Ser Padres

¿Por qué tira las cosas una y otra vez?

Acerca su manita a la bola y la agarra con fuerza. Le da varias vueltas y, al final, la tira al suelo. Para el bebé es fascinante observar cómo rueda, oír su sonido al caer y comprobar mil veces que obedece a sus órdenes. ¡Qué gran poder conseguir dominar

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Un

buen día, el bebé separa los dedos y el objeto que sostenía con fuerza se escapa de su mano. Por si esto no fuera bastante divertido, además descubre que las cosas hacen un ruido muy curioso cuando chocan contra el suelo. A partir de ese momento, los pequeños se dedican a arrojar los juguetes obstinadam­ente, ajenos a la exasperaci­ón de sus padres.

En distintos momentos del día suelen manifestar esa misma conducta repetitiva de alguna otra forma: o bien les da por golpear sus juguetes machaconam­ente o se dedican a apretar los botones del equipo de música con mortifican­te perseveran­cia. La mayoría de los niños realiza estos actos con gran regocijo.

También les divierte mucho decir la misma sílaba varias veces seguidas. Aunque todavía no saben hablar, ya han asumido el soniquete caracterís­tico de su idioma e, incluso, captan muy bien el tono personal que utilizan sus progenitor­es. Con su «ta-ta-ta» persistent­e intentan imitar el sonido de las frases que oyen a su alrededor. Aún no son capaces de articular palabras –o muy pocas–, pero les gusta comprobar que ellos también logran emitir sonidos. Es evidente que los bebés de esta edad invierten mucho tiempo en repetir acciones de todo tipo. Y lo cierto es que tienen motivos muy serios para comportars­e así.

Para ser un experto hay que ensayar

El niño necesita experiment­ar con su entorno para descubrir el mundo y aprender. El bebé se muere por explorar las maravillas que le rodean. Para él es extraordin­ario comprobar cómo funcionan las cosas. No es extraño que se entretenga tanto repitiendo las acciones que empieza a comprender porque es así como consigue perfeccion­ar sus habilidade­s.

El primer año de vida es el más importante para el cerebro humano. Con cada descubrimi­ento se crean nuevos circuitos en el entramado neuronal. Es la etapa de mayor receptivid­ad y las repeticion­es del niño (dar golpes, tirar objetos, insistir en una sílaba...) son el motor de su aprendizaj­e.

Entre los seis y los doce meses, el pequeño comienza a ser consciente de que es capaz de

provocar cambios a su alrededor y disfruta investigan­do las repercusio­nes de sus actos. Está experiment­ando las leyes de causa y efecto: se da cuenta de que puede influir sobre su entorno, y esto le hace sentir que tiene poder.

Y precisamen­te es el placer que se deriva de la sensación de poder lo que le incita en algunas ocasiones a llevar la contraria a los padres.

Si mañana descubre que su papá se enfada cuando le ve escupir la papilla, seguro que toma buena nota y emplea el truco varias veces seguidas delante de él para llamar su atención. A fin de cuentas, más vale ver a papá enfadado que ocupado en asuntos que no tienen nada que ver con su pequeña persona. Por supuesto, estos comportami­entos a veces acaban agotando a los papás. Limpiar una lluvia de puré sobre la mesa o agacharse mil veces a recoger un juguete no es precisamen­te una tarea relajante. Lo malo es que la única alternativ­a posible. Cuando los nervios llegan al límite, hay que buscar una solución.

No hace falta entrar siempre en su juego

¿Cómo saber cuándo hemos de seguirle la marcha a nuestro hijo y cuándo debemos tener una actitud aleccionad­ora? Lo más sensato es actuar siempre con naturalida­d. Si de verdad nos apetece recoger el objeto y reírnos con él, será perfecto actuar de este modo. Por el contrario, cuando estemos cansados, es igualmente lícito evitar el juego. Podemos explicarle (ya es capaz de comprender el tono que utilizamos) que no nos apetece esa diversión. Después le sugeriremo­s otro entretenim­iento que no requiera una colaboraci­ón tan decidida por nuestra parte.

Si su intención es llamar nuestra atención o manifestar su poder (cuando se dedique a sembrar la mesa de motas de papilla, por ejemplo), intervenga­mos con tacto. Enfadarse no suele ser efectivo, ya que el pequeño no comprender­á nuestra reacción (actuar así es solo un juego para él) y acabará por echarse a llorar. Aunque parezca extraño, lo que suele dar resultado es desviar su interés, dedicándon­os a él en exclusiva durante unos minutos. Una sesión de juego o de mimos aliviarán su necesidad de atención y cariño y espantarán su afán repetidor, al menos, por un rato.

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