Nou Horta

Una verdadera tortura

- rafael Escrig Rafael Escrig

Que yo recuerde nunca dejó de quejarse, pero fue en los últimos años cuando más me afectaron sus protestas. Me indignaba cuando íbamos por la calle y no dejaba de refunfuñar por todo lo que veía, criticando a todos con quien se cruzaba. Era tal su intoleranc­ia hacia todo el mundo que daban ganas de volverse a casa corriendo. Te imaginas lo que es estar todo el tiempo criticando a derecha e izquierda. Nadie se escapaba a su mirada inquisitor­ial y yo no era una excepción: los jóvenes porque eran jóvenes, los viejos porque eran viejos y yo porque no pensaba como él. Se quejaba del tráfico, de los móviles, de la televisión, de la política, de las modas, del servicio de autobuses, de los vecinos de escalera, de la suciedad de las calles, de los grafitis en las paredes, de los fumadores... Según él, todo el mundo era sucio y vulgar. La mala educación era la norma y la tan cacareada amistad era una falacia ¡fíjate hasta qué punto! Pero el caso es que no sabía vivir solo. Una persona que ve un mundo tan horrible a su alrededor lo lógico sería buscar la soledad, el aislamient­o de sus semejantes aunque sólo fuera por no ver sus tremendas imperfecci­ones. Pero no, él necesitaba tener a alguien al lado para que su crítica fuese oída, cosa que, al mismo tiempo le excitaba más, y conforme mostraba su enfado general se encoleriza­ba más y más sólo de oírse. Vivir con alguien así es un verdadero martirio, créanme. Una mañana me dijo que el café no sabía a nada. Se echó dos cucharadas más de azúcar y se lo dejó diciendo que sabía a papel mojado. Desde ese día le dio por comer sólo bocadillos de anchoas; a ninguna comida le encontraba sabor. Después llegó lo del oído. Empezó sintiendo unos fuertes pitidos. Le pusieron un aparato de esos que llamaban de última generación; se quedó sordo como una tapia. El día de su cumpleaños precisamen­te amaneció con una sombra en los ojos. Me dijo que lo veía todo gris oscuro. –Tengo la sensación de que me han tirado a los ojos un espray de color gris- dijo gritando. Ya era bastante torpe con la luz apagada, ahora tropezaba por todas partes. De qué se quejará ahora que no ve nada, me preguntaba yo. Pues se quejaba de sí mismo, de su mala suerte y, por supuesto, de mí que era quien estaba más cerca. Terminó por sentarse en un sillón delante de una ventana, sin decir nada. Cerraba los ojos y dormitaba todo el tiempo. Durante aquellos días de profunda soledad, creo que llegué a echar de menos su insoportab­le conversaci­ón. Supongo que sufrí algo así como una especie de síndrome de Estocolmo. Terminó por no comer apenas, sólo estaba allí, sin moverse, sin hablar, sin ver ni oír. Yo, de una forma mecánica, le humedecía los labios y le cambiaba el pañal. Al principio de esa última etapa solía abrir las cortinas para que le entrara luz, después me di cuenta de que no servía de nada y la sala se convirtió poco a poco en una estancia vacía, lúgubre y gris, tan gris como el espray de sus ojos grises. Pasamos así cinco años, cinco años de agotadora inercia. Fue fácil ponerle un almohadón delante de la cara; no hizo ninguna fuerza. Siempre me he preguntado si ya habría dejado de respirar antes de eso. El problema ahora es que he heredado sus manías y no dejo de quejarme por todo y de criticar a todo el mundo. Nadie se escapa a mi mirada inquisitor­ial. Pienso que todo es horrible, que todo es feo e insoportab­le. No aguanto a la sociedad ni a las personas que la forman y, puesta a heredar, espero ese momento en que me quede sorda y ciega, como él, y me deje caer abandonada sobre el sillón, solo que entonces nadie estará allí para cambiarme el pañal ni me pondrá una almohada en la cara que acabe con mi tortura.

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