. No es extraño, porque El beso de Klimt es un beso bonito, idílico, relajado. Decorativo, en la más noble acepción del término, y alejado de propuestas más sensuales y atrevidas como su Dánae o de otras de corte mucho más comprometido como Las amigas o como la extensa serie de dibujos sobre mujeres recostadas que se muestran o se autoestimulan y que tanto gustaron a otro genio coetáneo suyo, Egon Schiele. El de Gustav Klimt es un beso que no perturba en un salón de la aristocracia austriaca.
Es un cuadro atractivo a la vista y al gusto, pero que no por ello es plano o vacío de contenido. Su extraordinaria carga simbólica nos remite no al acto de besar en sí sino a lo que esa acción produce en cada uno de nosotros. Flores, brotes, oro. O, como se dice ahora que las correspondencias simbólicas parecen ser de otro tiempo, endorfinas y altos niveles de oxitocina que reducen el estresante cortisol y nos hacen ver todo de color de rosa. Ver la obra de Klimt ya es ser besado, nos trae la placidez que impide percibir las amenazas del relato de Bronzino. En su beso jamás prestaremos atención a los miles de parásitos o los centenares de tipos de bacterias que nos trasvasamos mediante ese acto. Klimt nos aísla de cualquier cosa que no sea más que ese beso por una túnica dorada y mágica en un prado de bellos colores y suntuosos aromas.