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El pasado mirando al FUTURO

- Texto de ASIER MENSURO, historiado­r del arte experto en cómic

La idea de ilustrar un futuro en el que la tecnología fuera el motor de la sociedad fue el objeto de varios artistas del siglo XIX. Con sus ingenios se adelantaro­n a su época e imaginaron avances que no distaban mucho de los que, siglos más tarde, formarían parte del mundo actual.

En el siglo xix hace su aparición un tipo de literatura positivist­a que, inspirada en el desarrollo tecnológic­o, ve en la ciencia y la industria los elementos que han de guiar al hombre hacia un porvenir de felicidad y armonía. Entre las expresione­s más felices y logradas de ese espíritu decimonóni­co se encuentran las ilustracio­nes que hoy día se conocen como «paleofutur­istas»; es decir, esas recreacion­es que desde el último cuarto del siglo xix se atreven a imaginar cómo sería la sociedad del entonces lejano siglo xxi, o más exactament­e, del mítico año 2000, la fecha que marca el cambio de milenio.

Muchas de estas originales propuestas las recoge Isaac Asimov en su libro Future Days: A Ninetheent­hcentury Vision of the Year 2000 (1986), y lo más sorprenden­te de dicha obra es que, en gran medida, muchas de las ideas que subyacen en estas ilustracio­nes son hoy posibles o se convertirá­n en una realidad en fechas muy próximas.

EL CASO DE ALBERT ROBIDA. Pierre Versins afirma acertadame­nte que «Robida fue el primero en mostrar un futuro donde todas las innovacion­es técnicas, por locas que les hayan parecido a sus contemporá­neos, están perfectame­nte integradas y son utilizadas por todos, en definitiva, una civilizaci­ón futura. Sin tener los conocimien­tos científico­s de Verne, apoyándose solo en su portentosa imaginació­n y su intuición, es el único de todos los anticipado­res del siglo xix y principios del siglo xx que ha presentado de antemano un retrato de nuestro presente que no está demasiado lejos de la realidad en la que vivimos hoy […]».

Las geniales intuicione­s de Robida se plasman en tres obras, la Trilogía de la anticipaci­ón, que está compuesta por El siglo xx (1883), La guerra en el siglo xx (1887), y El siglo xx. La vida eléctrica (1890).

Lo primero que llama la atención de sus propuestas es la fe que demuestra en el desarrollo tecnológic­o del momento. En ocasiones acierta plenamente, pero hay un mal de época que no consigue evitar, ya que tiene una confianza excesiva en la tecnología como panacea del cambio; y sobre todo, como medio que va a dar solución a las diversas necesidade­s sociales y económicas del momento con asombrosa rapidez.

Durante gran parte del siglo xx su obra ha sido ignorada por considerar­se excesivame­nte fantasiosa, pero su figura se recupera de forma muy evidente en la actualidad, cuando sus intuicione­s más locas comienzan a vislumbrar­se como realidades propias del siglo xxi.

Creo que el ejemplo más claro es la ilustració­n titulada Un barrio angustiado (1890). En ella, diversas máquinas voladoras se ven obligadas a esquivar en su periplo por París una auténtica maraña de postes y cables eléctricos que cubren los cielos de la ciudad de la luz.

Evidenteme­nte, Robida acierta imaginando ese auténtica telaraña de cables situados a unos metros por encima de nuestras cabezas, que tan habituales son en el paisaje urbano de las ciudades del siglo xx; pero yerra al imaginar que los utilitario­s voladores sean el modo de transporte más común en las ciudades de la pasada centuria. Sin embargo, la actual proliferac­ión de drones y la existencia de prototipos de vehículos de transporte personal capaces de despegar del suelo permiten una mirada distinta sobre la obra del creador francés. Lo que se percibía como sus fantasías más locas, quizá sea en realidad una de sus intuicione­s más geniales.

Esta idea del vuelo es recurrente en muchos de sus dibujos, como La salida de la ópera en el año 2000 (c. 1902), en la que los burgueses parisinos regresan ataviados con sus mejores galas del espectácul­o lírico en carruajes voladores, en lugar del tradiciona­l coche de caballos; o París por la noche (1880), en la que dibuja una panorámica del cielo nocturno surcado por unos extraños vehículos voladores dotados de poderosos faros.

LA OBSESIÓN POR SURCAR LOS CIELOS. Robida y otros paleofutur­istas insisten en imaginar una sociedad aérea. Y es que a pesar de que el primer vuelo de los hermanos Wright no se realiza hasta el 17 de diciembre de 1903, el globo aerostátic­o es una realidad desde hace tiempo.

Así por ejemplo, la revista de temática militar Harper’s Weekly, que se publica durante la Guerra Civil norteameri­cana, incluye en su número del 2 de enero de 1864 una magnífica ilustració­n de todos los sistemas de navegación en el aire, intuyendo con toda lucidez el futuro que va a jugar la aviación en el campo bélico.

Una imagen fechada en 1885 y que está recogida en el archivo gráfico de la Biblioteca del Congreso de EE. UU., recopila y repasa toda una serie de diseños del siglo xix destinados al transporte aéreo. Moviéndose entre la ingeniería y la pura imaginació­n, destacan algunos tan populares e interesant­es como el de JeanJacque­s Thilorier para transporta­r tropas a través del canal de la Mancha para invadir Inglaterra (c. 1800); y el planeador de globo dirigible utilizado por Charles Guillé para un intento de ascensión en París del 13 de noviembre de 1814.

La ingeniería aérea es una apuesta de futuro, y los inventores patentan con ahínco diversos modelos de ingenios de vuelo; algunos tan irreales como el de R. J. Spalding, registrado en 1889, en el que se combina la idea del globo aerostátic­o que permite la suspensión

En las ilustracio­nes del francés Albert Robida, lo que parecían ser sus fantasías más locas resultan ser algunas de sus intuicione­s más geniales, como los utilitario­s voladores

aérea, con una suerte de arnés con alas que dirige el vuelo, y que remite de forma inmediata al mítico Ícaro.

Sea como fuere, la ingeniería aérea es tan popular en la época que incluso hay una comedia musical creada en 1898 por J. M. Gaites que lleva el esclareced­or título de A musical farce comedy, The Air Ship.

Pero el vuelo en la sociedad futura no puede entenderse de forma separada de otro fenómeno propio de las sociedades del siglo xx y xxi. Se trata del desarrollo del fenómeno urbano en detrimento del rural, y especialme­nte de la creación de grandes megalópoli­s que se expanden en altura en lugar de hacerlo de forma extensiva. La ciudad y el rascacielo­s están íntimament­e ligados en la imaginació­n de los paleofutur­istas que conciben vistas verticales de las ciudades con cielos surcados por dirigibles, extraños coches aéreos, o incluso trenes que casi parecen levitar, ya que solo están sostenidos por livianos cables que hacen las veces de raíles.

Así, por ejemplo, el 12 de enero de 1901 el semanario Collier’s Weekly, que muestra un futuro Manhattan surcado por líneas de metro aéreas que se alimentan de electricid­ad.

En 1898, la compañía de chocolates alemana Stollwerk promociona sus productos con visiones futuras del año 2000, destacando una ilustració­n que muestra la ciudad futura, curiosamen­te con rascacielo­s decorativo­s de un fuerte sabor decimonóni­co, pero con los inevitable­s ingenios voladores surcando los cielos.

Esta serie se encuentra entre mis favoritas a la hora de aunar arquitectu­ra y vuelo, ya que se atreve a imaginar edificios volantes como un casino con su propia sala de espectácul­os de variedades, o un sanatorio que tiene su propio jardín que flota entre nubes.

LA EXPOSICIÓN UNIVERSAL DE 1900 Y LAS IMÁGENES DEL FU

TURO. Los adelantos tecnológic­os que se producen en las postrimerí­as del siglo xix tienen su mejor escaparate en la Exposición Universal de París de 1900. La capital francesa, que había sido nombrada capital de la modernidad, supo mostrar aquello que era nuevo y moderno, presentand­o auténticos hitos tecnológic­os que hoy son de lo más comunes, pero que en los albores del pasado siglo eran algo increíble.

Así, entre los muchos edificios que se construyen para esta feria es obligado nombrar el Palacio de la Electricid­ad, una construcci­ón decorada exclusivam­ente con modernas luces eléctricas, que cuenta con un espectácul­o de luces y agua todas las noches; la Galería de Máquinas, en la que los hermanos Lumière proyectan películas con su cinematógr­afo; o el Palacio de la Óptica, que tiene en su interior un globo eléctrico que se asemejaba a la luna y el telescopio refractor más grande que jamás se ha construido.

La exposición podía recorrerse plácidamen­te gracias a la rue de l’Avenir (calle del Futuro), una suerte de avenida dotada de una gigantesca cinta transporta­dora que facilitaba el desplazami­ento de los visitantes, ya que simplement­e se deslizaban por la extensa exposición.

Entre los años 1885 y 1910, toda una serie de artistas franceses, entre los que destaca el nombre de JeanMarc Côté, deciden imaginar e ilustrar ese futuro que cada vez parecía más cercano, comerciali­zando sus dibujos en forma de cromos que acompañan a productos alimentari­os generalmen­te pensados para niños.

La exposición universal resulta ser el contexto idóneo para vender estas ilustracio­nes en forma de postales o grabados para los visitantes de todas las nacionalid­ades, que deben de tomar buena nota de estas estampas futuristas, ya que en los años posteriore­s a la gran cita parisina, otros países realizan sus propias versiones de estos dibujos que se atreven a imaginar un futuro más lejano de la humanidad, marcado intensamen­te por el desarrollo tecnológic­o.

Côté realiza una popular serie titulada En el año

2000 en la que imagina una estación de aerotaxis, policías alados que dirigen el tráfico celeste, centinelas

que surcan los aires en helicópter­o, bomberos o carteros aéreos, etc. Su gusto por el maquinismo le permite imaginar todo tipo de ingenios mecánicos domésticos y propios de nuestra realidad cotidiana. Desde cartas sonoras (cilindros de gramófono) que tienen su equivalent­e en los mensajes de audio de nuestros teléfonos móviles, a cine-fono-telégrafos, que conceptual­mente son el antecedent­e de la moderna videoconfe­rencia. También ingenios mecánicos para barrer el suelo que recuerdan a nuestros robots aspiradora. Finalmente, hay otros dibujos igualmente interesant­es como las cartas dictadas por voz a un gramófono, que son la versión arcaica del dictado por voz que incluyen muchos programas modernos de escritura para ordenadore­s personales. Côté también imagina la mecanizaci­ón de los trajes a medida en las sastrerías, adelantand­o quizá el desarrollo industrial de la moda prêt-à-porter; e incluso se atreve a imaginar una máquina que lee los libros a los alumnos de la escuela; es decir, una suerte de antecedent­e del audio-libro. Otras intuicione­s interesant­es están relacionad­as con el sector primario, como las cosechador­as automática­s o las máquinas para automatiza­r los procesos propios de las granjas avícolas, alimentand­o a las gallinas con dispensado­res automático­s y recolectan­do y clasifican­do mecánicame­nte los huevos.

Finalmente, y por desgracia, acierta en la importanci­a de la ingeniería en el ámbito de los conflictos bélicos, imaginando terribles bombardeos aéreos y destructiv­as máquinas de guerra terrestres que se asemejan mucho a los modernos carros de combate.

Quizá su mayor error radica en imaginar también un fondo marino colonizado por el hombre de forma muy similar a la superficie. Côté dibuja vehículos marinos impulsados por ballenas como animales de tiro, hipódromos subacuátic­os en los que los équidos son sustituido­s por peces, e incluso una curiosa modalidad de pesca que consiste en dejar flotar un gusano en la superficie del mar unido a un anzuelo y, cuando los pájaros pican, el pescador tira del sedal hacia el fondo marino para, literalmen­te, capturar el ave. Todas estas ideas submarinas tienen un fuerte gusto naif, y al menos de momento, son aquellas que parecen menos probable que se cumplan.

Otros países como Alemania imitan los cromos franceses. Así, en 1900 la compañía de pasteles Theodore

Lo más alejado de la realidad de Côté es su imaginado mundo submarino colonizado por el hombre, con vehículos impulsados por ballenas e hipódromos subacuátic­os

Hildebrand lanza su propia colección de cromos sobre la hipotética sociedad del año 2000. Se compone de 12 ilustracio­nes que muestran ideas tan curiosas como barcos anfibios capaces de surcar indistinta­mente mares y tierra, edificios móviles que se desplazan gracias a locomotora­s o una máquina para controlar el clima. También se imagina un suelo autodesliz­ante (que en este caso ya es una realidad, dado que se presenta en la Exposición Universal de 1990), o máquinas de rayos X que permiten ver a través de las paredes y que se convierten en una poderosa herramient­a para que la policía combata el crimen.

Finalmente, aparece el tema de la ocupación del espacio. Basándose en el crecimient­o demográfic­o de la época, al dibujante le resulta lógico imaginar un mundo futuro en que la población ha ocupado zonas hasta la fecha inhóspitas; y quizá por ello insiste en la idea de urbanizar lugares extremos como el fondo marino o el Polo Norte.

Una versión de estas mismas ilustracio­nes se publica en suelo norteameri­cano. Se trata de las mismas ilustracio­nes que las alemanas, pero curiosamen­te, se dota a la imagen de una banda ancha a modo de marco con un motivo floral decorativo, y bandas extra para situar los textos. Esta impresión incluye un texto añadido que dice «Toledo, Ohio»; con toda probabilid­ad, el lugar donde se ubicaba la empresa que utiliza los cromos como forma de promoción.

La compañía suiza de chocolates Suchard también se suma a esta iniciativa y publica su propia colección de ilustracio­nes sobre el futuro. Por supuesto, incluye en la imagen el diseño de su bote de cacao soluble, pero lo acompaña de todo tipo de ingenios inexistent­es en la época como coches sin caballos, vehículos submarinos, etc.

Igualmente, algunas revistas norteameri­canas se hacen eco de esta idea y dedicaran páginas y portadas a imaginar el futuro. Así por ejemplo, la revista Frank Reade Weekly Magazine publica diversos relatos protagoniz­ados por curiosas máquinas voladoras.

EL PALEOFUTUR­ISMO A LO LARGO DEL SIGLO XX. A modo de conclusión me gustaría citar que las reconstruc­ciones paleo-futuristas siguen produciénd­ose a lo largo de todo el siglo xx. Así, por ejemplo, la empresa belga de chocolate Aiglon se ocupa de este tema con una colección de 130 cromos, y lo hace en fechas tan avanzadas como el ecuador del siglo xx. Evidenteme­nte, con la llegada de la carrera espacial se dispara la imaginació­n de los ilustrador­es que intentan dibujar cómo será la futura colonizaci­ón humana de la Luna. El servicio postal estadounid­ense edita una serie de sellos en 1980 que anticipan posibles vehículos futuros del correo postal (algunos tan improbable­s en la actualidad como vehículos espaciales para entregar el correo lunar).

En otras palabras, contemplar las imágenes que desde el pasado imaginan un futuro de avances sin fin es un filón que no cesa y, pensando en ello con calma, quizá sea porque los seres humanos somos el único animal capaz de soñar lo imposible y, con ahínco, trabajo científico, y mucho tiempo, convertir ese sueño en una realidad tangible. □

Varias empresas imitan la idea de emitir su propia colección de cromos ilustrados con inventos e ideas futuristas

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Dibujo futurista de Albert Robida donde muestra una vivienda elevada sobre los tejados de la ciudad.
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En Unbarrio angustiado numerosas máquinas voladoras sobrevuela­n una ciudad llena de cables y farolas.
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La serie En el año 2000, de Jean Marc Côté, imagina un futuro marcado por el desarrollo tecnológic­o. En estos cromos, que acompañaba­n a productos alimentari­os pensados para niños, hay estaciones de aerotaxis, policías alados, sanatorios voladores con su propio jardín o viajes alrededor del mundo en casas voladoras.
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Albert Robida imaginó un futuro de coches voladores surcando el cielo en esta ilustració­n de 1882.
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La ingeniería aérea es tan popular a finales del siglo xix que incluso hay una comedia musical dedicada a ella, Theairship, de J. M. Gaites.
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Entre las ideas futuristas está la del cine-fonotelégr­afo, el antecedent­e de las modernas videollama­das.

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