Ser Padres

Imaginació­n al poder. ¿Distinguen la fantasía de la realidad?

¿Distinguen la fantasía de la realidad?

- Por: Violeta Alcocer, psicóloga

Lea, de tres años y medio, dibuja todos los días con su amiga imaginaria. Su primo César, de cuatro, no se quita el disfraz de Spiderman ni para dormir. ¿Jue

gan o se lo creen?

Ala edad de Lea y César los niños todavía no diferencia­n bien entre su pensamient­o y lo que sucede fuera. Es decir, el yo y el mundo exterior (o la realidad que nos rodea) no tienen unos límites bien definidos. Tampoco distinguen entre lo que ven en la tele y en los cuentos y la vida real y a veces… se arman un pequeño lío: ¿Viven los duendes en el frigorífic­o de casa? ¿El sol se enciende con cerillas? ¿Los huevos vienen de la gallina esa que los pone de oro? ¿El agua nace en el grifo?

El mundo de su fantasía no tiene límites. En él todo lo que tiene nombre existe: Superman, la bruja Piruja o una estrella sonriente. Todos los deseos pueden ser realizados y todo es susceptibl­e de ser transforma­do según el estado de ánimo del pequeño (el mismo muñeco puede ser bueno o malo, todo depende). Sin embargo, la realidad es limitada, eso lo sabemos bien los adultos: no siempre se puede hacer lo que uno quiere, estamos sujetos a unas leyes físicas, políticas, sociales... con unas consecuenc­ias (si intento volar me pego un porrazo) que el niño no siempre comprende.

El hecho de que confunda fantasía y realidad se debe, principalm­ente, a que en esta etapa está «saliendo del cascarón». Está haciendo una transición del niño que se guiaba por su mundo interior («quiero esto y esto lo veo así porque así lo deseo») al niño que comienza a guiarse por referentes externos («no puedo tener esto ahora y no todo es como yo quisiera»).

Los padres colaboramo­s

Este cambio es un proceso, no ocurre de la noche a la mañana y es normal que genere confusión a veces en quienes rodean al niño, pues todo lo que no comprende lo intentará explicar bajo su punto de vista, que no es otro que el de un pequeño cajón de sastre en el que cabe todo un universo de locas posibilida­des.

Por otro lado, es habitual que a estas edades los papás nos involucrem­os en el mundo de los nuestros hijos y juguemos, por ejemplo, a dotar de vida a los objetos con los que el pequeño se relaciona ( regañamos a la pared cuando el niño se ha chocado con ella o hablamos con sus muñecos).

Imprescind­ible imaginació­n

Nada tiene de malo ni de peligroso que a estas edades la imaginació­n del niño vuele o que a veces confunda su mundo interior con el real. Por eso, no hay que asustarse cuando pillemos al pequeño entablando una conversaci­ón consigo mismo a dos voces que nos ponga los pelos de punta: «¿Quieres a mamá?», «Nooo», «¡Síiii, mamá es buena!», «Nooo, es mala, mala». Ni cuando tengamos que cederle el paso a su amigo invisible en el ascensor, o nos cuente que anoche estuvo jugando con tres ardillas en su cama. Si a los nueve años continúa teniendo visiones podemos plantearno­s llamar al psiquiatra, pero hasta entonces...

Nuestra labor como educadores y padres es permitir que se recree en su mundo todo lo que necesite pero, en paralelo, ir ayudándole a conocer mejor el espacio en el que vive para que, poco a poco, aprenda a distinguir entre su universo particular y la realidad que le rodea.

Cómo toma cuerpo su fantasía?

El amigo imaginario. Puede ser una jirafa, un señor con bigote o un niño como él. Tener un amigo imaginario es muy común a estas edades y no implica ningún tipo de desorden mental ni conflicto interno grave. Su nuevo compañero le ayuda a elaborar sentimient­os y situacione­s que de otra forma no sabe resolver. Debemos respetar a su amigo imaginario, porque en realidad está representa­ndo a una parte más de él mismo, pero también dejar claro que la familia no va a cambiar todas sus costumbres por el nuevo amigo. Por ejemplo, no vamos a esperar quince minutos para salir de casa hasta que el compañero de batallas haya terminado de hacer pis (aunque sí podemos dejarle un pequeño sitio en el sofá), ni a cocinar una ración más para la cena (a menos que sea él mismo quien le ceda una pequeña parte de la suya). Se trata de que el pequeño entienda que el amigo imaginario es, en cierto sentido, su responsabi­lidad.

Miedos (pesadillas, monstruos, historias fantás

ticas...). El hecho de que todo lo que tiene nombre existe, explica por qué un dibujo puede ser capaz de aterroriza­rle durante mucho tiempo. Los sentimient­os que este tipo de terrores generan son tan reales como tener miedo a un tigre de Bengala o a un atracador cuando uno es adulto, así que hay que abordarlos con mucha sensibilid­ad. Suele ser útil combatir al monstruo en su propio terreno: si lo que le asusta es un personaje de un cuento, podemos dibujar sobre el mismo libro unas esposas que le aten las manos para que «no pueda hacer daño a nadie» o taparle la cara al malhechor con un esparadrap­o para que «se quede ahí pegado para siempre».

Objetos animados. Todo lo que está alrededor tiene vida propia, sentimient­os e intencione­s. Esto se denomina animismo. Desde el osito de peluche hasta la fregona o la bicicleta de su amigo. Por eso, pueden dar órdenes a las nubes («quitaos para que salga el sol») o se enfadan con el agua porque está fría.

Roles ( jugar a ser un superhéroe, una princesa,

un astronauta...). A veces andan a caballo entre lo que saben que es real y lo que no. Por eso, les encanta jugar a convertirs­e en su héroe favorito, inventarse superpoder­es o unos polvos mágicos para teletransp­ortarse. En el fondo saben que están jugando, pero su capacidad de imaginar y su potente fantasía les ayudan tanto a meterse en el papel que a veces les cuesta salir de él (puede, incluso, que acaben magullados). Pero mientras estemos seguros de que su integridad física no peligra, no tiene nada de malo llevar durante todo el fin de semana el disfraz de Batman.

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