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El lado oscuro de ponerte en la piel del otro

Ser empático no es sinónimo de ser buena persona. Ni siquiera te asegura gozar de salud emocional. Más bien al contrario, puede crearte confusión y agotamient­o, y dejarte bloqueado cuando hace falta actuar. La clave está en ser consciente de lo que siente

- Texto de LAURA G. DE RIVERA

"Es una mala guía moral”, dice de la empatía el investigad­or de la Universida­d de Yale Paul Bloom, en su libro Against Empathy: The Case for Rational Compassion. Su lado luminoso ya lo conocemos, llevamos años alabando las virtudes de saber ponernos en la piel del otro: nos ayuda a ser más amables y generosos, a ser sociables y caritativo­s, a establecer relaciones personales de mayor calidad... ¿Pero de verdad sirve para hacer del mundo un lugar mejor? Bloom tiene claro que no. Más bien, asegura que es todo lo contrario.

Imagina que eres periodista y estás haciendo una entrevista a una víctima de violencia, cuando ella no puede contener las lágrimas en medio del relato de sus sobrecoged­oras experienci­as. Bajas la vista a tu cuaderno, te tapas los ojos con el flequillo, pero no puedes disimular que tú también estás llorando, imaginándo­te dentro de esa escena, identificá­ndote con ella, sintiendo su dolor. Es tu empatía, que te está jugando una mala pasada. Mala, porque no te sirve para tu propósito –hacer esa entrevista– y porque tampoco ayuda a tu interlocut­ora. Igual le vendrían mejor unas palabras de apoyo, de seguridad, de calma, el teléfono de una excelente terapeuta especializ­ada que conoces... o, simplement­e, la escucha comprensiv­a. ¿Pero de qué le vale verte hecho un mar de lágrimas?

Los psicoterap­eutas que tratan a diario con el dolor en su consulta tienen que superar el mismo reto. ¿Qué te parecería si tu psiquiatra se pusiera a hecho un manojo de nervios cuando le hablas de tus ansiedades? “Cuando tu cuerpo hace suyas las emociones del paciente y caes en las garras de la empatía reactiva, puede que te sientas responsabl­e de aliviar su sufrimient­o”, reconoce la psicóloga Elizabeth Segal, de la Universida­d de Arizona (EE. UU.) y experta en el tema. En estos casos, “tu reacción intrusiva puede hacerle sentir menos comprendid­o, no respetado... y dañar su sensación de seguridad y respeto. Sentirá que ya no pueden expresarse contigo con libertad”, añade.

“NO ES LA EMPATÍA LO QUE TE HACE RESCATAR A UN NIÑO QUE SE ESTÁ AHOGANDO EN UNA PISCINA. De hecho, si te identifica­ras con lo que el pequeño está sintiendo, lo más probable es que te quedaras paralizado o cayeras presa de la angustia”, observa Bloom. Y es que, en muchas ocasiones, ayudar requiere no identifica­rse emocionalm­ente con el que sufre, sino tomar distancia para hacer un acercamien­to más racional y objetivo al problema.

Es lo que Luis de Rivera llama ecpatía, un término que este psiquiatra acuñó en un artículo para la revista científica Psiquis, en 2004. “Es una forma de modular la empatía para no se vuelva en tu contra; al mismo tiempo, nos protege de la manipulaci­ón afectiva. Si empatía es ponerte en el lugar del otro, la ecpatía es ponerte en

A veces, ayudar requiere tomar distancia emocional del que sufre, para lograr un acercamien­to más racional al problema

lugar”, señala De Rivera a MUY. La clave está en aprender a distinguir entre tus propios sentimient­os y los ajenos. “No es lo mismo que ponerse una coraza, ni ser frío ni ignorar a los demás. Te das cuenta de los sentimient­os del otro, los compartes, pero no permites que te invadan y actúas conforme a tu propio sentimient­o”, añade. En su experienci­a, es una defensa efectiva contra el contagio emocional –cuando haces tuyos los sentimient­os del otro– y contra la fatiga por compasión –cuando estás agotado de ponerte en el lugar del otro–.

Porque... ¿qué es eso que absorbemos cuando estamos siendo empáticos? Como apunta este médico, “los sentimient­os son un opinión del cerebro profundo sobre las circunstan­cias”. El circuito del sistema activador reticular ascendente o SARA –que sale desde el tronco cerebral y atraviesa todo el encéfalo, hasta el córtex prefrontal– se ocupa de monitoriza­r el entorno e indicar qué respuesta tenemos que dar para sobrevivir y cuál es la química cerebral más adecuada para ese momento, según explica a MUY el psicólogo Roberto Aguado. “Por ejemplo, si hay miedo, se estimula la producción de glutamato, que nos incita a huir y, tal vez, así, salvar la vida. Las emociones son adaptativa­s y útiles aunque sean desagradab­les. No son más que respuestas genéticame­nte innatas para adaptarse y resolver los retos diarios”, nos recuerda.

ENTONCES, SI NECESITAMO­S LAS EMOCIONES PARA DESENVOLVE­RNOS EN NUESTRO ENTORNO, ¿QUÉ PASA CUANDO SE VEN CONTAMINAD­AS? ¿Y cuándo nos invaden otras que no son nuestras? En su trabajo como terapeuta, Aguado sabe que es importante “no hacer lo tuyo mío. Te ayudo a resolver, te acompaño, pero no sufro por ti”. Aunque no es una receta fácil cuando se trata, por ejemplo, de un hijo o un ser muy querido. Aun así, “no puedes sufrir por el otro, porque eso no le ayuda. Puedes ser un buen padre, pareja, amigo, terapeuta... y sentirte bien aunque el otro esté hundido”, asegura.

También puede pasar que esos sentimient­os ajenos que sin quetu

haces tuyos, hayan sido inducidos por alguien con buenas dotes para contagiar emocionalm­ente a los demás. “A algunas personas se les da muy bien lograr que otro se sienta como ellos quieren”, nos advierte De Rivera. Puede ser que lo hagan de forma inconscien­te –lo que en la jerga psiquiátri­ca se conoce como identifica­ción proyectiva–. Aunque también puede ser fruto de una estrategia meditada y calculada. Este es el modus operandi “típico de los psicópatas: saben cómo lograr que te sientas generoso, que tengas miedo, que te sientas culpable... Es lo que se llama abducción emocional”, indica este psiquiatra.

Por eso, no es cierto que los maltratado­res, acosadores y otras especies de torturador­es psicológic­os no tengan empatía. Al contrario. “Comprenden muy bien cuáles son tus sentimient­os y son capaces de anticipars­e a ellos. Te conocen mejor que tú mismo, saben lo que te gusta, lo que esperas, pero no les importa un pimiento. Podrían causarte mucho daño sin parpadear siquiera”, confirma por su parte Bloom.

Por otra parte, en opinión de Aguado, el contagio emocional es más fácil cuando la persona tiene un débil sentido del yo y, por eso, tiende a mimetizars­e a los ojos del otro. Un problema que es común en nuestro tiempos: “En nuestra sociedad, enseñamos a los niños que son por lo que tienen, lo que consiguen, lo que hacen. Educar en el ser ayudaría, por el contrario, a tener un sentido más fuerte del yo”, nos dice. Conocerte mejor, saber quién eres al margen de lo que pase a tu alrededor, es una fuerte roca a la que agarrarte cuando te sacuden emociones ajenas.

“PARA ESTAR MENTALMENT­E SANO, TIENES QUE LIDERARTE A TI MISMO Y NO ABANDONAR TU CAPACIDAD EMOCIONAL en manos de nadie —aconseja. Y nos da una pista importante—: La salud mental implica que tus emociones provienen de lo que está pasando en la realidad”. Es decir, si eso que se te agolpa en el pecho o te encoge el estómago no está provocado directamen­te por un suceso real que estás viviendo sino por lo que imaginas o de lo que te inducen a sentir, no vas por buen camino. “La ecpatía es una buena herramient­a de gestión emocional, que te permite no diluirte como persona, ser capaz de diferencia­r la toxicidad que aparece cuando el otro nos envuelve en su sentir”, confirma este psicólogo.

A algo parecido se refiere Segal cuando habla de “regulación emorer

La salud mental implica que tus emociones provienen de lo que te está pasando en la realidad, no de lo que te inducen a sentir

que tiene que ver con tener presente que el otro es alguien distinto de nosotros y que somos solo meros visitantes de su paisaje emocional. Pero esta investigad­ora estadounid­ense reconoce que no es fácil y está de acuerdo en que hace falta aprender cómo se hace, practicar mucho y tener paciencia. “Cuando empezamos a notar que nos estamos perdiendo en lo que siente el otro, es hora de echar el freno y retomar conciencia de nuestro propio yo”, aconseja. Aunque tengamos que hacerlo una y otra vez.

Si después de leer hasta aquí, te has decidido a cultivar tu ecpatía, lo primero que necesitas es tener una buena percepción emocional, es decir, darte cuenta de lo que sientes y ser capaz de detectar si es un sentimient­o que tú has producido –en este caso, procedería del sistema límbico– o si es copiado o inducido por otra persona –vendría de las neuronas espejo–, nos cuenta De Rivera. Precisamen­te, las últimas investigac­iones de Tania Singer, directora del laboratori­o de Neurocienc­ia Social del Instituto Max Planck de Cognición Humana y Ciencias del Cerebro (Alemania), se han centrado en demostrar que empatía y “compasión racional” –término que Singer emplea para referirse a la ecpatía– encienden circuitos neuronales diferencia­dos en el cerebro. Encima, esta científica comprobó que los experiment­os donde se entrenaba la primera solían conducir al desgaste emocional del participan­te. Sin embargo, cuando lo que se ejercitaba –y medía– era la ecpatía, se observaba un fortalecim­iento de la resilienci­a de los voluntario­s y de su capacidad para enfrentars­e a situacione­s estresante­s.

OTRA DE SUS SOMBRAS TIENE QUE VER CON EL FOCO: LA EMPATÍA “FAVORECE AL INDIVIDUO POR ENCIMA DEL CONJUNTO. Y puede conducir a una situación perversa en la que el sufrimient­o de uno solo pese más que el de miles de personas”, advierte Bloom. Menciona en su libro una serie de experiment­os en que se pedía a los voluntario­s que decidieran cuánto dinero iban a donar para pagar el tratamient­o médico de niños gravemente enfermos. Por lo general, repartían la cantidad disponible de forma equitativa entre esos supuestos menores desconocid­os. Pero si se les enseñaba una foto y se les decía el nombre de un niño en concreto, su decisión cambiaba bruscament­e y casi todo el dinero disponible iba para ese personaje, en detrimento de los demás. En otra investigac­ión de la Universida­d de Kansas (EE. UU.), un equipo dirigido por el psicólogo social Charles Batson demostraba que los participan­tes estaban dispuestos a mover al número uno de una lista de espera para un costoso tratamient­o médico a una niña enferma de la que habían visto un vídeo contando sus esperanzas y sus padeceres, colándola por delante de otros niños anónimos en la lista, que estaban en peores circunstan­cias. En la misma línea, un estudio liderado por el psicólogo Daniel Västfjäll, de la Universida­d de Linköping (Suecia), concluye que “el declive de la compasión puede empezar con la segunda vida en peligro. Nuestra capacidad de sentir simpatía por la gente que lo está pasando mal está limitada y puede desembocar en una forma de fatiga que provoca apatía e incional”,

Empatizamo­s más con personas de físico atractivo y con las que son de nuestro mismo grupo étnico o político

acción, algo que observamos con frecuencia en cómo la población reacciona ante grandes catástrofe­s humanas y medioambie­ntales”, escribían los autores en la revista PLOS ONE, en 2014.

Además, la empatía no es imparcial. Es decir, no nos solidariza­mos con los sentimient­os de otro ser humano y punto. Lo hacemos más –o solo– con aquellos que nos resultan afines. Es más fácil sufrir cuando tu hijo –o un buen amigo– sufre que hacerlo cuando quien lo pasa mal es el hijo o el amigo del vecino del quinto. Pero no solo eso. Prodigamos más empatía a una joven atractiva que a un viejo feo y desarregla­do. Igual que nos cuesta sentirla por personas de otra raza, otro país, otro partido político o del equipo de fútbol contrario. Existen múltiples estudios que analizan estos sesgos, como el realizado por la neurocient­ífica de la Universida­d de Tubinga (Alemania) Sarah Fabi, en 2018, que con un EEG demostraba que la actividad cerebral relacionad­a con la empatía se disparaba cuando el voluntario veía fotos de personas de su mismo color de piel –y no de otro color – en un situación de dolor físico.

OTRO TRABAJO LLEVADO A CABO EN CONJUNTO POR LAS UNIVERSIDA­DES DE Harvard y Pensilvani­a y el MIT, y publicado en Social Psychologi­cal and Personalit­y Science, recogía cómo se sentía un grupo de estadounid­enses frente a las desgracias y fortunas de personas del medio este, un grupo de húngaros en relación a los refugiados musulmanes y un grupo de griegos acerca de los alemanes. La conclusión: aunque a ninguno le costaba dar rienda suelta al altruismo hacia los de su mismo grupo, se negaban a dejarse enternecer por los males que padecían los de otro grupo, incluso, tendían a rechazar a ayudarlos en el supuesto de que fueran a sufrir un ataque terrorista inminente. Es decir, ser empático –algo que hacemos de forma selectiva, aunque no nos demos cuenta– no quiere decir ser buena gente.

Por eso, en opinión de Bloom, la empatía no es buena consejera para la toma de decisiones... sino todo lo contrario. “Confiar demasiado en ella explica por qué algunas personas desean ayudar a los perros abandonado­s o a los pingüinos en extinción, pero no tienen ningún interés en el sufrimien

to de millones de seres humanos en otros países o de las minorías étnicas en su propia región”, denuncia. Asimismo, es la causante de que, llevados por nuestro impulso de buenos samaritano­s, no veamos más allá de esos ojillos de hambre y demos unas monedas al niño que pide limosna en la calle o enviemos comida a los países más necesitado­s. “En el primer caso, en realidad, acabamos sosteniend­o organizaci­ones criminales que explotan a los menores. En el segundo, colapsamos el mercado con comida importada y dejamos sin trabajo a los agricultor­es locales de esos países en desarrollo”, opina Bloom. Pero la alternativ­a no es mirar a otro lado, sino ayudar de forma más consciente. “Hacer el bien no consiste en dejarnos llevar por un impulso emocional, sino en analizar los problemas que podrían causar las consecuenc­ias imprevista­s”, añade. O sea, usar más la cabeza y menos el corazón.

POR SI NO TUVIÉRAMOS SUFICIENTE­S PRUEBAS DE LAS TRAMPAS DE CALZARSE ZAPATOS AJENOS, aún hay algo más. “La gente que es muy empática suele ser más violenta y punitiva cuando ve a alguien que sufre. Por ejemplo, la retórica antiinmigr­ación está motivada, a menudo, por un puñado de historias de violacione­s y asaltos por parte de inmigrante­s”, asegura Bloom en un artículo en The Guardian. Y es que la empatía no entiende de estadístic­as o porcentaje­s, solo sabe enfocarse en una historia, en un caso concreto.

Por otra parte, cuando hablamos de igualdad y justicia social, ¿realmente es tan importante ponernos en la piel del otro? Otra vez, este experto alega que no: “La razón es más fiable que las emociones”. Por ejemplo, para apoyar la paridad salarial, no hace falta identifica­rse con las mujeres que cobran menos que sus compañeros de oficina, o para aceptar el matrimonio homosexual no necesito imaginar cómo me sentiría si fuera un hombre que se quiere casar con otro hombre. Basta con razonar un poco y entender que son cuestiones de derechos humanos básicos.

Entonces, ¿existe una manera de beneficiar­nos de la empatía para hacer el bien, sin pagar el precio de su lado oscuro? Desde la perspectiv­a social y de toma de decisiones, Bloom habla de combinar el razonamien­to lógico y la compasión consciente, “un término budista que hace referencia a que los demás te importan. Valoras y sopesas su problema, pero no necesariam­ente haces tuyo su dolor”. Tal y como este investigad­or lo explica, “si siento empatía hacia ti, lo pasaría mal cuando sufres. Sería agotador. Al final, me haría evitarte y evitar ayudarte. Pero si siento compasión por ti, no dejaría de sentirme fuerte y bien conmigo mismo, e intentaría mejorar tu vida en lo que pudiera”. O, lo que es lo mismo, la clave está en añadir una buena dosis de ecpatía a la receta de la felicidad.

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La empatía mal gestionada puede dejar la puerta abierta al contagio emocional y a la manipulaci­ón.
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Los sentimient­os copiados o inducidos por otra persona surgen de las neuronas espejo del cerebro.
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 ??  ?? En el cerebro de la derecha, se activan áreas similares a las del cerebro que experiment­a sufrimient­o. Así, el observador puede imaginar lo que siente el otro.
En el cerebro de la derecha, se activan áreas similares a las del cerebro que experiment­a sufrimient­o. Así, el observador puede imaginar lo que siente el otro.
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"Si la empatía es ponerte en el lugar del otro, la ecpatía es ponerte en tu lugar", dice el psiquiatra Luis de Rivera.
 ??  ?? Para intervenir con eficacia en situacione­s de emergencia, no debes dejarte llevar por el dolor del otro, que podría paralizart­e. En la imagen, los voluntario­s de la organizaci­ón Proactiva Open Arms, en uno de sus rescates, cerca de Libia.
Para intervenir con eficacia en situacione­s de emergencia, no debes dejarte llevar por el dolor del otro, que podría paralizart­e. En la imagen, los voluntario­s de la organizaci­ón Proactiva Open Arms, en uno de sus rescates, cerca de Libia.
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 ??  ?? El psicópata es experto en ponerse en la piel del otro, pero no para mostrar compasión, sino para manipular mejor sus emociones.
El psicópata es experto en ponerse en la piel del otro, pero no para mostrar compasión, sino para manipular mejor sus emociones.

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