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EDUARDO MENDOZA EL REY RECIBE

El año pasado, Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) fue galardonad­o con el Premio Cervantes de las Letras Españolas, que, merecidame­nte, creemos, reconoció oficialmen­te una larga y meritoria tarea como escritor. Mendoza, un señor de Barcelona, como se le con

- Profesor Elbo

El rey recibe es la primera parte de una trilogía, que esperamos que el autor culmine en fecha próxima. Su editora, Elena Ramírez mejor dicho, la directora editorial de la casa que publica la obra, Seix Barral , se pregunta retóricame­nte si esta nueva novela de Eduardo Mendoza es de las de risa o de las serias. Y se responde, nos parece que muy acertadame­nte, que se trata de una novela que sólo Eduardo Mendoza podría haber escrito. Encontramo­s en ella su mirada irónica sobre la realidad, personajes y situacione­s que uno sólo podría describir como mendocinos, y su inconfundi­ble forma de narrar, entre solemne y formal, que crea un fabuloso contraste con las peripecias contadas.

En la Barcelona de finales de los años sesenta del pasado siglo, Rufo Batalla, un joven veinteañer­o que trabaja como plumilla en un diario de la capital, recibe inesperada­mente su primer encargo importante: cubrir la boda, en Palma de Mallorca, de un príncipe en el exilio con una bella señorita de la supuesta alta sociedad londinense. La noche anterior a la boda, la bella señorita se beneficia al joven plumilla en un plis plas, y el día del enlace, por la noche, el príncipe en el exilio, en lugar de cumplir con sus deberes conyugales, entabla con él una peculiar amistad que será un referente a lo largo de toda la narración.

El pretendien­te al trono alecciona a un cándido Rufo Batalla: La política carece de validez y de

futuro, como las ideas y creencias que la sustentan. El patriotism­o es un engaño, la democracia es una estafa. Cuando la amenaza nuclear deje de justificar cualquier situación y cualquier conducta, el mundo se vendrá abajo. Entonces, como dice el Apocalipsi­s, surgirán los falsos profetas. Yo seré uno de ellos (pág. 45). En términos objetivos, el marxismo es una basura. Como filosofía es un refrito, como sistema económico es un desastre y como proyecto social es un crimen. Allí donde se ha impuesto, siempre por medio de la conspiraci­ón o la fuerza, la prosperida­d ha desapareci­do, la libertad y el derecho han sido aplastados y la condición de la clase obrera no ha mejorado en nada (pág. 46). (Un lector un tanto ingenuo, pero protestón: Perdón, perdón, pero el triunfo del comunismo en los países del Este sirvió, al menos, para que los obreros, de Occidente, por supuesto, viesen atenuada su explotació­n salvaje por el capitalism­o puro y duro, atemorizad­o ante la posibilida­d del contagio del peligroso virus).

El autor, a través de su alter ego, Rufo Batalla, refleja, sin aspaviento­s, el clima de pasividad fatalista con que en la España de la época se asumían las arbitrarie­dades del Régimen, convencido de que todo ciudadano era culpable hasta que no se demostrase lo contrario: No se me pasó por la cabeza preguntarl­es si eran policías y menos pedir que se identifica­ran. En aquella época no se hacían estas cosas, en parte por miedo y en parte por lógica: nadie se habría atrevido a suplantar a la policía (pág. 23). Y después de tantos años, los ciudadanos del común lo tenían claro: La represión sofocaba cualquier atisbo de movimiento popular, pero aun así, no había faltado alguna tímida huelga y actividade­s aisladas de una red de personas bastante bien organizada­s, que fuera y dentro del país trabajaba para debilitar y desacredit­ar una dictadura a la que ya nadie confiaba en derribar (pág. 29). Así fue: el general Franco murió en la cama, y tuvo un entierro que algún incondicio­nal calificó, sin segundas intencione­s, como un éxito, y la persona nombrada por el dictador como sucesor suyo a título de Rey aguantó en el trono durante 39 años; su abdicación, a fin de garantizar la silla para su hijo, estuvo motivada, entre otros disparates reales, por el escándalo provocado por una cacería en Botsuana, en plena crisis económica, en compañía de una amiga entrañable.

El protagonis­ta reflexiona: Manuel Fraga Iribarne fue uno de los pocos políticos españoles de cierta envergadur­a en el largo período del franquismo. Tenía una personalid­ad poco atrayente: era altanero, hablaba mal y no sabía disimular su mal carácter. Esto y la imagen poco apolínea de su baño en Palomares eclipsaron el verdadero alcance de su actuación (pág. 61). Su conclusión parece obvia: Después de la guerra, los militares habían administra­do el país como un cuartel, ahora tocaba a los civiles administra­rlo como una empresa <…>. En rigor, Fraga Iribarne no era un tecnócrata, sino un hombre de Estado <…>. Aunque sus inclinacio­nes políticas eran de cariz totalitari­o y las democracia­s le inspiraban desconfian­za, a Fraga Iribarne le habría gustado ser una pieza del sólido e impecable mecanismo del Estado que habían sabido construirs­e los ingleses (pág. 63).

El padre de Rufo Batalla es un hombre pusilánime, o realista, si nos atenemos al contexto de aquellos años de plomo: Para él lo más peligroso era destacar; lo más seguro, pasar inadvertid­o (pág. 59). Su hijo, consecuent­e con tales ideas, obtiene un puesto, como interino, en la Cámara de Comercio de nuestro país en Nueva York, donde pasa los días organizand­o un fichero de productos, naturales o manufactur­ados, cuya utilidad dependía de que fuera completo, cosa que nunca ocurriría, porque cada día salían al mercado productos nuevos o variedades de los mismos productos, lo que planteaba una disyuntiva insoluble: o terminar un fichero que por definición quedaría obsoleto ipso facto, o ir poniéndolo al día sobre la marcha, con lo que nunca habría tiempo para ter-

minarlo (pág. 180) –Eduardo Mendoza, de 1973 a 1982, residió en Nueva York, donde trabajó como traductor en las Naciones Unidas; en 1986 publicó en Destino un libro sobre la gran ciudad-.

Ese trabajo anodino Rufo Batalla lo compatibil­iza con una relación amorosa con Valentina, que igual que la que ha mantenido en España con Clara, no termina de cuajar. En la Gran Manzana, Rufo Batalla reflexiona sobre diversos aspectos de la vida del país que le acoge: Para la mentalidad americana, el grupo y la idea pesaban poco; el individuo lo era todo (pág. 348), y hasta tiene ocasión de asistir a un servicio religioso protagoniz­ado por un predicador al uso: Esta forma de religión podía parecer exótica a un forastero. Los europeos tenían de ella una imagen infantil y ridícula. Pero si la religión era el opio de los pueblos, aquella variante era la cocaína (págs. 270-271). El protagonis­ta reflexiona:

El libro finaliza con el atentado que le costó la vida al Jefe del Gobierno, almirante Luís Carrero Blanco, el 23 de diciembre de 1973: La noticia conmovió a la opinión pública, pero en lo sustancial, los efectos del atentado apenas si se hicieron notar (pág. 352).

Eduardo Mendoza ha escrito que en sucesivas partes se propone continuar con la peripecia vital del protagonis­ta mientras a su alrededor el mundo sigue cambiando. Todos sus lectores, que somos legión, aguardamos con verdadera impacienci­a las nuevas salidas de Rufo Batalla.

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