DAVID FOSTER WALLACE SIGUE AQUÍ
ASOMBRO. ESO FUE LO PRIMERO QUE SENTÍ AL ENTERARME DE QUE ESTE SEPTIEMBRE SE CUMPLIERON DIEZ AÑOS DEL SUICIDIO DE DAVID FOSTER WALLACE. LO COMENTÉ CON AMIGOS EN UNA CENA Y TODOS REACCIONARON IGUAL. ¿EN SERIO? ¿YA HAN PASADO DIEZ AÑOS? Y, POR LA CONVERSACIÓN QUE SIGUIÓ, SE ME OCURRIÓ QUE NOS ENCANTAN LAS EFEMÉRIDES Y ANIVERSARIOS VARIOS —EL NACIMIENTO O MUERTE DE TAL ESCRITOR, EL ESTRENO DE ESA PELÍCULA QUE TE MARCÓ, LA SALIDA AL MERCADO DE UN DISCO MÍTICO— PORQUE, DE ALGUNA MANERA, SON UN TESTIMONIO NO SOLO DEL TRASCURRIR DEL TIEMPO, SINO SOBRE TODO DE NUESTRO PASO POR EL MUNDO. YO VIVÍ ESO Y AQUÍ SIGO.
Enseguida, la charla con mis amigos derivó en la depresión de DFW, en cómo afectó a su obra, y hubo quien insinuó que sin ella su literatura no habría sido igual, dando a entender implícitamente que habría sido peor. Me parece mucho suponer. ¿Por qué no pensar que, de no haber sufrido esa enfermedad mental, no solo habría tenido la oportunidad de haber escrito más, ya que no se habría quitado la vida, sino que además habría escrito incluso mejor? Es cierto que la felicidad no suele dar para un buen argumento de ficción, pero eso no significa que el escritor —el creador, en definitiva— deba ser infeliz para producir arte. Me parece que hay ahí cierto afán de revancha, o de compensación: tenía mucho talento, pero era un pobre amargado; vivió como una desgraciada, qué lástima.
A poco que uno investigue sobre el tema, parece que la creencia de que la pena favorece la imaginación se remonta hasta Aristóteles. En la Grecia clásica se pensaba que la tristeza se debe a un desequilibrio en la producción de los cuatro humores que segrega nuestro cuerpo. De hecho, en griego, melancolía significa literalmente bilis negra . Al respecto, el pensador ateniense observó que grandes hombres de su tiempo, incluido su maestro Platón —o héroes mitológicos como Heracles—, estaban muy lejos de ser el alma de las fiestas, e iban por ahí con su túnica puesta y su cara larga y mirando al suelo y con la barba llena de migas de pan —esto último es cosa mía, me los imagino as—. Por lo que concluyó que la melancolía era el mal de los genios. En mi opinión, es una asociación desafortunada. Basta con echar un vistazo alrededor para darnos cuenta que la depresión, la ansiedad y demás enfermedades mentales no diferencian entre gente creativa y no creativa, y afectan por igual a personas brillantes y a zoquetes. Y lo contrario es igualmente cierto: la depresión no te convierte en artista. Me viene a la memoria un documental que vi sobre Jimi Hendrix en el que uno de los entrevistados decía que el guitarrista no era un extraordinario músico gracias a las drogas, sino a pesar de ellas. De la misma forma, creo que DFW no escribió gracias a la depresión, sino a pesar de ella. Y si bien es cierto que las enfermedades mentales parecen afectar más a gente creativa — Sylvia Plath, Hemingway, Virginia Woolf y un largo etcétera—, es simplemente porque los creadores tienen un eco que, un oficinista, por poner un ejemplo muy amplio, no tiene. Además, tengo la impresión de que a menudo se recuerda más la biografía de un artista que su obra. Y creo que debería ser al revés, deberíamos celebrar su legado más allá de sus circunstancias. Pensar que la depresión se nos llevó a DFW hace diez años, sí, pero su talento sigue aquí, entre nosotros.