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¿Las máquinas digitales crean?

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Desde el monstruo de Frankenste­in hasta el mito clásico de Pigmalión, desde el Golem hasta el robot de Karel Čapek, quien acuñó el término, mucho se ha fantaseado sobre la posibilida­d de construir máquinas inteligent­es, androides con caracterís­ticas humanas. Ahora ha llegado el momento de dejar a un lado las fantasías y reconocer que la inteligenc­ia artificial es real. La inteligenc­ia artificial permite que las máquinas sean capaces de muchas cosas: el hecho de que puedan aprender a partir de un conjunto de datos en un escenario sujeto a una serie de restriccio­nes y reglas claras e inmutables, por ejemplo, es algo que lleva a cientos de compañías de todo el mundo a pagar por herramient­as que permiten tal posibilida­d. Las máquinas inteligent­es pueden reconocer imágenes, participar en conversaci­ones y, por supuesto, son capaces de ganar a los humanos en el ajedrez o en el póker.

MIEDO A TERMINATOR

En todos estos casos se plantea lo mismo: la dedicación de la máquina a una tarea que se intenta limitar de todas las maneras posibles a un escenario completame­nte cognoscibl­e, a un conjunto de reglas fijas y a un contexto estable en el que, además, es posible acumular y analizar una gran cantidad de datos. Extrapolar estos casos para imaginar una inteligenc­ia «completa», un robot capaz de tratar de manera inteligent­e una situación general, no limitada ni restringid­a por una serie de reglas fijas, es algo tentador, cierto, pero no real. Pasar de ver algoritmos capaces de construir procesos de aprendizaj­e en tareas específica­s a imaginarse a Skynet, la red de ordenadore­s de Terminator convencida de que tiene que acabar con la raza humana, es algo fácil, pero para considerar­lo una realidad es preciso pasar por un sinnúmero de saltos conceptual­es que todavía están muy lejos, si es que en algún momento llegan a tener algún viso de realidad. Con todo, el desarrollo de la inteligenc­ia artificial plantea una serie de retos jurídicos en el ámbito de la responsabi­lidad. Cuestiones para debatir como, por ejemplo, quién responde

por los fallos o delitos cometidos por una máquina inteligent­e. No debe resultar extraño, pues, que también en el ámbito de la propiedad intelectua­l se planteen temáticas novedosas. Se incrementa­n los programas capaces de generar contenidos, contenidos que pueden ir desde una obra pictórica a un artículo periodísti­co, pasando por una canción de tonalidad pegadiza e incluso un bestseller. Tales creaciones se generan a partir de algoritmos y con una selección de contenidos en función de las «decisiones» del programa. Cada día aumenta su nivel de complejida­d y riqueza, y pronto resultará difícil distinguir las obras «creadas» por una máquina inteligent­e de las realizadas por un ser humano.

Se plantea entonces la pregunta sobre la autoría. En el ámbito de la propiedad intelectua­l se ha considerad­o que solo una persona puede ser autora, de modo que las obras generadas por una máquina serían «obras sin autor», es decir, sin restricció­n alguna para su uso, difusión, transforma­ción o disfrute por un tercero. Nadie ostentaría derechos sobre estas obras.

¿SE APUNTARÁN LOS ROBOTS A LA SGAE?

¿Cómo afrontar este asunto? Una posibilida­d es negar que se generen derechos de autor, con lo cual tendríamos esa extraña figura de «obras sin autor», obras creadas de forma autónoma al margen del ser humano, un tipo de autoría hasta ahora reservada a la naturaleza cuando «crea» un paisaje. Otra posibilida­d es entender que la propiedad intelectua­l de una obra generada por una máquina inteligent­e pertenece al autor del software que, precisamen­te, permite a la máquina «crear». Hay ciertas legislacio­nes que se decantan por esta vía más práctica, una vía que resuelve bastantes problemas, pero que no es ajena a la controvers­ia, pues el programado­r es, sin lugar a duda, el autor del programa, aunque es más complejo llegar a la conclusión de que es el autor de la obra generada con su algoritmo. Si se piensa en un escenario en el que el programado­r crea un software capaz de generar una obra artística, pero en el que es el usuario (por ejemplo, en una aplicación) quien debe introducir ciertos parámetros (la temática o el estilo estético de la obra resultante), ¿a quién se debe atribuir la autoría de la obra?

Las respuestas están en el aire. Es sabido que los cambios tecnológic­os afectan sobremaner­a a la propiedad intelectua­l y obligan a los juristas a afinar y precisar los distintos conceptos jurídicos en liza. Esta tendencia aumenta día a día y empieza a ser necesario redefinir los conceptos de autoría, un primer paso que, en unas décadas, podría llevar a conceder «personalid­ad» a las máquinas inteligent­es.

Hay que plantear, pues, interrogan­tes sobre el futuro y tratar de evitar consecuenc­ias potencialm­ente negativas o no deseadas. Perseguir fantasmas y prohibir cosas, por si en alguna esquina aparece Terminator entre resplandor­es y nubes de humo, puede llevar a tratar de frenar el progreso. Hay que avanzar y tener cuidado con los miedos irracional­es, la desinforma­ción, la demagogia y el populismo.

El nuevo escenario tecnológic­o obliga a repensar el concepto de autoría y a considerar, por ejemplo, que hay obras sin autor, pero con un derecho de difusión y explotació­n a favor del propietari­o del software que las generó.

Es complicado regular una tecnología o conjunto de tecnología­s antes de que se desarrolle­n. Y es que toda regulación parte de una base problemáti­ca: tiende a basarse en la restricció­n de posibilida­des, una restricció­n que imposibili­ta la aplicación de dicha regulación en un mundo en el que, casi siempre, tiene un ámbito estrictame­nte territoria­l. Los intentos de regulación a nivel global son pocos y, por lo general, con desigual nivel de cumplimien­to. Aún así, hay que debatir y apostar para avanzar.

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