¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
Contestamos a una pregunta y ya surge otra nueva. No se trata de una conspiración infantil para volver locos a los padres, sino de una demostración de su imparable curiosidad.
Los niños son exploradores incansables. Al principio, cuando apenas manejan el lenguaje, esa exploración se centra en una incesante manipulación de objetos y en una investigación exhaustiva del entorno material. Y, de pronto, florece el lenguaje, esa poderosa herramienta humana, y con ella vienen las preguntas, que les sirven para seguir conociendo el mundo.
Se dirigen por supuesto a los padres, ya que los niños no asimilan la realidad de un modo directo, inmediato, sino que necesitan unos intermediarios, unos guías. Y de la calidad y disponibilidad de esos guías va a depender en gran medida el modo en que el niño se va a relacionar con el mundo durante toda su vida.
Una fase normal
Lo que pasa es que a esta edad la avalancha de preguntas es tal que puede poner a prueba nuestra paciencia. Por eso, siempre es bueno recordar que se trata de una fase normal y tener presente nuestra responsabilidad como padres. Las preguntas de los niños pueden ser disparatadas, absurdas, innumerables, agobiantes... pero eso no nos autoriza a menospreciarlas, ignorarlas o ridiculizarlas. Se ha demostrado que los adultos más espontáneos y creativos son aquellos cuya familia, de pequeños, fomentaba una expresión abierta y sin trabas y aceptaba las manifestaciones propias de los niños. Precisamente porque el lenguaje es para ellos una adquisición reciente, quieren ejercitar la habilidad para preguntar y responder, con la entonación y la forma gramatical correspondiente. Esto por sí mismo les divierte, y por eso a veces ni siquiera esperan ni parecen atender a la respuesta, limitándose a encadenar una pregunta tras otra.
A veces las preguntas también son un simple recurso para buscar nuestra atención. Los niños disfrutan del placer de que les dediquemos tiempo y hablemos con ellos. Entonces, el interés está más en el hecho de hacernos hablar que en el contenido de nuestras respuestas. Por eso se dan «diálogos para besugos» del tipo: «¿Por qué ladra el perrito?». «Porque está feliz ». «¿Y por qué está feliz?».
En estos casos, en lugar de llamar al niño pesado o mandarle callar, podemos probar a eludir el interrogatorio y convertirlo en una conversación. Por ejemplo, contraataquemos con: «¿Tú te pones feliz cuando te sacan a pasear?» «¿Y por qué te pones contento?» «¿Te acuerdas del perrito que vimos ayer?». Él ya se las arreglará para volver con sus preguntas, pero habremos pasado de un interrogatorio a un intercambio más equitativo.
Tampoco debe extrañarnos que haga la misma pregunta reiteradamente. A los pequeños les gusta la repetición, que sus certezas se confirmen una y otra vez. También les gusta lo predecible, reafirmar que a tal pregunta le corresponde siempre tal respuesta. No hay que extrañarse ni enfadarse. A veces, podemos dar la vuelta al interrogatorio, romper el círculo vicioso devolviéndoles respuestas absurdas.
Cambiar los roles
Por ejemplo, si nos cansamos de responder a la pregunta «¿Por qué echas crema a los zapatos?» con el consabido «Para que brillen», podemos variar y decir por una vez «Para que puedan volar ». Un niño de
esta edad es crédulo, pero no tanto. Si nos contesta: «Pero los zapatos no pueden volar », podemos decirle «¿Para que sirven los zapatos?» y «¿Hay más cosas que sirven para caminar?».
Pero echarle ingenio no significa ridiculizar a nuestro hijo ni reírnos de él. Nos hace preguntas porque confía en nosotros. Nuestro sarcasmo, nuestras evasivas o nuestro silencio le defraudarán y le desanimarán a seguir preguntando. Y con ello lo único que lograremos es agotar tempranamente su espontaneidad y su impulso de comunicarse.
El hecho de que las preguntas sean atendidas o, por el contrario, ignoradas, ridiculizadas o incluso castigadas («cállate ya, no seas pesado»), puede llevarle hacia la timidez y también puede tener relación con la adaptación y el éxito o fracaso escolar.
No hay que obsesionarse con encontrar la respuesta precisa, ni tampoco complicadas explicaciones científicas. Respondamos con naturalidad y sentido común. Aun así, el niño no siempre entenderá, pero eso no es tan grave. Lo importante es que sepa que las preguntas tienen respuesta, que él puede buscarla y que nosotros le apoyamos.
Siempre que podamos, tratemos las preguntas como ocasión de introducir nuevas palabras y con- ceptos. Si el niño nos pregunta «por qué funcionan los coches», todavía no podremos introducirle en los secretos de la mecánica, pero es una buena ocasión para iniciarle en nociones como «rueda», «conductor », «velocidad» o «gasolina», con lo que se favorece su capacidad de observación y se enriquece su vocabulario.
Puede ocurrir que, tras esforzarnos en encontrar una respuesta, el niño apenas la escuche y se distraiga o pase a otra pregunta. No nos enfademos ni nos desanimemos. A veces, ya lo hemos dicho, no importa tanto el contenido como el mecanismo de la comunicación en sí. Preguntar por preguntar le resulta entretenido e interesante, y le ejercita en el arte de conversar. Es por tanto un entrenamiento útil.
Claro que no siempre podemos estar disponibles para el juego de las preguntas, y a veces tenemos derecho a estar agotados. Entonces es lícito decir: «Espera a que acabe con esto y después te contesto a todas las preguntas», y también: «Bueno, unas preguntas más y lo dejamos para mañana». Lo importante es dejar abierta la línea de comunicación y no transmitirle que sus preguntas nos desagradan.
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?