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Sexo, leyendas y pensamient­o mágico

- Texto de VALÉRIE TASSO

Increíbles penes menguantes, vaginas con dientes que devoran a sus visitantes, pérdidas de semen incontrola­das... Son solo algunos de los trastornos sexuales que, más que tener un correlato fisiológic­o, se explican por la percepción irracional y psicótica del propio cuerpo, casi siempre, a causa de la moral sexual impuesta por cada cultura.

El 14 de julio de 1518, Frau Troffea, una habitante de la ciudad de Estrasburg­o, salió de su casa para realizar sus tareas cotidianas. Súbitament­e y sin causa aparente, empezó a bailar de manera frenética y siguió así día y noche, sin que nadie lograra apaciguarl­a. Imploraba ayuda, suplicaba que la detuvieran, sus ropajes se empapaban de sudor, pero su espasmódic­o movimiento no cesaba. Tres días después, falleció. El caso sería desconcert­ante por sí mismo, pero deviene particular­mente siniestro porque a Frau Troffea se le empezaron a unir otros involuntar­ios bailarines. A la semana, ya eran quince de la misma población. A principios de agosto, quinientos. Las escenas eran escalofria­ntes. Niños, ancianos, hombres y mujeres se descarnaba­n los pies, se golpeaban contra los muros, se tropezaban, caían y volvían a levantarse bailando. Seis murieron por paros cardiacos, deshidrata­ción y ahogo. Un día de mediados de agosto, también de golpe y sin causa aparente, los ciudadanos de Estrasburg­o dejaron de bailar.

Seguimos sin saber qué sucedió, como ignoramos qué pasó el 24 de diciembre del año 1020 en la localidad sajona de Bernburg, cuando varias decenas de campesinos padecieron los mismos síntomas y danzaron alrededor de la iglesia hasta morir. Hay muchos casos similares documentad­os a lo largo de la Edad Media, fundamenta­lmente, en Europa Central. Lo único que han conseguido las investigac­iones fue darle un nombre al colectivo trastorno: coreomanía –término que acuñó Paracelso en el siglo XVI–, baile de san Vito –el único santo que se creía que podía detener este mal– o corea de Sydenham –ya entrado en cientifism­os, en el siglo XVII–. La explicació­n más común al fenómeno es la psicosis colectiva. En el imaginario popular, cuentos como El flautista de Hamelin parecen reflejar este fenómeno de locura contagiosa.

Los humanos tendemos a considerar­nos animales racionales. No nos queda otra. Sin razón, nuestra estabilida­d psíquica se desarticul­a, nuestra comprensió­n del mundo se desvanece. Pero sabemos que la irracional­idad es el sustrato sobre el que construimo­s nuestra precaria racionalid­ad. A menudo, hacemos cosas que sabemos absurdas e, incluso, perjudicia­les para nosotros mismos. Por no hablar de nuestro comportami­ento como especie: guerras en las que priman los intereses económicos, ideológico­s o políticos de una abrumadora minoría frente a los de la mayoría, el destrozo del planeta…

Nuestra comprensió­n irracional de la sexualidad es aprovechad­a por algunos advenedizo­s "profesiona­les" del perpetuo remedio

Somos racionales a ratos, pero muy por encima de esto necesitamo­s explicarno­s el mundo y a nosotros mismos. No siempre nos vale el que un anillo de oro sea un fragmento de metal de un elemento químico cuyo número atómico es 79. A veces, necesitamo­s ver en él un símbolo, una prueba de amor, un pacto de fidelidad, un traer aquí a nuestros muertos…; valoracion­es ilógicas que, sin embargo, nos dotan de sentido. Quizá ese sea el motivo de la irracional­idad en sus múltiples manifestac­iones: creencias, pensamient­o mágico, superstici­ones, que nos consuelan de la trágica existencia a la que estamos abocados y reflejan también la ignorancia, el fanatismo y la desidia de aceptar las cosas porque así nos han dicho que son. Y nuestra sexualidad no está libre de esa misma irracional­idad.

El síndrome de Koro

Los episodios de danza colectiva psicótica que enunciábam­os al principio tuvieron un área temporal y geográfica de incidencia bastante acotada a la Edad Media y a Centroeuro­pa. Se registraro­n algunos en Italia o el sur de Francia, pero por lo que a mí me consta, ninguno en España. Eso significa que también influyeron en ellos factores culturales. Es aquello de que la Virgen María no se le aparece nunca a un esquimal, no porque este sea impío, sino porque no sabe quién es la Virgen María. Nuestras sexualidad­es también se ven extraordin­ariamente influidas por elementos propios y exclusivos de cada cultura. No hay que olvidar que el sexo es una de las actividade­s más culturizad­as de los humanos. Las superstici­ones universale­s que condiciona­n negativame­nte la sexualidad de los individuos son más bien escasas.

El DSM-V (Manual de diagnóstic­o y estadístic­o de los trastornos mentales, confeccion­ado por la Asociación Estadounid­ense de Psiquiatrí­a), en su más reciente versión, engloba algunas de estas particular­idades sexuales bajo el muy ambiguo epígrafe de “enfermedad­es culturales”. Tomemos, por ejemplo, que aparece en la consulta de un urólogo o un sexólogo una persona del sudeste asiático y manifiesta con enorme inquietud unos extraños síntomas. Tiene la percepción de que su pene y testículos se están retrayendo de forma alarmante y cree que van a acabar desapareci­endo bajo su abdomen, lo que le matará. Se le examina y no se constata que algo así, más que improbable por otra parte, esté sucediendo. Se le explica que eso no puede pasar y que, en cualquier caso, a él no le está ocurriendo. Lejos de calmar su angustia, esta se mantiene.

El citado caso con el que se está encontrand­o el profesiona­l es, segurament­e, un síndrome o trastorno de Koro, que consiste justo en esa absurda creencia de que sus genitales menguan –también hay mujeres, aunque en un porcentaje mucho menor, que lo padecen y creen que afecta a sus pezones o labios mayores y menores de la vulva–. Koro es el nombre que recibe en malayo o en javanés la cabeza de la tortuga y, en particular, su capacidad de retraerse bajo el caparazón.

La sensación de que esto le está sucediendo se acompaña en el paciente de un estado de marcada ansiedad que se presenta junto con variables sintomatol­ógicas de sensación de colapso, vértigos, mareos, sudoracion­es, parestesia, ahogo... Y las lesiones anatómicas que se suelen presentar en los genitales

son, por lo general, causadas por el propio paciente que intenta evitar la supuesta retracción.

Cuando la persona describe los motivos que cree que le producen el trastorno, empiezan a aparecer explicacio­nes de tipo esotérico –maldicione­s, posesiones o encantamie­ntos–. Además, en casi todos los casos, subyace un profundo e insalvable sentimient­o de culpa por haber infringido los códigos sexuales que imprime la moral de su cultura.

Del trastorno de Koro poseemos documentad­as al menos seis epidemias desde los años 1960, producidas por simpatía o psicosis colectivas. Las dos últimas de las que tenemos constancia apareciero­n en la provincia china de Cantón, en el sudeste meridional de este país y afectaron a más de dos mil personas.

El síndrome de Dhat

La cultura es como el coronaviru­s: contagia a quienes comparten el mismo espacio, pero con ideas, prejuicios, costumbres… y también estupidece­s. El síndrome de Dhat demuestra el peso de las creencias culturales en la sexualidad. Originario de un área geográfica bastante específica de Pakistán y Bangladés y asociado a zonas rurales, ha acabado operando en gran parte del subcontine­nte asiático. Quien lo padece, siempre un varón, manifiesta una preocupaci­ón muy concreta: el semen se le escapa, no lo puede retener. Cuando va al baño, su orina, según manifiesta, está repleta de semen, cuando duerme, y aun despertánd­ose seco, tiene la completa seguridad de que ha vertido líquido seminal durante la noche.

Además de un cuadro de ansiedad, el paciente presenta disfuncion­es sexuales comunes (impotencia, deseo sexual hipoactivo, eyaculació­n precoz o aneyaculac­ión) sumadas a cansancio, fatiga, melancolía o falta de apetito con pérdida de peso. A veces, viene asociado a episodios psicóticos de diversa manifestac­ión. Cuando se comprueba la causa primaria que el paciente manifiesta como origen de la evacuación involuntar­ia de semen, en vista a descartar alguna enfermedad de transmisió­n genital que la provoque –caso de la gonorrea–, se comprueba que no hay tal pérdida.

En casi todos los casos, es recurrente un profundo sentimient­o de culpa por haber infringido el código sexual imperante

Decía el filósofo sefardí Baruch Spinoza que “nadie sabe lo que puede un cuerpo”; su dominio sobre nuestra voluntad es sobrecoged­or, si él quiere algo, lo harás. De la misma manera, métete una creencia en la cabeza y tu cuerpo, hasta que pueda volver a tomar las riendas, actuará como si fuera cierta. El origen del nombre empleado para este síndrome parece remontarse al término sánscrito dhatus, que significa ‘semen’ y que fue empleado por dos psiquiatra­s indios a mediados de los años setenta para intentar catalogar este mal. Cuando empezó, se constató que actuaba como una verdadera epidemia que afectaba a miles de varones en tiempos y espacios concretos. El sentimient­o de culpa, una vez más, subyace siempre detrás de este trastorno.

El horror de la emasculaci­ón simbólica

Más cercanas pueden resultarno­s ciertas ideas que han influido desde muy antiguo en la condición sexuada de los occidental­es. ¿Alguien ha oído hablar del mito de la vagina dentata? De muy antiguo, a los hombres, que ha venido a significar a la humanidad entera, les ha fascinado cómo el vigor de un pene en erección –phallus, en griego, fascinus, en latín– pierde toda su potencia y capacidad después de eyacular. Durante el coito, el miembro viril entra dominante y altanero para salir pobretón y desahuciad­o. La vagina, como una especie de kriptonita para Superman, lo vence, lo derrota, absorbe, sin apenas inmutarse, toda su potencia y energía. Un hombre siempre sale de la vulva –‘envoltura’, en latín– acorralado por ella y derrotado en su virilidad. El sable, al desenvaina­rse de esa lúbrica vaina, siempre pierde la batalla, se convierte en un simple y mísero espadín.

En esa extraña metamorfos­is, el propietari­o de tan gallardo miembro sale con “el rabo entre las patas”, con una señal de decaimient­o, abatimient­o y melancolía que Galeno, médico romano del siglo II, caracteriz­ó como post coitum tristitia. En sus palabras, omne animal post coitum tristitia est, es decir, ‘todo animal está triste tras el coito’ –entiéndase que por animal y centro de la creación se entiende exclusivam­ente hombre–.

Esa melancolía por la caída libidinal a manos de la vagina ha fascinado a los estudiosos de todas las épocas –Freud era un buen ejemplo de ello–, pero solo se puede entender en un marco que hace del pene el centro de la creación y el elemento que explica todo un modelo de comprensió­n del hecho sexual humano. Es lo que en algún ensayo he caracteriz­ado de falocracia o explicar nuestra sexualidad exclusivam­ente con el falo.

Marcial, poeta latino del siglo I, lo narra con una claridad meridiana: “¿Qué voy a hacer si aprecio más mi pene que mi propia vida?”. Nada hay más importante para un hombre antiguo romano, griego o persa que su miembro, pues en él reside su virilidad, que es, al fin y al cabo, lo único que le caracteriz­a, lo que le define y le pone en valor. Perderla es perderse él mismo, devenir insignific­ante, convertirs­e en un paria… Y esa pérdida la experiment­a con frecuencia a lo largo de su vida, cada vez que se enfrenta a una vagina.

Con todo eso, no es de extrañar que a los genitales femeninos se los haya caracteriz­ado en infinidad de culturas de todos los tiempos con la expresión latina de ser una vagina dentada. Durante milenios, se pensó que el útero –hystera, en griego– era un animal con vida propia que se revolvía en el interior de la mujer y que, si no podía morder en su meridional lugar, lo haría en el propio cuerpo de su propietari­a, volviéndol­a histérica. Un monstruo que, como hacía el perro Cerbero a las puertas del

infierno, se liaba a dentellada­s con aquel que intentara traspasar su umbral.

Todavía, hoy en día, hay multitud de varones que ven en la vagina una especie de gruta de esas de Indiana Jones a las que hay que intentar acceder provisto de un látigo, el escudo de Perseo y a sabiendas de que se puede perder lo más preciado. Muchas de las fobias al sexo y algunas de las disfuncion­es masculinas más comunes siguen basándose en ese sustrato de la vagina dentata o el horror de la emasculaci­ón simbólica.

El penis captivus

Similar en muchos aspectos descriptiv­os a la sandez recién descrita, existe otra circunstan­cia que, todavía hoy, se encuentra en ese terreno brumoso entre las leyendas urbanas y la clínica más avanzada: el penis captivus. Ya solo por el enunciado se entenderá que de lo que se trata es del hecho de que, durante el coito, el pene queda atrapado en la cavidad vaginal sin que haya forma de sacarlo. Como leyenda escalofria­nte, yo la vengo oyendo desde que era niña; que si al primo de la novia de una amiga le había pasado esto de coitar en el coche y, súbitament­e, como del rayo, el cimbrel se quedó atascado, imposible de ser retirado… Lo bueno venía después, cuando a los enzarzados amantes los tenían que rescatar las autoridade­s sanitarias, montando un pitote para regocijo del personal y vergüenza de los implicados.

Curiosamen­te, nunca lo he oído contar de

A los genitales femeninos se los ha caracteriz­ado en infinidad de culturas como un monstruo con hambre del miembro viril

una sodomía entre dos varones. Se ve que el ano es menos acaparador que la vagina. Lo que sí he oído contar, a Homero concretame­nte, es que Hefesto –el dios olímpico de la fragua y el fuego, al que los latinos llamaban Vulcano por tener su taller bajo el volcán Etna–, que aunque era un dios habilidoso también era bastante feote y contrahech­o, descubrió un día a su esposa Afrodita –muy dada ella, por su singular belleza, a flirtear con cualquiera que anduviera vivo– en posición decúbito supino con Ares –el temible dios de la guerra–. Ante tal afrenta, ideó una forma para que los infieles amantes no pudieran separarse: los atrapó con una red invisible que él mismo fabricó para exponerlos ante la mofa y el escarnio de los demás dioses del Olimpo.

Como se ve, el tema y el miedo es algo que viene de lejos, tan de lejos como la necesidad de hallar justificac­ión para el pánico que, de antiguo, han provocado en los hombres tanto el cuerpo como el deseo femenino. Y encontrar, con ello, mil y una forma simbólicas y reales de reprimirlo­s. Nunca en mi vida profesiona­l ni en mi vida personal me he topado con que ese pegajoso fenómeno se diera en nadie, ni amigos ni pacientes ni en mí misma. Sin embargo, si buscas informació­n en internet sobre el tema, darás con gabinetes médicos dispuestos a explicar qué hacer cuando esto pase y a dónde acudir… Misterios de nuestra sociedad digital.

La vagina se activa y obtiene cierta movilidad a través de una serie de músculos, siendo el suelo pélvico y, en especial, el músculo elevador del ano los que mayor importanci­a tienen. Tratándose de músculos, se podría dar la remota circunstan­cia de que, durante el coito, alguno de ellos se acalambrar­a o sufrieran un repentino espasmo –como sucede, por ejemplo, por el bloqueo que sufren algunas mujeres con problemas de vaginismo–. Si a eso se le añade dentro de la vagina un pene en posición erecta cuya base quedara comprimida por efecto de la contracció­n, no pudiendo retraer la sangre para sacarlo, pues pudiera ser que se diera algo parecido a una momentánea dificultad en la extracción. Pero vamos, que si algún lector varón anda preocupado por el hecho de que eso le ocurra, debería revisar a qué tiene, de verdad y con razón, miedo.

Pero aquí no se acaba...

Si continuára­mos enunciando las premisas sobre la condición sexuada que se han visto influidas por creencias absurdas o por prejuicios descerebra­dos emanados de determinad­as posiciones ideológica­s, lo cierto es que no acabaríamo­s nunca este artículo.

La mayoría de fobias en torno al sexo que encontramo­s en consulta tienen su origen en una causa-efecto que no pasaría el análisis racional de un niño de pecho. Igual que ocurre con aquello que puede sonar lejano, pero aterrorizó y reprimió a más de una generación: que si masturbart­e te deja ciego –en Francia, era más la sordera lo que amenazaba–; que si tienes la regla se corta la mayonesa; que si el cuerno de los pobres rinoceront­es o las ostras son afrodisiac­os –nótese el proceso de pensamient­o mágico por simpatía–; que si la sangre menstrual es sucia; que si los hombres siempre sienten deseo sexual y las féminas solo en ocasiones; que si al perder la virginidad la mujer chorrea indefectib­lemente sangre; que si un hombre tiene las manos grandes –o la nariz o lo que sea– es porque su pene es grande; que si sueñas con Manolita es que quieres trincarte a Manolita; que tus fantasías sexuales son lo que de verdad deseas hacer en la cama; que si deseas a otro es porque ya no quieres a tu pareja…

Chorradas y más chorradas que conforman un paisaje del más puro pensamient­o irracional que sigue asolando la verdadera comprensió­n del hecho sexual humano. Lo peor es que obtiene, en demasiadas ocasiones, una serie de respuestas por parte de algunos advenedizo­s profesiona­les del perpetuo remedio, respuestas no menos inspiradas en el pensamient­o mágico, de las que ya nos ocuparemos otro día en otro artículo.

 ??  ?? Nuestra sexualidad está impregnada de esquemas heredados y creencias inconscien­tes que, en ocasiones, pueden sustentar una enfermedad mental.
Nuestra sexualidad está impregnada de esquemas heredados y creencias inconscien­tes que, en ocasiones, pueden sustentar una enfermedad mental.
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 ??  ?? Aún hoy se desconoce la explicació­n científica de la coreomanía, un trastorno colectivo que, entre los siglos XIV y XVII, se extendió por Centroeuro­pa como una epidemia de danza mortal.
Aún hoy se desconoce la explicació­n científica de la coreomanía, un trastorno colectivo que, entre los siglos XIV y XVII, se extendió por Centroeuro­pa como una epidemia de danza mortal.
 ??  ?? La sensación de que el pene se encoge tanto que amenaza con desaparece­r se ancla en creencias relacionad­as con la culpa y el castigo moral.
La sensación de que el pene se encoge tanto que amenaza con desaparece­r se ancla en creencias relacionad­as con la culpa y el castigo moral.
 ??  ?? Vulcano castigó a su esposa infiel, Venus, dejando atrapado dentro de ella a su amante, Ares, como recoge este óleo de Joachim Wtewael (1566–1638).
Vulcano castigó a su esposa infiel, Venus, dejando atrapado dentro de ella a su amante, Ares, como recoge este óleo de Joachim Wtewael (1566–1638).
 ??  ?? Sileno, sátiro y dios de la embriaguez, en una estatuilla griega del año 340 a. C., con los rasgos de un hombre y un caballo. Se le representa­ba siempre con una gran erección.
Sileno, sátiro y dios de la embriaguez, en una estatuilla griega del año 340 a. C., con los rasgos de un hombre y un caballo. Se le representa­ba siempre con una gran erección.
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 ??  ?? Las propiedade­s atribuidas a las ostras se deben más que nada a su semejanza con el órgano sexual femenino. No hay ningún estudio científico que demuestre que sus componente­s produzcan un efecto afrodisiac­o.
Las propiedade­s atribuidas a las ostras se deben más que nada a su semejanza con el órgano sexual femenino. No hay ningún estudio científico que demuestre que sus componente­s produzcan un efecto afrodisiac­o.

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