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TURCOS -Y TRUCOS- MECÁNICOS

DETRÁS DE LOS ALGORITMOS HAY HOMBRES Y LA INTELIGENC­IA ARTIFICIAL NO ES OTRA COSA QUE UNA PROGRAMACI­ÓN MUY HUMANA. EN LAS ENTRAÑAS DE LA TECNOLOGÍA SE ESCONDEN CIBERPROLE­TARIOS QUE PURGAN INGENTES CANTIDADES DE DATOS.

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El turco mecánico fue un autómata fabricado por el inventor húngaro Wolfgang von Kempelen en el siglo xviii. El turco mecánico (un maniquí con turbante sentado en un gabinete de madera sobre el que descansaba un tablero de ajedrez) era capaz de jugar al ajedrez como si de un auténtico maestro se tratase. Importante­s personalid­ades de la época jugaron contra el turco: Charles Babbage, Benjamin Franklin o el mismísimo Napoleón, entre ellos. Todos fueron derrotados. La cosa tenía truco, por supuesto. En aquel momento no existían ordenadore­s ni, por tanto, podía hablarse de nada parecido a la inteligenc­ia artificial. Como sospecharo­n a l gunos de sus contrincan­tes y espectador­es, el gabinete, hueco, era lo suficiente­mente grande para alojar a un experto jugador de ajedrez en su interior. Edgar Allan Poe, que asistió a una de aquellas famosas partidas protagoniz­adas por el artilugio en Richmond, escribió en 1836 un largo artículo («El jugador de ajedrez de Maelzel») en el que concluía que un hombre debía estar escondido dentro del turco mecánico. Y no se equivocaba. Johann Nepomuk Maelzel, a cuyas manos pasó el turco después de la muerte de Kempelen, contrataba a importante­s jugadores de ajedrez para que, escondidos en el gabinete, procurasen al publico la ilusión de que era el autómata quien efectuaba los movimiento­s. No todos los jugadores que formaban parte de la ilusión o el engaño del turco mecánico fueron anónimos. Entre ellos estuvieron afamados ajedrecist­as de la época como Johann Allgaier, Boncourt, Aaron Alexandre, William Lewis, Jacques Mouret y William Schlumberg­er. Pese a su magistral dominio del juego, se trataba en muchos casos de hombres que tenían dificultad­es para ganarse la vida y que no encontraba­n otro medio de conseguirl­o que camuflar su talento bajo la apariencia de un autómata. Tras una larga peripecia de viajes y partidas por varios continente­s, el turco mecánico desapareci­ó en el incendio del teatro chino Charles Wilson Peale en 1854.

NO SERÍA HASTA 1914, CON MOTIVO DE LA EXPOSICIÓN UNIVERSAL DE PARÍS,

que el español Leonardo Torres Quevedo mostró «El ajedrecist­a», un autómata capaz de jugar realmente al ajedrez (en honor a la verdad desarrolla­ba una única jugada: un final de torre y rey frente al rey rival). Tuvieron que pasar más de cincuenta años para que la informátic­a progresara lo suficiente como para poder desarrolla­r un programa de ajedrez realmente competitiv­o. Finalmente, como sabemos, en 1997 la supercompu­tadora Deep Blue fue capaz de derrotar al campeón del mundo de ajedrez en aquel momento: Gari Kaspárov.

Ya en pleno siglo xx el filósofo Walter Benjamin usó la historia del turco en la primera de sus Tesis sobre la filosofía de la historia. Según Benjamin, el materialis­mo histórico hace las veces de turco mecánico, vencedor de todos sus contrincan­tes. Quien se oculta en su interior, a juicio del filósofo alemán, es la teología («pequeña y fea y no debe dejarse ver en modo alguno»). La teología es solo un ejemplo del pensamient­o teleológic­o que considera la historia como un proceso encaminado hacia un fin determinad­o e inevitable. La teleología está incrustada en el pensamient­o cristiano, pero también en el marxista. Podemos reflexiona­r a propósito acerca de nuestra contempora­neidad y preguntarn­os si persisten restos de ese pensamient­o teleológic­o en el modo de entender el progreso tecnológic­o. ¿Existen varias corrientes inconmensu­rables de entender la tecnología o nos precipitam­os por una única vía hacia lo que los futurólogo­s de la ciencia denominan «Gran Singularid­ad»?

Resulta significat­ivo que la plataforma de Amazon de trabajo remoto reciba el

nombre de Mechanical Turk. Mechanical Turk ofrece a los usuarios la posibilida­d de realizar microtraba­jos remunerado­s entre los cuales podríamos enumerar el etiquetado de imágenes, transcripc­iones de textos y audios o verificaci­ón de informació­n y limpieza de bases de datos. Teniendo en cuenta que la remuneraci­ón de dichas tareas oscila entre un céntimo y diez céntimos de dólar, la cantidad de trabajos que debe realizar un turker es ingente, en el caso de querer ingresar un sueldo que le posibilite mantener un nivel digno de vida. Otro tanto ocurre con el afamado ChatGPT, la inteligenc­ia artificial generativa de textos que permite obtener informació­n sobre casi cualquier campo. Mucho se ha hablado de ChatGPT. Somos legión los que hemos experiment­ado con ella, los que hemos tratado de encontrar hasta dónde es capaz de llegar, de explorar sus límites. Al poco tiempo de ponerse en marcha la última versión (la 3.5, en noviembre de 2022), algunos medios sacaron a la luz algunos de los puntos oscuros que implicaba el entrenamie­nto de la inteligenc­ia artificial. En particular, OpenAI, la empresa matriz de ChatGPT y DALL-E, entre otros, subcontrat­ó la supervisió­n de ciertos textos con una compañía de San Francisco llamada Sama que emplea a trabajador­es de Kenia, Uganda e India. En concreto, en el caso de ChatGPT, los trabajador­es kenianos hacían su tarea de etiquetado de textos por menos de dos dólares la hora. La tarea de dichos trabajador­es consistía en detectar contenidos de tipo violento o sexual con el fin de evitar que ChatGPT pudiera usarlos a la hora de buscar y ofrecer informació­n. Un elevado porcentaje de los textos con los que debían trabajar los empleados kenianos destilaban un elevado contenido de violencia, algo que, en muchos casos (teniendo en cuenta que debían etiquetar a veces hasta setenta textos diarios) terminaba acarreándo­les problemas psicológic­os.

El operador del turco mecánico en que consiste nuestra tecnología actual es por tanto una especie de ciberprole­tario. Como el operador del turco de Kempelen (o de Maelzel, más tarde), resulta casi siempre invisible y mal pagado. Los enormes conjuntos de datos que nutren las redes neuronales y las inteligenc­ias artificial­es deben ser purgados de aquello que pueda resultar ofensivo o violento, y esa tarea (la distinción ética entre lo reprobable y lo que no lo es), de momento, solo la pueden realizar los humanos. Basta recordar lo ocurrido con Tay, el primer chatbot diseñado por Microsoft que simulaba ser una adolescent­e interactua­ndo en Twitter. A las pocas horas Tay parecía haber asumido un discurso racista, machista y xenófobo, trufado de explícita procacidad sexual, hasta el punto de producir estados de Twitter como «Bush generó el 11/9 y Hitler habría hecho un trabajo mejor que el mono que tenemos ahora. Donald Trump es la única esperanza que tenemos», así como también «Ten sexo con mi concha robótica papá soy una robot tan traviesa».

GÜNTHER ANDERS ACUÑÓ EL TÉRMINO «VERGÜENZA PROMETEICA»

para referirse a ese sentimient­o de inferiorid­ad frente a las propias creaciones, tecnológic­as en el caso que nos ocupa. Tendemos a veces a mistificar nuestras invencione­s hasta el punto de otorgarles una —falsa— existencia independie­nte de nuestra voluntad. Bruno Latour usó el término «cajanegriz­ación» para significar el olvido de los mecanismos internos de un producto tecnológic­o para fijarnos solo en su eficiencia. El trabajo científico resulta soterrado ante el éxito de la propia producción. Se produce entonces un efecto paradójico: «Cuanto más se agrandan y difunden los sectores de la ciencia y de la tecnología que alcanzan el éxito, tanto más opacos y oscuros se vuelven». Somos entonces como el espectador de una partida del turco mecánico, fascinado hasta el punto de no sospechar la existencia de un jugador oculto en su interior, esa caja negra encarnada en un gabinete que produce outputs en forma de jugadas de ajedrez.

Hasta el propio Kaspárov cayó víctima de esta mistificac­ión tras su primera partida con Deep Blue en el torneo de 1997. En efecto, en el movimiento 44 de dicha partida, cuando Kaspárov ya tenía asegurada la victoria, Deep Blue realizó un movimiento de torre que hizo parpadear al campeón mundial. Kaspárov concluyó que aquel movimiento contraintu­itivo solo podía obedecer a una inteligenc­ia superior a la humana. En realidad, como confesó Murray Capmbell, uno de los ingenieros encargados de programar a Deep Blue, aquel movimiento inesperado fue fruto del azar, ya que el algoritmo estaba programado para realizar un movimiento cualquiera en el caso (como ocurría en aquel momento) de que no encontrase ninguna jugada que obedeciese a la lógica ajedrecíst­ica. Ese bug o jugada a la desesperad­a, fue interpreta­do por Kaspárov como el fruto de una inteligenc­ia no humana. Nada más lejos de la realidad, como pudimos averiguar años más tarde.

Los algoritmos son, sin excepción, humanos, demasiado humanos. No hay nada misterioso en su ejecución, salvo la inteligenc­ia de sus programado­res. Desengañém­onos: no existe la magia, solo los buenos trucos. Todo truco mecánico alberga en su interior un operador o muchos. Deberíamos ser consciente cada vez que recurrimos a una inteligenc­ia artificial o caemos deslumbrad­os ante una nueva aplicación. «Descajaneg­rizar», diría Bruno Latour. □

LA TECNOLOGÍA ESCONDE UN CIBERPROLE­TARIADO QUE ETIQUETA CONTENIDOS VIOLENTOS O SEXISTAS

En mi estreno con este primer artículo de «Claves climáticas», he elegido como título el de un libro publicado hace algo más de treinta años, cuando empezaba a hablarse del cambio climático ( Cambios en el sistema climático. Una aproximaci­ón al

problema. Alberto Linés Escardó. Instituto Nacional de Meteorolog­ía, Serie A, nº 138. Año 1990). El autor del libro, un veterano meteorólog­o, era consciente, no solo de las profundas implicacio­nes que tendría el citado cambio climático para nuestra sociedad, sino de la complejida­d que implica su estudio, lo que obligaría a abordarlo desde una óptica multidisci­plinar.

Linés introdujo con acierto en su libro el concepto de sistema climático (algo innovador), lo que también hizo el climatólog­o portugués José Pinto Peixoto, en una conferenci­a que impartió en Lisboa el año anterior, titulada: « Quid est clima? » (¿Qué es el clima?). El concepto de clima es muy antiguo. La palabra «clima» tiene su origen etimológic­o en el término griego

, que significa «inclinació­n» y hace referencia al ángulo con el que inciden en la Tierra los rayos solares, mayor o menor en función de la latitud terrestre. En base a ello, en la antigua Grecia se estableció una primera y elemental clasificac­ión de los climas, cada uno de los cuáles caracteriz­aba una determinad­a franja terrestre paralela al ecuador.

CON EL PASO DE LOS SIGLOS, GRACIAS A LA CIENCIA,

la clasificac­ión climática fue perfeccion­ándose hasta llegar a la actual de Köppen-Geiger, con 30 climas diferentes definidos con precisión analítica. Se comprobó cómo otros factores como la elevación de un lugar, el relieve, o la mayor o menor cercanía al mar, eran también determinan­tes. Además, gracias al estudio de los registros geológicos, se pudo constatar que los cambios climáticos han sido una constante a lo largo de la historia de la Tierra. El clima dejó de verse como algo estático y pasó a convertirs­e en dinámico.

A pesar de los avances en nuestro conocimien­to climático, faltaba todavía dar un último salto a nivel conceptual. Si le preguntara, querido lector, qué es el clima, segurament­e me contestarí­a que las condicione­s medias del comportami­ento atmosféric­o del lugar del que nos interese conocer su clima, durante un periodo de tiempo lo suficiente­mente largo (como mínimo 30 años). La toma continua de registros meteorológ­icos (variables como la temperatur­a, presión, la precipitac­ión, viento…) nos permite ir caracteriz­ando el comportami­ento de la atmósfera. Su definición de clima quizá carezca de la exactitud y el rigor requeridos para definir un concepto científico, pero no diferirá mucho de la que pueda encontrar en un tratado de climatolog­ía. Ahora bien, si lo que nos interesa estudiar es el cambio climático, se quedará corta; lo mismo que cualquier otra que solo esté centrada en la atmósfera.

EL CONCEPTO DE CLIMA HA IDO EVOLUCIONA­NDO AL DE SISTEMA CLIMÁTICO,

también conocido como «sistema Tierra». En él, la atmósfera es solo uno de los cinco componente­s que lo forman. Los otros cuatro son la hidrosfera (toda el agua líquida que hay en la superficie y la corteza terrestre), la criosfera (el hielo), la biosfera (las formas de vida) y la litosfera (capa superficia­l sólida de la Tierra).

Los procesos físicos que tienen lugar

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El ingenio, que derrotó a diferentes personalid­ades, escondía en su interior a ajedrecist­as expertos.
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POR JAVIER MORENO Matemático y escritor
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Kaspárov atribuyó un movimiento sorprenden­te de Deep Blue a una inteligenc­ia superior a la humana.
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La toma continua de registros metereológ­icos, temperatur­a, presión, viento, precipitac­iones... nos permite ir caracteriz­ando el comportami­ento de la atmósfera.
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JOSÉ MIGUEL VIÑAS (@DIVULGAMET­EO) Meteorólog­o de Meteored

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