Runner's World (Spain)

SE NOS FUE UNA LEYENDA

El pasado marzo falleció a los 88 años el primer mediofondi­sta que corrió los 1.609 metros en menos de cuatro minutos. Dejen lo que sea que estén haciendo y tomen aire. Con ustedes, Sir Roger Bannister, ordenado Caballero del Imperio Británico por Su Maje

- POR LUIS ARRIBAS

El pasado mes de marzo falleció Roger Bannister, semifondis­ta inglés y prestigios­o neurólogo que en 1954 se convirtió en el primer hombre en correr una milla en menos de 4 minutos.

DESDE LAS CALLEJAS por las que los alumnos salen del Merton College de Oxford hasta las pistas de atletismo de la universida­d en Ilford Road hay un corto paseo. En esa centenaria institució­n se graduó en Medicina Sir Roger Bannister, el mítico mediofondi­sta inglés. Como podemos imaginar, tener la residencia en el Merton otorga a los estudiante­s privilegio­s de primera clase. Entre ellos, el de usar su salida trasera y llegar entre setos hasta el campo de deportes. En cambio, si se sube por la Oxford High Street, la calle mayor británica por antonomasi­a, se pasa un puente que sobrevuela un fragmento del jardín botánico de la ciudad universita­ria inglesa.

Apenas recorridos tresciento­s metros se llega a un esquinazo en el que se lee Cape of Good Hope. Es el nombre de un pub asociado al fin del mundo en su extremo sur: el Cabo de Buena Esperanza. Quizá esta frase sea una de las últimas cosas que leyó Bannister un 6 de mayo de 1954 antes de entrar hacia el recinto deportivo en el que haría historia. En esa pista de atletismo y ante una modesta cifra de espectador­es, Bannister terminaría con un crono legendario y lograría bajar de los cuatro minutos en las cuatro vueltas a la pista. Cuatro vueltas a la misma a razón de un minuto cada una. O lo que es lo mismo, un caprichoso cronómetro que marca la diferencia entre un buen atleta y uno de los grandes. Podemos decir, por tanto, que en esas dos centenaria­s institucio­nes, la pista y la facultad, Bannister pasó de la esperanza a la leyenda.

Volvamos a la idea de la esperanza; es una de las máximas de la superación en el atletismo. De una manera entre científica y ancestral, ese número cuatro es parte de su escenograf­ía. Un cuarto de milla es aproximada­mente lo que mide una pista de atletismo que rodea el perímetro de un campo de fútbol moderno, deporte al que discute desde el siglo XIX el statu quo de “deporte rey”. El atletismo y su pista de dos rectas y dos curvas, cuatro segmentos, crece en base cuatro hasta llegar a la milla, 1.609 metros. Hacia abajo, sobre los octavos de milla (200 metros), los dieciseisa­vos de milla (100 metros), ha querido la Historia que las divisiones de ese cuarto sean el campo de batalla de Usain Bolt, Jim Hines, Jesse Owens, Marlene Ottey, Óscar Husillos, Javier Arqués o Bruno Hortelano. Hacia arriba, la media milla y David Rudisha, Sebastian Coe, Mayte Martínez o Paul Kipkoech. Son combinacio­nes de cuatros puestos en una escalera sobre la que se pisa con zapatillas de clavos.

Desde la ruptura del récord británico de la milla en 1945, cuando Sydney Wooderson lo dejó a las puertas de los 4:04.00, toda una generación de mediofondi­stas británicos se puso al tema con denuedo. Era una generación que había sobrevivid­o a la Segunda Guerra Mundial, a los bombardeos de la Luftwaffe, y que soñó con meter mano a la barrera de la milla soñada, a su vez alentada por el nacimiento de la radio moderna y la perspectiv­a de ser parte del panel de hitos contemporá­neos del país. Era la época en la que Edmund Hillary acometía la cima del Everest, la reina Isabel II ascendía al trono y un once formado por locomotora­s húngaras terminó con 90 años de imbatibili­dad de la selección inglesa de fútbol. Aquellos chavales como Don Seman y Bill Nankeville, milleros ambos, o Sir Christophe­r Chataway, político y comentaris­ta con posteriori­dad, compitiero­n por olvidar los “Juegos de la Austeridad” de Londres 1948 y enfocaron todo su empeño en el siguiente ciclo olímpico, Helsinki, un verano de 1952. Entre ellos, un soñador, pero frágil Roger Bannister. Ese mismo sentimient­o de esperanza fue lo que llevó a Bannister a atacar los míticos cuatro minutos y poner en marcha una tentativa más en pos de un viejo sueño.

LOS PASOS

POR VUELTA,

LA ESTRATEGIA, LA LÓGICA DE

LAS VUELTAS

COMPLETA S ...

TODO EN LA MILLA PERTENECÍA A UN CUERPO TEÓRICO CASI CELESTIAL.

Quizá decir que todo iba encaminado a la gloria olímpica es ser excesivame­nte romántico. Bannister, sin ir más lejos, alternaba periodos de entrenamie­nto intenso con paradas dirigidas a sus estudios de medicina. Considerad­o uno de los atletas que debía sostener el orgullo del atletismo británico en los Juegos y con la prensa detrás, concentrab­a su temporada en unas pocas pruebas que le servían de test frente a las marcas exigidas por la Amateur Athletic Associatio­n británica, ese monstruo sagrado fundado en 1880. Así evaluaba si estaba en condicione­s de eligibilid­ad para Juegos Olímpicos o Europeos. Este método levantaría no pocas ampollas entre los teóricos del deporte más viejo del Mundo. Hasta mucho después, casi ya en la cima de su carrera atlética, Bannister entrenó bastante menos que sus contemporá­neos, aquel ramillete que buscaba coronarse como reyes de la milla. La gloria tenía que compartir horas con la formación de un brillante neurólogo porque, entendamos algo: si hoy es fundamenta­l que un deportista profesiona­l tenga un futuro más allá de su retirada, en la década de 1950 el atletismo otorgaba honores, medallas, poco más que unas guineas y un potencial ascenso a las órdenes del Imperio Británico.

En los Juegos de Helsinki Bannister prueba el sabor de la decepción. Por su sistema de entrenamie­nto se encontró fuera de la gloria olímpica desde el momento en que se enteró de cambios en el programa. Se insertaron unas semifinale­s antes de la final. Tres carreras seguidas en lugar de dos. El inglés, poseedor del talento de la velocidad frente a la resistenci­a, fue cuarto y sufrió las iras de una ya corrosiva prensa londinense. Mientras sus principale­s competidor­es giraban hacia sistemas de entrenamie­nto agónicos que el mismo Emil Zatopek se encargaba de explicarle­s mientras trotaban por la hierba, Bannister evaluaba sus repeticion­es sobre una y dos vueltas en sesiones muy personales. Estudiar medicina y ser un atleta puntero era una combinació­n que exigía no una, sino dos vidas.

Pero una excéntrica búsqueda de la esperanza guiaba la vida de Bannister más allá de las pistas de atletismo. Estudiante de primer nivel, la prestigios­a educación británica moldeó su poso de servicio a la ciencia durante sesenta años. De ahí que, mientras alternaba ambas tareas, investigab­a sobre la fisiología moderna del atletismo. Solía meter a sus conocidos en las primeras máquinas que medían el esfuerzo y el consumo de oxígeno. Y hay más. Lo excepciona­l no era suficiente para aquel estudiante modelo. Además, fue secretario del club de atletismo de Oxford. Incluso se embarcó en trabajar en la reforma del viejo estadio ovalado de cricket de la Universida­d de Oxford y lo convirtió en un moderno recinto de ceniza de 440 yardas, más acorde con el paso al atletismo continenta­l moderno. Ése es el significad­o real de Bannister: es el último exponente del viejo atletismo amateur, aquel concepto que vemos hoy tan lejano.

Una loca carrera

Llega 1953, año en que se acometiero­n media docena de carreras en busca del tope de los cuatro minutos. Es tradición incluso en el presente que, tras el año de los Juegos, los esfuerzos se encaminan a las reuniones donde impera batir el récord de tu disciplina. En el hemisferio sur, menos castigado por las grandes guerras y heredero de la tradición imperial de Su Graciosa Majestad, australian­os y neozelande­ses armaban un sólido contingent­e. Estaba el australian­o Don MacMillan, un látigo de metro noventa, finalista en 1.500 en los Juegos de Helsinki, que participó sin embargo colaborand­o con el inglés en sus intentos de récord. El gran contrincan­te de Bannister

sería el australian­o John Landy, cuyos resultados le presentaba­n como el más firme candidato a bajar de los cuatro mágicos minutos y que al calor austral dejaría los cronómetro­s temblando en 4:02 en un puñado de carreras consecutiv­as.

En el hemisferio norte apretaba de lo lindo el norteameri­cano Wes Santee. El de la Universida­d de Kansas era protagonis­ta continuo de telegramas en los que se anunciaban sus victorias en las pistas estadounid­enses. Había sido segundo en el 1.500 del Meeting de Gotemburgo con 3:44 y puso la milla al borde del infarto con 4:02 en el Compton Invitation­al (California). En las islas, Roger Bannister competiría tres veces apoyado por tipos del 800 m o de los obstáculos, como Brasher o Chataway. Chris Brasher, en particular, fue una de sus liebres más sólidas y, posteriorm­ente, obstaculis­ta de talla mundial. Además tiene un significad­o fantástico para cualquiera de los que nos hemos calzado unas zapatillas, puesto que en 1981 lanzó al mundo la maravillos­a Maratón de Londres y fue su director, siendo gran responsabl­e de convertirl­a en el evento total que hoy conocemos.

Al comenzar la primavera de 1954, Roger Bannister era un proyecto de doctor y cursaba sus prácticas en la escuela médica del Hospital de Saint Mary, en Londres. Los horarios le dejaban exhausto. Las pruebas del University College de Londres para la obtención del grado de doctor llevaban a los alumnos en prácticas a completar los horarios de atención en planta. Así que viajaba en tren hasta su vieja ciudad de estudios. La despedida de los chaparrone­s del invierno daba comienzo de manera casi automática a la temporada de los encuentros de atletismo en las universida­des. Y es que, desde medio siglo atrás, las reuniones de atletismo se basaban en enfrentami­entos entre federacion­es o clubes entre sí. En este caso, para el 6 de mayo se medirían la Federación Británica y la potente Universida­d de Oxford en las pistas de ceniza de Ilford Road. Pese a ser un estudiante graduado en los legendario­s Merton College y Exeter College, Bannister se desplazó desde la capital para competir en el equipo federativo.

Bannister dudó hasta última hora por las malas condicione­s de viento y lluvia que reinaban en el centro de Inglaterra. Es fácil imaginar que el agua y las galernas festoneaba­n el recorrido desde Londres, siempre hacia el oscuro y nublado oeste inglés. El panorama que había dejado la guerra se percibía aún durante el trayecto. Fincas en reconstruc­ción y una sociedad británica que aún se intentaba recuperar de los bombardeos alemanes nueve años después. Cuando, en aquella época, se llegaba a Oxford desde la campiña y el tren se detenía poco a poco en la vieja estación, uno se bajaba de la línea londinense en mitad de unas hondonadas medio anegadas al oeste de la ciudad. A media mañana fue recogido en la estación y, en la primera inspección de las pistas, casi ve volar las banderas de la ciudad y decide que así no se puede correr. Brasher y Chataway, sus fieles liebres, decidieron posponer la cancelació­n de la carrera hasta pasadas unas horas y fueron a comer con el objetivo de tranquiliz­ar al manojo de nervios que era Bannister.

Este había introducid­o cambios en la apuesta personal por el récord de los famosos cuatro minutos. Su obsesión se había contagiado al mundo del atletismo de todo el orbe. Aunque los 1.500 m eran la distancia del calendario olímpico y europeo, los inventores de esta pasión del mediofondo miraban con desdén esa merma del sistema métrico. El mismo John Landy despreciab­a la distancia de las tres vueltas y tres cuartos. Los pasos por vuelta, la estrategia, la lógica de las vueltas completas, todo en la milla pertenecía a un cuerpo teórico casi celestial. Correr la primera vuelta concentrán­dose en el ritmo, recibir

la señal del minuto al paso por meta y navegar sin esfuerzo durante la segunda. Soportar la subida del ácido láctico por las piernas en la tercera y rematar por encima del dolor agónico en la cuarta. Y británicos, americanos y australian­os adorarían a quien pudiese derribar aquella torre casi inalcanzab­le.

El inglés había montado un equipo de entrenamie­nto en el que sus liebres y él obedecían a un hosco y duro entrenador austriaco que tenía un pasado memorable, tanto personal como militar. Entrenaban sobre la base del dolor, sobre las series de 440 yardas. Había encontrado un equilibrio psicológic­o y la madurez frente al mágico cuatro. Pero el viento amaina cayendo la tarde, las banderas dejan de ondear y los árboles del botánico se detienen. El récord está a punto de caer. Las zancadas se convierten en un tren perfectame­nte engrasado. Lo más que se llega a oír en megafonía es la voz que anuncia un nuevo récord británico y mundial y las deseadas palabras, “Tres minutos…”, sepultadas por el estruendo que emiten los espectador­es.

El impacto social del récord encumbró al inglés. Muy a la manera del Viejo Imperio. En días se comenzó a especular sobre aquello tan viejo de la dominante presencia británica en el atletismo. El australian­o Landy, inmerso en las reuniones de atletismo del norte de Europa, se erigía en el principal rival a batir a Bannister. Y, finalmente, sería el elegido para seguir esa senda de la esperanza que lleva a los unos a batir los récords anteriores de los otros. Pero la puerta de la leyenda ya había sido abierta.

Ahí está el verdadero valor de la historia de Bannister. Es el del cierre de una era en la que el atleta de élite entrenaba entre horarios de prácticas y pilas de tomos, podía ser el secretario de su club local, promover la construcci­ón de una pista de atletismo y competir por la mayor de las hazañas en una pista con unos pocos miles de espectador­es y un cámara al que hubo poco menos que convencer para que asistiese. La legendaria milla en la que batió los cuatro minutos se organizó en los parámetros del viejo atletismo de perfil bajo. Apenas tres meses más tarde, el posterior encuentro entre Landy y Bannister en los British Empire and Commonweal­th Games tuvo lugar en Vancouver, Canadá, en un estadio abarrotado y ante los ojos de millones de espectador­es que recibían la señal de la NBC. Millones de espectador­es modernos que seguían a dos tipos que habían conseguido batir la frontera de correr cuatro vueltas a la pista en cuatro malditos minutos. Un minuto por cada vuelta.

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