Que leer (Connecor)

LA MUERTE DE NAPOLEÓN

- Profesor Elbo

SIMON SI LEYS

ACANTILADO, AC TRADUCCIÓN DE JOSÉ RAMÓN MONREAL, 144 PP., 11,40 €

excepción, exc lo rechazaron uno tras otro» otr . Pero si se admite, añade el autor, aut que « la edición es también — por no decir en primer lugar— una actividad act comercial, habría que concluir clu que la mayoría de los editores, en un sentido literal, no saben lo que hacen». hac Y en su caso tiene toda la razón, zón pues la publicació­n de su libro, en 1986, resultó una operación más que rentable, si no para él, sí al menos para su primer editor: La muerte de dN Napoleón fue traducido a diez idiomas —en España lo hizo Anagrama, dos años después—, adaptado al cine y difundido en cinco continente­s, donde ganó varios premios (p. 141). Y aquí resulta inevitable traer a colación la leyenda urbana —o no— según la cual Carlos Barral tuvo en sus manos el original de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y lo dejó escapar tras echarle una ojeada.

Simon Leys creyó en un principio que un rechazo tan unánime solo podía obedecer a que su libro era o bien genial o bien grotesco, pero la explicació­n buena, según él, era una tercera: ni siquiera lo habían leído. Esta evidencia no le fue revelada, nos explica, hasta la última carta de rechazo: «Habríamos estado interesado­s en publicar su estudio si no hubiera ya demasiadas obras consagrada­s a Napoleón que acaban de aparecer en estos últimos tiempos» (p. 142). Tal vez se hubiese ahorrado tan humillante peregrinaj­e si debajo del título de su obra hubiese escrito la palabra roman; tal vez. Por último, un editor de quien Simon Leys tenía « una idea equivocada »« , fingió » que le interesaba­n sus escritos y se ofreció a publicar La muerte de Napoleón, y el autor, cómo no, aceptó con « emocionada gratitud » , aunque luego hubo de arrepentir­se « amargament­e de esta ingenuidad » . Quince años más tarde, « tras haber tenido que entablar y ganar un largo y ruinoso pleito » , el autor consiguió recobrar la propiedad de su obra, que le permitió proceder a su reedición (pp. 142-143). Aunque Leys no lo cita, parece que el editor que se las hizo pasar moradas era un tal Hermann, y es una lástima que no nos explique los detalles exactos de esta peripecia editorial, posiblemen­te mucho más interesant­es, más novelescos, que las desventura­s de su figura de ficción.

El autor nos revela también que, poco después de la publicació­n de su novela, un amigo le preguntó si sabía que Charlie Chaplin había acariciado la idea de hacer una película sobre Napoleón, contando su evasión de Santa Elena y su vida de incógnito en Francia. El autor recordó que sí lo había sabido, pero que luego se le había olvidado —y no hay por qué no creerle—. Y concluye: «Se trabaja con todo lo que se recuerda, pero no se crea más que con aquello que se ha olvidado» (pp. 143-144).

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