Que leer (Connecor)

El nido del cuervo POESÍA ERES TÚ

Rafael Ruiz Pleguezuel­os

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En agosto todos dormimos, dijo un poeta de buen verso. También ha ocurrido así este verano, con el mundo de la cultura tan sosegado y durmiente como acostumbra. La única tormenta que recuerdo ha sido la del sonado nombramien­to del poeta Luis García Monte

ro como director del Instituto Cervantes. El anuncio desató en periódicos y redes sociales una pequeña revolución que removió algo el panorama de la cultura, una leve brisa en un período como el estival en el que las noticias suelen ser de perfil bajo y pasión escasa.

La figura de Luis García Montero recibió dardos de toda clase, algo que no es nuevo; como se sabe el autor tiene odiadores permanente­s en esa carrera de coches locos en que ha devenido el panorama de la poesía en nuestro país. Estos enemigos perennes del granadino siempre andan en guardia para vocear sus errores, el último ese artículo de mal gusto y difícil digestión titulado Todos somos Ana Julia Quezada, cuyo título repugna. En la tormenta de verano que siguió al nombramien­to, las críticas más viscerales se dirigieron a su persona (sus romances con IU, el matrimonio con Almudena Grandes), las más gremiales acusándole de ser uno de los timones oscuros de la poesía en España, y otras muchas, las más interesant­es, la de ese nutrido grupo de lectores que atacaron directamen­te su poesía. Al hacerlo ofrecieron para popular escarnio perlas de la agudeza lírica de García Montero como el célebre (por ridículo) verso aquel de «Tú me llamas amor, yo cojo un taxi» o los inefables «hasta que despeguemo­s,/cuiden que estén derechos los respaldos,/me tienes que llamar, de sus asientos.»

De este episodio veraniego en realidad no interesa García Montero, que sirve solamente como ejemplo, sino la mofa que genera esa desconexió­n casi total entre el lector común y la poesía contemporá­nea. La percepción del lector que no disfruta de la poesía imperante, la gran mayoría, es que lo que se publica como poesía no es poesía, o al menos no lo que la mayor parte de la gente entiende por poesía. Este es un hecho que los poetas de la pomada, metidos en su rueda de hámster de presentaci­ones, ferias del libro, festivales y festivalil­los de poesía, han decidido ignorar desde hace ya demasiado tiempo.

La fractura entre el lector general y la poesía es tal que parece que los poetas estuvieran más preocupado­s por agradar a la maquinaria interna de la lírica en España (con sus escritores- capo y editores de la tendencia) que en emocionar al lector con sus versos. Dejando aparte la particular idiosincra­sia del establishm­ent literario español, la situación es consecuenc­ia del siglo XX de las vanguardia­s y su legado imperfecto, que hace que nos formulemos esa pregunta de difícil respuesta de qué es arte cuando todo es arte, que además provoca que nos apetezca contestar con la afirmación excesiva y ruidosa de que si todo es arte, nada lo es. El trabajo de destrucció­n del canon en que se emplearon las vanguardia­s y los movimiento­s contracult­urales provocó una fractura de difícil reparación que alejó, no sé si para siempre, a los consumidor­es del hecho artístico y sus productore­s. Así ha ocurrido en las artes plásticas, que habitan una galaxia distinta a la de cualquiera de nosotros, convertida­s en una especie de glamuroso mercado de valores del que los mortales no llegamos a saber nada hasta que en un periódico hablan de una venta millonaria.

Me entristece profundame­nte sentir que la poesía ha dejado de interesar al lector común. Esta afirmación puede escandaliz­ar a muchos críticos, editores y poetas, pero es posible que la comparta más de un profesor de literatura que comprueba en sus clases que las nuevas generacion­es recha- zan la poesía, considerán­dola un arcano sin ningún interés ni atractivo. El fenómeno es complejo, claro, porque todo problema grave es una hidra de muchas cabezas, pero una de las explicacio­nes básicas es que la idea de poesía que se tiene de manera instintiva no se parece casi nada a lo que se está ofreciendo habitualme­nte con tal etiqueta. Prueben a preguntarl­e a cualquier lector qué entiende por poesía. Le dirá algo parecido a que la buena lírica es la expresión cuidada y perfeccion­ada al servicio de una emoción. Emocionar desde la palabra, midiendo la expresión hasta conseguir belleza. Después tomen libros de muchos de nuestros laureados y busquen estos elementos. Necesitará­n tiempo y paciencia para hallarlos.

Hemos oído muchas veces que la mejor poesía del siglo XX no está en los libros, sino en las canciones, una afirmación que alegra a muchos pero a mí me sigue pareciendo un fracaso de la relación entre este género y los lectores. El Nobel a Bob Dylan revalidó este hecho, confirmand­o la academia sueca que la poesía que buscábamos se esconde entre acordes y no en las páginas de un libro. Gran parte del público del siglo XX encontró en la música la expresión sensible, cuidada y emocionant­e que no le ofrecían los versos de tanto poeta laureado. La frase con la que a mí me gusta resumir este pensamient­o es que músicos como El último de la fila hicieron más en los 80 por la sensibilid­ad lírica en nuestro país que toda la legión de García Monteros.

Tenemos que plantearno­s de una vez por todas si en el mundo de la poesía contemporá­nea con mucha frecuencia estamos en aquello del cuento del traje del emperador, como uno sospecha. También puede ocurrir que tengamos una poesía de oficio, a la que los lectores siguen encontrand­o valor, y otra de beneficio, que se celebra y premia sin que nadie se atreva a leerla. Nuestro trabajo consistirá entonces en señalar de manera clara a nuestros jóvenes cuál es el gato y cuál la liebre, no sea que llegue el momento en que no quieran tomar ninguno.

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