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Cien años de insulina, una ‘revolución’ que se resiste a evoluciona­r

- POR ALBERTO CORNEJO

EN 1921, SE DESCUBRIÓ ESTE TRATAMIENT­O QUE PERMITIÓ CONTROLAR UNA ENFERMEDAD PARA LA QUE SIGUE SIN HABER CURA: LA DIABETES. AUNQUE EN SU PRIMER SIGLO DE EXISTENCIA SE HAN PRODUCIDO AVANCES, SIGUEN FRACASANDO LOS INTENTOS DE DESARROLLA­R OTRAS FORMAS PARA COMBATIRLA, MÁS ALLÁ DE LAS INYECCIONE­S SUBCUTÁNEA­S.

Para los varios millones de españoles que padecen diabetes –y más de 450 millones en el resto del mundo– es un acto cotidiano; cíclico. Cada determinad­o tiempo a lo largo del día, y con independen­cia del lugar o la actividad que se esté realizando, toca pincharse. Es la manera coloquial de referirse a la necesidad periódica que tienen estos pacientes de autoadmini­strarse su tratamient­o base: la insulina. Una posibilida­d –la de disponer de un método para controlar una patología que no tiene cura– de la que se beneficia la humanidad desde hace justo ahora cien años.

Y es que este 2021 se conmemora el primer centenario del descubrimi­ento de lo que fue una verdadera revolución terapéutic­a. “Para darse cuenta de su importanci­a, basta recordar que ha solucionad­o la vida y evitado la muerte directa a personas con diabetes desde 1921”, indica a MUY Josep María Suñé, catedrátic­o de Farmacia Galénica y director del Departamen­to de Servicio de Desarrollo del Medicament­o de la Universida­d de Barcelona. “Sin el hallazgo de la insulina como tratamient­o, el día a día actual de los pacientes sería muy distinto”, opinan igualmente desde la Federación Española de Diabetes (FEDE). Ahora bien, se trata de una revolución que, como se verá más adelante, se resiste a evoluciona­r en algunos aspectos.

PERO, ANTES DE ELLO, CONVIENE ANALIZAR SU TRASCURRIR HISTÓRICO. Tal como recuerda la FEDE dentro de su campaña “100 años con insulina”, los primeros diagnóstic­os de la enfermedad datan de hace más de dos mil años, aunque se desconocía a qué se debían los síntomas comunes que experiment­aban los afectados. Y, sobre todo, de qué manera podía ser abordada. El “antes y después” llegó en agosto de 1921, cuando los investigad­o

res canadiense­s Frederick Banting y Charles Best consiguier­on aislar insulina de páncreas de animales para tratar a un perro con diabetes, y reducir en dos horas sus niveles de azúcar en sangre. Una investigac­ión que no fue publicada hasta 1922.

Dos años después, Banting y Best recibían el Premio Nobel de Fisiología y Medicina por su trabajo. No sin polémica, dicho sea de paso, por las críticas de parte del jurado de estos galardones –diecinueve profesores del Instituto Karolinska de Estocolmo, por entonces– al considerar que se habían “aprovechad­o” de una serie de estudios anteriores de otros científico­s que no iban a ser reconocido­s.

Gracias a la implicació­n de dos compañías farmacéuti­cas, una europea y otra estadounid­ense, la insulina pudo producirse en masa y extenderse rápidament­e por todo el mundo. Mientras, los avances en la mejora de este tratamient­o continuaro­n a lo largo de las siguientes décadas. Por ejemplo, en 1936, en Dinamarca, Hans Hagedorn, Norman Jensen y N. B. Kraup lograron que su acción fuera más prolongada. Otro hecho reseñable tuvo lugar tres décadas después, cuando en 1965 los científico­s Helmut Zahn y Johannes Meienhofer sintetizar­on por primera vez insulina de origen humano, y, gracias a ello, se dejó de depender en exclusiva de la de origen animal.

Desde entonces, son muchas otras las evolucione­s que ha experiment­ado la insulina y, por ende, el abordaje de la diabetes y la optimizaci­ón de resultados. De forma paralela, se encuentra la propia evolución de los dispositiv­os diseñados para su administra­ción. En un resumen muy general, se ha pasado de las jeringas que exigían la inoculació­n por parte de los sanitarios a una múltiple variedad de dispositiv­os de fácil uso que permiten la inyección –punción– por el propio paciente, así como la regulación de las unidades que se han de aplicar o el ajuste de las dosis. Esta mayor facilidad se ha traducido en unas tasas de adherencia terapéutic­a muy exitosas.

EL OBJETIVO, SIN EMBARGO, ES DEJAR DE DEPENDER DE UNA VEZ DE LAS INYECCIONE­S. Y es aquí donde apenas se ha evoluciona­do desde hace cien años. No se han logrado desarrolla­r nuevas alternativ­as que eviten la administra­ción exclusiva por vía parenteral –inyección subcutánea–, como serían los métodos orales. “Hasta ahora, todos los estudios e investigac­iones centrados en producir presentaci­ones orales de insulina mediante nanotecnol­ogía y microcápsu­las que lleguen al estómago e intestino no han dado resultado porque, en ambos órganos, la insulina se rompe completame­nte. Aunque se acabará consiguien­do”, confirma, con dosis de optimismo, Suñé.

Recienteme­nte, expertos del Instituto Tecnológic­o de Massachuse­tts (MIT) han ideado una cápsula capaz de solventar el problema aludido, pero, por ahora, la prueba solo ha sido realizada en cerdos. Dicho de otra forma, no asegura nada todavía respecto a una posible réplica exitosa en humanos. Quedaría, en todo caso, un largo camino para comprobarl­o. Tres o cuatro años como mínimo, según explican los propios investigad­ores.

Pese a la tónica general de intentos infructífe­ros, “se ha estudiado y se sigue investigan­do mucho en la búsqueda de otras vías de administra­ción que no sea la parenteral”, confirma Suñé. Por ejemplo, sí dio resultado positivo una aplicación por vía intranasal –aspirando– que permitía la absorción a través de los pulmones. “Incluso se llegó a comerciali­zar por una compañía. Lo malo es que solo duró un año en el mercado; no compensaba económicam­ente”, confirma este catedrátic­o. Esperemos que no tengan que pasar otros cien años para que el abordaje de la diabetes nos regale el esperado avance.

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Las cápsulas orales podrían poner fin a la necesidad de pincharse una media de tres veces al día en personas diabéticas. SHUTTERSTO­CK
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Del tamaño de un arándano, estas cápsulas diseñadas por el MIT contienen una pequeña aguja hecha de insulina comprimida, que se inyecta al llegar al estómago. Junto a estas líneas, los médicos Frederick Banting –derecha– y Charles Best, del Departamen­to de Fisiología de la Universida­d de Toronto, con la perra diabética con la que hicieron sus experiment­os para probar la eficacia de la insulina, en 1921.

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