El pendenciero François Villon
Con la excusa de una nueva edición de las obras completas del autor maldito François Villo, echamos un vistazo a su vida y poesía.
Ya lo advirtió el francés Henry Murger, en sus Escenas de la vida bohemia (1859): hay una clase de bohemia que tiene que ver «con los bohemios que los dramaturgos del teatro de bulevar han convertido en sinónimos de pillos y de asesinos» y con aquellos «que siempre están dispuestos a hacer lo que sea, con la única condición de que no sea el bien». Para él, los artistas mayores fueron bohemios en tanto en cuanto «la bohemia es el aprendizaje de la vida artística», y añadía que la más auténtica no podía ser otra que la de París; dicho de otra manera, la del poeta pendenciero François Villon, enfrentado al sistema social y por ello incómodo para el Gobierno, la Realeza y la Iglesia.
Explicó Octavio Paz en El arco y la lira que los «poetas malditos no son una creación del romanticismo: son el fruto de una sociedad que expulsa aquello que no puede asimilar». Al poderoso ya no le entretienen los juegos literarios y destierra al poeta convirtiéndolo en un vagabundo, en un hombre que ha de ganarse la vida con cualquier cosa desde lo que se ha llamado «el otoño de la Edad Media».
Por esta razón, es un ser marginal desde el inicio de la sociedad moderna, aunque hasta el siglo XIX no se explote su faceta transgresora. Paz lo confirma: «El primer poeta “loco” fue Tasso; el primer
“criminal”, Villon». Mendigos o rufianes que un día soñaron con ser escritores inundarán el Siglo de Oro español y la época isabelina. Villon, criado por un capellán del que heredó su apellido, estudiante de letras y arte, bohemio y delincuente, el primer poeta lírico francés según los estudiosos, quizá constituya la quintaesencia del temperamento libre, escéptico, artístico.
TESTAMENTO Y LEGADO
Así lo comprendió José María Álvarez al ofrecer El Legado y El Testamento (Pre-Textos, 2002): la labor poética completa, la voz grosera de Villon en forma de versiones vibrantes y fluidas, acompañada además de la reproducción del mapa del París corrupto, sucio y peligroso de la época que complementaba una obra que no se entiende sin la vida del propio poeta: robos y acusaciones de asesinato a los que le sucedieron varias huidas y un par de condenas a la horca, aunque la sentencia se cambiara por diez años de destierro. Luego, la desaparición total.
Pero, antes de todas estas penalidades, Villon escribió dos poemarios de similares intenciones, uno breve, El Legado (1456), y otro enorme, El Testamento (1461), compuestos ambos por estrofas de ocho versos octosílabos, además de «Otras poesías» que no son más que nuevas visitas a los tópicos que aluden a la fugacidad del tiempo. Villon no posee nada, pero es capaz de redactar la gran herencia que la muerte de un individuo arrastra consigo, primero mediante un «legado» que dirige con reproches a su único amor el resto fueron relaciones con prostitutas y en el que emplea su sarcasmo para arremeter contra todo lo humano, que no lo divino, pues pese a sus pecados se declaró fiel a Dios.
Después, en su gran «testamento», el ubi sunt manriqueño suena por todas partes, como en la célebre «Balada de las damas de ayer», que retomaba el viejo símbolo de la nieve (las neiges d’anten), que también había utilizado Gonzalo de Berceo en el siglo XIII, formando un símil de blancura y pureza y que, más tarde, sería convertido por Villon en oscuridad, asco y desprecio, ya que «el mundo no es más que engaño», «toda fidelidad es violada» y, en definitiva, sólo «somos canalla, como tal vivimos».