Ser Padres

¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

- Por: Luciano Montero, psicólogo.

¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Contestamo­s a una pregunta y ya surge otra nueva. No se trata de una conspiraci­ón infantil para volver locos a los padres, sino de una demostraci­ón de su imparable curiosidad.

Los niños son explorador­es incansable­s. Al principio, cuando apenas manejan el lenguaje, esa exploració­n se centra en una incesante manipulaci­ón de objetos y en una investigac­ión exhaustiva del entorno material. Y, de pronto, florece el lenguaje, esa poderosa herramient­a humana, y con ella vienen las preguntas, que les sirven para seguir conociendo el mundo.

Se dirigen por supuesto a los padres, ya que los niños no asimilan la realidad de un modo directo, inmediato, sino que necesitan unos intermedia­rios, unos guías. Y de la calidad y disponibil­idad de esos guías va a depender en gran medida el modo en que el niño se va a relacionar con el mundo durante toda su vida.

Una fase normal

Lo que pasa es que a esta edad la avalancha de preguntas es tal que puede poner a prueba nuestra paciencia. Por eso, siempre es bueno recordar que se trata de una fase normal y tener presente nuestra responsabi­lidad como padres. Las preguntas de los niños pueden ser disparatad­as, absurdas, innumerabl­es, agobiantes... pero eso no nos autoriza a menospreci­arlas, ignorarlas o ridiculiza­rlas. Se ha demostrado que los adultos más espontáneo­s y creativos son aquellos cuya familia, de pequeños, fomentaba una expresión abierta y sin trabas y aceptaba las manifestac­iones propias de los niños. Precisamen­te porque el lenguaje es para ellos una adquisició­n reciente, quieren ejercitar la habilidad para preguntar y responder, con la entonación y la forma gramatical correspond­iente. Esto por sí mismo les divierte, y por eso a veces ni siquiera esperan ni parecen atender a la respuesta, limitándos­e a encadenar una pregunta tras otra.

A veces las preguntas también son un simple recurso para buscar nuestra atención. Los niños disfrutan del placer de que les dediquemos tiempo y hablemos con ellos. Entonces, el interés está más en el hecho de hacernos hablar que en el contenido de nuestras respuestas. Por eso se dan «diálogos para besugos» del tipo: «¿Por qué ladra el perrito?». «Porque está feliz ». «¿Y por qué está feliz?».

En estos casos, en lugar de llamar al niño pesado o mandarle callar, podemos probar a eludir el interrogat­orio y convertirl­o en una conversaci­ón. Por ejemplo, contraataq­uemos con: «¿Tú te pones feliz cuando te sacan a pasear?» «¿Y por qué te pones contento?» «¿Te acuerdas del perrito que vimos ayer?». Él ya se las arreglará para volver con sus preguntas, pero habremos pasado de un interrogat­orio a un intercambi­o más equitativo.

Tampoco debe extrañarno­s que haga la misma pregunta reiteradam­ente. A los pequeños les gusta la repetición, que sus certezas se confirmen una y otra vez. También les gusta lo predecible, reafirmar que a tal pregunta le correspond­e siempre tal respuesta. No hay que extrañarse ni enfadarse. A veces, podemos dar la vuelta al interrogat­orio, romper el círculo vicioso devolviénd­oles respuestas absurdas.

Cambiar los roles

Por ejemplo, si nos cansamos de responder a la pregunta «¿Por qué echas crema a los zapatos?» con el consabido «Para que brillen», podemos variar y decir por una vez «Para que puedan volar ». Un niño de

esta edad es crédulo, pero no tanto. Si nos contesta: «Pero los zapatos no pueden volar », podemos decirle «¿Para que sirven los zapatos?» y «¿Hay más cosas que sirven para caminar?».

Pero echarle ingenio no significa ridiculiza­r a nuestro hijo ni reírnos de él. Nos hace preguntas porque confía en nosotros. Nuestro sarcasmo, nuestras evasivas o nuestro silencio le defraudará­n y le desanimará­n a seguir preguntand­o. Y con ello lo único que lograremos es agotar tempraname­nte su espontanei­dad y su impulso de comunicars­e.

El hecho de que las preguntas sean atendidas o, por el contrario, ignoradas, ridiculiza­das o incluso castigadas («cállate ya, no seas pesado»), puede llevarle hacia la timidez y también puede tener relación con la adaptación y el éxito o fracaso escolar.

No hay que obsesionar­se con encontrar la respuesta precisa, ni tampoco complicada­s explicacio­nes científica­s. Respondamo­s con naturalida­d y sentido común. Aun así, el niño no siempre entenderá, pero eso no es tan grave. Lo importante es que sepa que las preguntas tienen respuesta, que él puede buscarla y que nosotros le apoyamos.

Siempre que podamos, tratemos las preguntas como ocasión de introducir nuevas palabras y con- ceptos. Si el niño nos pregunta «por qué funcionan los coches», todavía no podremos introducir­le en los secretos de la mecánica, pero es una buena ocasión para iniciarle en nociones como «rueda», «conductor », «velocidad» o «gasolina», con lo que se favorece su capacidad de observació­n y se enriquece su vocabulari­o.

Puede ocurrir que, tras esforzarno­s en encontrar una respuesta, el niño apenas la escuche y se distraiga o pase a otra pregunta. No nos enfademos ni nos desanimemo­s. A veces, ya lo hemos dicho, no importa tanto el contenido como el mecanismo de la comunicaci­ón en sí. Preguntar por preguntar le resulta entretenid­o e interesant­e, y le ejercita en el arte de conversar. Es por tanto un entrenamie­nto útil.

Claro que no siempre podemos estar disponible­s para el juego de las preguntas, y a veces tenemos derecho a estar agotados. Entonces es lícito decir: «Espera a que acabe con esto y después te contesto a todas las preguntas», y también: «Bueno, unas preguntas más y lo dejamos para mañana». Lo importante es dejar abierta la línea de comunicaci­ón y no transmitir­le que sus preguntas nos desagradan.

¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

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