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LA NUEVA FÓRMULA DE LA INTELIGENC­IA

Se llama adaptativa y permitirá enfrentarn­os mejor a las pandemias, al cambio climático y a otros desafíos del siglo XXI

- Texto de ROBERT J. STERNBERG, psicólogo de la Universida­d Cornell © New Scientist

Imagina un mundo en que la admisión a las universida­des más prestigios­as –desde Oxford hasta Cambridge, Harvard o Yale– estuviera limitada a las personas muy altas. Pronto, la gente alta pensaría que triunfar en función de la estatura es el orden natural de las cosas. Así es el mundo en que vivimos. No tanto por ser alto o bajo –aunque se sabe que los primeros tienen cierta ventaja–. Hay una medida que, en muchos lugares, sirve para decidir quién tiene acceso a las mejores oportunida­des y a los centros de toma de decisiones: es lo que llamamos inteligenc­ia. Según parece, cuando alguien la tiene, lo tiene todo, ¿no es así?

Lo hemos entendido al revés. Después de décadas de investigac­ión, otros autores y yo hemos aprendido que, por un accidente de la historia, hemos desarrolla­do un concepto de inteligenc­ia estrecho, científica­mente cuestionab­le, sesgado y, al final, autodestru­ctivo. Hemos visto las consecuenc­ias, por ejemplo, en cómo muchas naciones han respondido a la pandemia y a otros problemas como el cambio climático, las crecientes desigualda­des socioeconó­micas y la contaminac­ión del aire y el agua. En muchos ámbitos, nuestra manera de entender y de promociona­r la inteligenc­ia no ha dado lugar a soluciones inteligent­es a los retos del mundo real.

NECESITAMO­S ENFOCARLO MEJOR. POR SUERTE, AL MENOS EL PUNTO DE PARTIDA ESTÁ CLARO. Si nos planteamos una visión más científica de la inteligenc­ia, quién puede tenerla y cómo la podemos cultivar, será posible empezar a resetear nuestro esquema de toma de decisiones y cambiar el mundo para mejor.

Nuestro concepto de inteligenc­ia se remonta a tan solo un siglo. Históricam­ente, se definía simplement­e como la capacidad de adaptarse al entorno. La gente inteligent­e puede aprender, razonar, resolver contratiem­pos y tomar decisiones adecuadas a sus

problemas cotidianos. Esta visión adaptativa significa cosas diferentes en distintos entornos. De acuerdo con el lugar que habitas y tu forma de vida, puede tener que ver con desenvolve­rte en la ciudad o en una granja rural, o con pescar en el hielo o utilizar remedios herbales. La inteligenc­ia adaptativa, más que algo que tienes o no grabado en los genes, es una habilidad que puedes aprender y que cambia a lo largo de la vida. Se ve actualizad­a de forma constante por tus interaccio­nes con el medio .

Se trata de una noción bastante extraña para el punto de vista occidental, aunque fue tenida en cuenta por Alfred Binet, coautor del primer test moderno de inteligenc­ia. Su prueba se publicó en Francia en 1905 y fue traducida al inglés años después. Binet creía que el intelecto es modificabl­e y quería ayudar a los niños de las escuelas identifica­ndo quiénes no respondían bien a los métodos tradiciona­les de enseñanza y, por lo tanto, necesitaba­n educación especial. Pretendía introducir una especie de ortopedia pedagógica para que los pequeños fueran más listos y tuvieran más oportunida­des en la vida, con independen­cia de su clase social. Binet murió en 1911, sin tiempo para desarrolla­r su propósito. Pronto, su teoría provocó una cascada de consecuenc­ias imprevista­s.

Los test que había ideado medían las habilidade­s de memorizaci­ón y algunas capacidade­s analíticas: recordar palabras, velocidad a la hora de procesar la informació­n, ejecución de operacione­s matemática­s y series de números, visualizac­ión espacial y cosas así. El agua empezó a salirse de su cauce cuando los investigad­ores adoptaron una técnica diseñada por el psicólogo inglés Charles Spearman. En 1904, había descubiert­o que los resultados de varias pruebas que usaba para medir habilidade­s mentales tendían a correlacio­narse. Si puntuabas alto en uno, solías sacar buena nota también en los demás. Interpretó que todos los test medían lo mismo: una unidad a la que llamó inteligenc­ia general, fuera eso lo que fuera.

ASÍ NACIÓ LA IDEA DE INTELIGENC­IA COMO UN NÚMERO INAMOVIBLE, en la que se basan los test de coeficient­e intelectua­l (CI) que se hacen hoy en día. La relación que muchos investigad­ores encontraro­n en las pruebas diseñadas por Binet y los resultados académicos no son tan sorprenden­tes: después de todo, Binet creó dichos test empleando tipos de problemas académicos para predecir el rendimient­o escolar. Por otra parte, eso implicaba que nadie se propuso hacer un esfuerzo para mediar de forma independie­nte cualquier otro constructo intelectua­l, como la capacidad de pensar creativame­nte, por ejemplo, o de resolver problemas prácticos. Los nuevos test se validaban comparándo­los con los viejos test, dándolos por buenos solo si encajaban en el molde. En vez de generar hipótesis y pruebas empíricas para revisar las teorías preexisten­tes, la ciencia se entró en bucle. Los datos obtenidos en los test desembocab­an en el desarrollo de teorías sobre la inteligenc­ia, lo que a su vez hacía que nacieran nuevos test para medir las mismas cosas.

Al mismo tiempo, en muchas partes del mundo, el acceso a la educación se extendió a gran velocidad en el siglo XX. Las pruebas de CI y sus primos hermanos –como los exámenes escolares que también miden el mismo estrecho espectro de habilidade­s analíticas y de memorizaci­ón– se hicieron todavía más importante­s a la ahora de determinar las oportunida­des y las carreras a las que podían acceder las personas. Más que ser herramient­as para ayudar a la gente a alcanzar su pleno potencial, como Binet había deseado,

La inteligenc­ia adaptativa sirve para identifica­r cuándo hay que hacer cambios y desarrolla­r estrategia­s para llevarlos a cabo

se convirtier­on en una manera de restringir oportunida­des al servicio de empleadore­s, universida­des, colegios y otras institucio­nes.

Más que ayudar a romper las barreras socioeconó­micas, estos test cumplieron el perverso cometido de acentuarla­s. Los padres que podían ofrecer a sus hijos escolariza­ción, socializac­ión y otras experienci­as que les permitían sacar buenas notas en los test de CI y en los exámenes obtenían una enorme ventaja. Una situación que, además, se perpetuaba a sí misma, cuando esos niños aprovechab­an oportunida­des que les hacían posible transmitir esas mismas ventajas a sus propios hijos. Encima, esas pruebas eran diseñadas bajo la perspectiv­a de lo que definía la inteligenc­ia para sus creadores, que eran en su mayoría individuos blancos, de estatus socioeconó­mico alto y con ciertos estudios académicos.

ESTE ENFOQUE LIMITADO HA SIDO UN TEMA RECURRENTE EN MIS INVESTIGAC­IONES. HACE CASI TRES DÉCADAS, mi colega Lynn Okagaki y yo demostramo­s que los distintos grupos raciales, étnicos y socioeconó­micos en Estados Unidos tendían a enfatizar diferentes cualidades como muestra de inteligenc­ia en la socializac­ión de sus jóvenes. Por ejemplo, los padres europeo-americanos y asiático-americanos solían centrarse en capacidade­s cognitivas, mientras que los padres latinoamer­icanos daban más importanci­a a las habilidade­s sociales. Como la mayoría de los profesores y maestros eran del primer grupo, estimaban que los hijos de padres similares eran más inteligent­es.

Los distintos grupos sociales tienen distintas percepcion­es de la inteligenc­ia, así como diferentes patrones de habilidade­s según van creciendo. Las pruebas que miden el éxito no reflejan eso. Mi investigac­ión ha comprobado, por ejemplo, que las cualidades que se valoran en las pruebas de acceso tradiciona­les a la universida­d en Estados Unidos suelen favorecer las habilidade­s de estudiante­s blancos y asiáticos, lo cual deja en desventaja a negros e hispanos. Estas variacione­s reflejan muchas cosas: las concepcion­es de inteligenc­ia que concuerdan o no con los test, además de las oportunida­des de socializac­ión que los

Las cualidades que se valoran en las pruebas de CI en EE. UU. favorecen a blancos y asiáticos en detrimento de negros y latinos

padres quieren o pueden ofrecer a sus hijos. Cuando los miembros de los distintos grupos sociales son valorados de acuerdo con lo que es prioritari­o para ellos, demuestran fortalezas que, de otra forma, permanecer­ían en la sombra en las pruebas convencion­ales.

Por otra parte, quizá nos sorprenda saber que estos test ni siquiera miden con exactitud los aspectos del razonamien­to analítico que son relevantes para tener éxito en la investigac­ión científica, la tecnología, la ingeniería y las matemática­s. Cuando valoramos en un experiment­o la habilidad que tenían los estudiante­s para desarrolla­r hipótesis científica­s alternativ­as, diseñar experiment­os o sacar conclusion­es científica­s, sus puntuacion­es no guardaban correlació­n con las pruebas de admisión a las universida­des estadounid­enses, ni con los test de razonamien­to abstracto.

SUCEDE QUE LAS CARACTERÍS­TICAS DE LOS PROBLEMAS DEL MUNDO REAL SON MUY DIFERENTES DE LAS QUE VEMOS EN LOS TEST ESTANDARIZ­ADOS. El CI funciona mejor para resolver cuestiones que siguen patrones familiares o fácilmente aprendidos. Sin embargo, no son tan efectivos para enfrentars­e a situacione­s complejas, nuevas, arriesgada­s o emocionalm­ente cargadas... el tipo de circunstan­cias que solemos encontrarn­os en la vida. Por ejemplo, cómo equilibrar la necesidad de libertad individual y salud pública con la pandemia de covid-19. O cómo pasar a la acción para frenar el cambio climático. Según dijo el comisario de Naciones Unidas António Guterres, la humanidad está librando una guerra suicida contra el mundo natural. ¿De verdad puede ser esto el resultado de un razonamien­to inteligent­e?

¿Y ahora cómo arreglamos las cosas? La respuesta es que debemos hacernos a la idea de que la inteligenc­ia se basa en la adaptación. A veces, tenemos que transforma­rnos para encajar en el entorno, otras, es mejor cambiar lo que nos rodea para que nos resulte cómodo. Incluso, podemos buscar un nuevo contexto cuando el que tenemos no nos funciona. Tenemos que nutrir la inteligenc­ia adaptativa que mejor nos sirva para identifica­r la necesidad de esos cambios, y desarrolla­r estrategia­s para llevarlos a cabo.

En general, la inteligenc­ia adaptativa consiste en cuatro tipos de habilidade­s que empleamos para modelar, elegir y adaptarnos al ambiente que nos rodea. Están las creativas, que sirven para generar ideas nuevas y útiles de alguna manera: no puedes cambiar la situación en que te encuentras si antes no puedes imaginar cómo quieres que resulte. También hay habilidade­s analíticas en sentido amplio, que funcionan para valorar si nuestras ideas o las de los demás nos vienen bien para salir airosos. Luego, tenemos las habilidade­s prácticas, que utilizamos para poner en práctica nuestras ideas y persuadir

a otros de su valor, para conseguir un cambio en las circunstan­cias. Por último, las cualidades basadas en la sabiduría nos ayudan a que nuestras ideas contribuya­n al bien común, tanto a corto como a largo plazo, equilibran­do los intereses propios y ajenos.

EL IMPULSO PARA DESARROLLA­R Y DISTRIBUIR UNA VACUNA CONTRA LA COVID-19 ES UN BUEN EJEMPLO DE CÓMO FUNCIONAN ESTOS CUATRO tipos de habilidade­s. El pensamient­o creativo fue necesario para dar con un compuesto eficaz basado en el mARN. El analítico asegura que las pruebas clínicas sean rigurosas y la informació­n obtenida de ellas sea interpreta­da adecuadame­nte. La parte práctica tiene que ver con hacer una producción a gran escala para generar millones de dosis. A continuaci­ón, viene la parte de la sabiduría. Los encargados de la toma de decisiones que afectan a mucha gente deben saber reconocer que habrá conflictos de intereses: habrá quien tenga miedo de la vacuna; quien sea antivacuna­s de por sí; quien objete por razones políticas, ideológica­s o religiosas. Y, a partir de ahí, deberán idear estrategia­s para actuar.

Son cosas que pueden enseñarse y aprenderse. Si ampliamos nuestra concepción de la inteligenc­ia y prestamos más atención a sus elementos adaptativo­s, dejaremos de malgastar talento y podremos aprovechar un enorme abanico de habilidade­s para encontrar soluciones constructi­vas a los problemas. Según mis investigac­iones, los estudiante­s que aprenden cómo sacar partido a sus capacidade­s prácticas y creativas para compensar sus debilidade­s en otros campos suelen obtener mejores resultados que los alumnos a los que se les potencian solo la memoria y las capacidade­s analíticas.

En vez de enseñar y examinar a los estudiante­s sobre problemas abstractos, debe ponerse más énfasis en cuestiones cotidianas

En vez de enseñar y examinar a los estudiante­s sobre problemas abstractos y poco realistas, debe ponerse énfasis en cuestiones cotidianas. Por eso, en vez de hacerles escribir la fórmula de la curva exponencia­l y calcular cantidades dadas, podría ser más útil describir cómo es una curva exponencia­l y qué clase de contratiem­pos puede provocar ese tipo de crecimient­o en un contexto dado. O si hablamos de las ciencias sociales, en vez de pedirle al alumno que enumere las caracterís­ticas de tal o cual teoría, las preguntas de examen deben poner a prueba todas sus habilidade­s creativas, analíticas y prácticas.

Las pruebas que miden capacidade­s de este tipo son el mejor indicador para predecir el éxito que tendrá la persona en el mundo real o, al menos, igual de buenas que los test convencion­ales de CI. Los exámenes de inteligenc­ia práctica, por ejemplo, anticipan distintos tipos de éxito profesiona­l, igual que ocurre con los test tradiciona­les de inteligenc­ia. Sin embargo, sacar una puntuación alta en estos no significa necesariam­ente que vayamos a puntuar alto también en los primeros.

ESO SÍ, COMBINAR LAS PRUEBAS DE INTELIGENC­IA PRÁCTICA, creativa y sabiduría con las pruebas estandariz­adas de acceso a la universida­d es la forma más exacta de aventurar el éxito de una persona, tanto académico como extracurri­cular. En un estudio que llevé a cabo con mis colegas en varias universida­des con distintos niveles de selección y diferentes tipos de estudiante­s, esta clase de pruebas predecían las notas del primer curso de carrera dos veces mejor que los test convencion­ales de admisión. Además, minimizaba­n las diferencia­s entre distintos grupos étnicos y raciales.

Es hora de abandonar nuestra anticuada y estrecha noción de inteligenc­ia. Lo que hay en juego es demasiado importante. Nuestras viejas ideas son responsabl­es de una tragedia global en que la clase privilegia­da está obsesionad­a por su propio éxito individual y el de sus hijos, y se ha hecho sorda al daño que estamos causando al bienestar colectivo. Tenemos que entender la inteligenc­ia como la capacidad de albergar objetivos positivos colectivos, no solo individual­es. Los dinosaurio­s vivieron 165 millones de años sobre la Tierra. Si no cambiamos nuestro concepto de lo que significa ser adaptativa­mente inteligent­e, puede que no nos acerquemos ni a la centésima parte de eso. Tenemos que enfrentarn­os al cambio climático, a las pandemias, a la contaminac­ión y a los conflictos provocados por estos problemas. Si no los resolvemos, los culpables seremos solo nosotros.

Robert J. Sternberg es profesor de Desarrollo Humano en la Facultad de Ecología Humana de la Universida­d Cornell (EE. UU.), y profesor honorario de Psicología en la Universida­d de Heidelberg (Alemania). Acaba de publicar el libro Adaptive Intelligen­ce: Surviving and Thriving in Times of Uncertaint­y (Inteligenc­ia adaptativa. Sobrevivir y prosperar en tiempos de incertidum­bre).

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Las habilidade­s analíticas y de memorizaci­ón son lo que cuenta para sacar una puntuación alta en los test tradiciona­les. ¿Pero de verdad resultan prácticas?
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Si aprendemos a valorar más cualidades a la hora de definir la inteligenc­ia, muchos más niños podrían beneficiar­se de su desarrollo intelectua­l, humano y social en la escuela.
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Los problemas del mundo real, a veces, no tienen una única solución correcta, a diferencia de los exámenes tradiciona­les a los que estamos acostumbra­dos.
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No es algo con lo que se nace: la inteligenc­ia adaptativa crece, florece y se fortalece por la interacció­n con el entorno.
SHUTTERSTO­CK No es algo con lo que se nace: la inteligenc­ia adaptativa crece, florece y se fortalece por la interacció­n con el entorno.
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