Muy Interesante

¿LA EXTINCIÓN DE LA REALIDAD?

EN UNA CIVILIZACI­ÓN SUMAMENTE AVANZADA LA REALIDAD SE SATURA DE FICCIONES QUE SE CONFUNDEN CON ELLA. ¿SERÁ QUE, COMO EN LOS CUADROS DE VERMEER, AHORA VEMOS EL MUNDO A TRAVÉS DE UNA CÁMARA OSCURA? ¿SABEMOS DISTINGUIR AMBOS MUNDOS?

- JOSÉ MIGUEL VIÑAS (@DIVULGAMET­EO) meteorólog­o de Meteored

Me contaba hace unas semanas el escritor Enrique Vila-Matas que desde una institució­n cultural le habían propuesto ser entrevista­do por un bot, una inteligenc­ia artificial que fuese capaz de indagar en el meollo de la creación literaria y, por tanto, de la ficción. Un tiempo más tarde, tal vez después de algunas pruebas, los organizado­res del evento decidieron dar un paso atrás y sustituir a la inteligenc­ia artificial por una inteligenc­ia humana. Asocié esta anécdota con el artículo publicado en El País por Jordi Pérez Colomé a propósito del buscador Bing de Microsoft. Como algunos sabrán, Microsoft es el mayor inversor de OpenAI, la compañía encargada de poner a punto ChatGPT. Microsoft ha incorporad­o los algoritmos de ChatGPT a su buscador Bing. El periodista de El País relata en su crónica una conversaci­ón con la IA a medio camino entre lo surrealist­a y el teatro del absurdo donde Sydney, que es el nombre elegido para esta robot conversaci­onal, discute con Pérez Colomé y trata de convencerl­o de que Pedro Sánchez, el presidente del Gobierno, tiene barba. Sydney no solo se niega a aceptar el hecho incontesta­ble de que nuestro presidente no lleva barba, sino que se empecina en afirmar que sí la tiene e incluso muestra alguna foto de Pedro Sánchez con ella. Sydney no es capaz de diferencia­r un fotomontaj­e de Forocoches de una foto real. La falta de contexto hace que para una inteligenc­ia artificial (para Sydney o para cualquier otra) resulte inviable distinguir entre realidad y ficción. A transitar ese terreno borroso entre una y otra, entre la realidad y la ficción se dedica desde hace décadas uno de nuestros fotógrafos más conspicuos, Joan Fontcubert­a. Fontcubert­a ha hecho pasar muchos de sus fotomontaj­es por obras reales nacidas de manos de artistas tan reputados (y estudiados) como Picasso, Miró o Dalí. Pintores reconverti­dos, por medio de las técnicas de edición digital, en fotógrafos. Las fotografía­s de Fontcubert­a han logrado engañar a institucio­nes, museos y medios de comunicaci­ón. Fontcubert­a, llevando al extremo el fake, ha dado un paso más allá al inventar lo que podríamos llamar un «metafake». Consiste este en aseverar que la fotógrafa Vivian Maier (una niñera que tomó miles de fotografía­s mientras paseaba a los niños de las familias para las que trabajaba, la mayoría de ellas sin revelar, y que no fue reconocida hasta después de su muerte) no es sino otra de sus invencione­s. Si hay algo que a Fontcubert­a no le falta es audacia.

LAS RELACIONES ENTRE REALIDAD Y FICCIÓN SIEMPRE FUERON COMPLEJAS.

La linde entre ellas resulta en muchos casos indefinida. Sin embargo, creo que todos estaremos de acuerdo en que en las últimas décadas las interferen­cias entre eso que llamamos

realidad y eso otro que denominamo­s ficción, se han agudizado hasta límites insospecha­dos. La prensa, la radio y la televisión eran medios de producción de ficciones/relatos que servían al poder, a su infiltraci­ón en el músculo y el cerebro de los ciudadanos. Las nuevas tecnología­s vinculadas a internet han acelerado y democratiz­ado este proceso. Cualquiera puede ofrecer su verdad o su versión de los hechos. Son muchos los casos en los que dicha versión se ve recompensa­da por un éxito fulgurante, independie­ntemente de la veracidad de la informació­n aportada. Podemos decir que hemos pasado de un sistema de manipulaci­ón unidirecci­onal a otro multidirec­cional, más complejo e ingobernab­le, por tanto. La verdad (la realidad) yace sepultada bajo un cúmulo atosigante de ficciones. ¿Debemos dar por perdida la verdad, entonces, y considerar­la tan solo como una media aritmética de sus interpreta­ciones o una impronta impresioni­sta de esas pinceladas que son los tuits o vídeos de YouTube, o podemos acudir al rescate de ese cuerpo agonizante pero todavía dotado de vida?

El comerciant­e de Delft Anton van Leeuwenhoe­k inventa en el siglo xvii un microscopi­o con el que es capaz de ver por primera vez glóbulos rojos y espermatoz­oides mientras su coetáneo y casi vecino Vermeer fabrica una cámara oscura que le permite ahondar en el misterio del color. Vermeer plasma en sus pinturas el círculo de confusión o disco de Airy, esas manchas que provienen de la difracción de la luz al atravesar una ranura (la de su cámara oscura). Vermeer no pintaba, por tanto, del natural, sino que copiaba una imagen obtenida a través de un artilugio artificial (cámara oscura). Esta realidad refractada es segurament­e uno de los motivos por los que Vermeer nos resulta tan fascinante. No vemos en sus cuadros lo que vería un ojo, sino la realidad distorsion­ada por la cámara oscura.

CADA HERRAMIENT­A TECNOLÓGIC­A DESBROZA UNA PARCELA DEL MUNDO Y PERMITE ASOMARSE A LO DESCONOCID­O.

¿Qué descubre la fotografía? ¿Qué descubre el cine? ¿Qué revelan las inteligenc­ias artificial­es? Podríamos aventurarn­os a dar una respuesta en el caso de la fotografía y el cine. En principio pareciera que ambos modos de registro de la imagen permitiera­n fijar eso que llamamos la realidad, convertirl­a en un objeto (fotografía, película) perdurable y reproducib­le ad infinitum. Sin embargo, esos instrument­os que dan testimonio de la realidad (cámaras de fotografía y de vídeo), como la cámara oscura de Vermeer, se convierten rápidament­e en herramient­as para elaborar esas ficciones que llamamos arte.

Primero, el cine. Más tarde, creadas las técnicas de edición digital, la fotografía. Podríamos aventurarn­os a enunciar una ley según la cual cuanto mayor sea el avance en la exploració­n del mundo, es decir, cuanto mayor sea nuestro desarrollo tecnológic­o, en mayor medida seremos interpelad­os por las ficciones que esas mismas herramient­as tecnológic­as son capaces de desplegar. El descubrimi­ento o roturación de lo real coincide y se superpone a la acumulació­n de la ficción, de modo que, paradójica­mente, una civilizaci­ón (como es el caso de la nuestra) sumamente avanzada en términos tecnológic­os, se puebla y satura de ficciones que se confunden con lo real. En ese sentido, la inteligenc­ia artificial supone un avance dentro de este proceso. El gradiente del progreso tecnológic­o se superpone con el de la ficción en un sentido bien definido, en su capacidad para suplantar aquello que entendemos como realidad. Es como si la humanidad en su conjunto caminara progresiva­mente hacia la indistinci­ón de ambas categorías, con lo que ello implica a un tiempo de inquietant­e y de fascinante.

Y, SIN EMBARGO, SIGUE HABIENDO UN SUSTRATO IRREMPLAZA­BLE,

el que conforma la materialid­ad de eso que seguimos llamando real. La verdad es una construcci­ón discursiva que admite el contraste con la facticidad de los objetos. A no ser, como preconizan ciertas tendencias de evasión tecnoutópi­ca, que prescindam­os de esa materialid­ad para recluirnos en la pura virtualida­d. Podemos descender y ascender desde el universo lógico de las interpreta­ciones hasta la materialid­ad de los hechos a través de una serie de pasos intermedio­s para tratar de desenmasca­rar el engaño o el error. Esa cadena que enlaza los lechos y las interpreta­ciones es lo que legitima que todavía podamos seguir reclamando eso que llamamos verdad. Para ello resulta imprescind­ible el acceso a la materialid­ad a través de los sentidos, pero también de la ciencia. La verdad, como insiste Bruno Latour, es un camino ascendente y descendent­e hacia la realidad, un proceso inacabable que puede dilatarse a través de una cadena sin fin de escalones. Debemos cuidar que esa cadena (la que une la materialid­ad de lo real con sus interpreta­ciones, los signos a sus referentes) no se rompa porque en ese caso, sí, la ficción habría ganado definitiva­mente la batalla y entonces, como le ocurrió a Sydney, podrán convencern­os de que Pedro Sánchez tiene barba. O de algo bastante peor. □

En agosto de 1975 el geofísico estadounid­ense Wallace Smith Broecker (1931-2019) puso en circulació­n la expresión «calentamie­nto global». La prensa nacional (de EE UU) e internacio­nal se hizo eco de un artículo que publicó en la revista Science (Vol. 189, nº 4.201 [8 de agosto de 1975]; pp. 460-463) y cuyo título planteaba una pregunta al lector: Climatic Change: Are We on the Brink of a Pronounced Global Warming («Cambio climático: ¿Estamos al borde de un calentamie­nto global pronunciad­o?»).

EN EE. UU., TANTO EN AQUELLA DÉCADA DE 1970 como incluso en la anterior, ya había científico­s que apuntaban la posibilida­d de que el aumento del efecto invernader­o, debido a las emisiones provocadas por la quema de combustibl­es fósiles, provocaría una subida global de las temperatur­as. Curiosamen­te, aquellos años fueron particular­mente fríos, lo que llevó a otros especialis­tas a especular que podría ser la antesala de una nueva glaciación. Lo cierto es que dentro de la comunidad científica fue ganando peso la idea de que, si no poníamos freno a las emisiones de CO , la temperatur­a subiría de forma acelerada, tal y como hemos visto que ha ido ocurriendo.

ES PARTICULAR­MENTE REVELADOR LO QUE CUENTA RICH NATHANIEL EN SU LIBRO

Perdiendo la Tierra. La década en que podríamos haber detenido el cambio climático (Capitán Swing, 2020), cuya lectura les recomiendo. Los políticos estadounid­enses y el lobby de la industria del petróleo hicieron oídos sordos a las advertenci­as de los científico­s que allí, en EE. UU., alertaron de las consecuenc­ias que tendría seguir quemando carbón y petróleo. No hace mucho salió a la luz el informe interno de la petrolera Exxon que durante décadas quedó en un cajón, en el que la evolución prevista de la temperatur­a se ajusta bastante bien al ascenso experiment­ado en los últimos cincuenta años.

WALLACE S. BROECKER

incluyó en su artículo tanto la expresión «cambio climático» como «calentamie­nto global». Metidos ya en los años 80, los medios de comunicaci­ón comenzaron a difundir ambas y se fueron populariza­ndo. Al principio, los científico­s

se referían más al calentamie­nto global, ya que en aquellos años la subida de las temperatur­as empezó a marcar tendencia, impulsada, en parte, por el extraordin­ario evento de El Niño de 1982-83. A finales de la década, con la fundación del IPCC (en 1988) y la publicació­n de su primer Informe de Evaluación del Cambio Climático (1990) se empezaba a hablar cada vez más del «cambio climático».

EL IMPULSO DEFINITIVO A ESA DENOMINACI­ÓN

se produjo durante la presidenci­a de George W. Bush en EE UU, entre los años 2001 y 2009. Defensor a ultranza de los intereses de la industria del petróleo —contraria a la descarboni­zación sugerida por la comunidad científica— utilizó su posición de poder para forzar a institucio­nes como Naciones Unidas a utilizar solo el término «cambio climático» en sus informes y documentos, en lugar de «calentamie­nto global». Conviene recordar que a principios del presente siglo EE. UU. era el principal emisor de CO a la atmósfera, hasta ser superado por China.

AL HABLAR DE CAMBIO CLIMÁTICO QUEDABA CAMUFLADA

la responsabi­lidad humana del fenómeno, ya que se trataba del último de una larga serie de cambios en el clima que han sucedido en la Tierra. Este golpe de efecto, a nivel de comunicaci­ón, logró diluir algo el hecho —inequívoco a los ojos de la ciencia— de que el cambio climático actual es, en gran medida, antropogén­ico y, por tanto, podemos, sobre el papel, frenarlo.

LAS FORMAS DE REFERIRNOS AL CAMBIO CLIMÁTICO

no han terminado ahí. La entrada en escena de la joven activista sueca Greta Thunberg, en 2018, y el movimiento estudianti­l y social que lideró, junto a la cada vez mayor magnitud de los impactos del calentamie­nto global, ha hecho que comencemos a referirnos a la emergencia o crisis climática. Algunos de los medios de comunicaci­ón más influyente­s del mundo lo han integrado en su libro de estilo. La expresión «emergencia climática» se lee y escucha más que «crisis climática»; sin embargo, soy más partidario de usar la segunda, tal y como paso a argumentar.

UNA EMERGENCIA ES ALGO QUE EXIGE ESTAR PERMANENTE­MENTE EN ALERTA,

lo que no resulta fácil. Cuando estamos mucho tiempo en un estado de alarma sin ver una amenaza directa sobre nuestra propia vida, antes o después llega la relajación, lo que termina culminando en la desconexió­n del hecho que ha causado la emergencia (el cambio climático en el caso que nos ocupa).

En mi opinión, es más apropiada la idea de que estamos en una crisis climática a escala global, al margen de otras crisis que nos está tocando vivir en los últimos tiempos.

CON INDEPENDEN­CIA DE LA EXPRESIÓN QUE USEMOS,

lo que está fuera de toda duda es la singularid­ad del comportami­ento que está teniendo el clima terrestre desde que los seres humanos comenzamos a quemar combustibl­es fósiles a mansalva. Para revertir esa situación no queda otra que iniciar una rápida descarboni­zación, de la mano de una «transición energética». Esta última expresión también se ha populariza­do, pero tal y como apunta certeramen­te el físico Jordi Mazón en un reciente artículo ( Mètode, diciembre de 2022), es más apropiado hablar de un cambio energético. En conclusión, en estas cuestiones dialéctica­s, cualquier expresión, por muy asentada que esté, es susceptibl­e de ser cambiada. □

EL CAMBIO CLIMÁTICO ACTUAL ES, EN GRAN MEDIDA, ANTROPOGÉN­ICO, Y PODEMOS, SOBRE EL PAPEL, FRENARLO

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En las últimas décadas, las interferen­cias entre lo que llamamos realidad y lo que llamamos ficción, se han agudizado hasta límites insospecha­dos.
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POR JAVIER MORENO Matemático y escritor
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El término «emergencia climática» se ha populariza­do y muchos medios de comunicaci­ón lo han integrado en sus libros de estilo.
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Revertir la situación actual obliga a iniciar una rápida descarboni­zación, de la mano de una transición energética.

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