Ser Padres

La arañita rara

- Carmen Sabalete, directora de Ser Padres

Una arañita. Era una arañita más. De esas nacidas para hacer telarañas y corretear, con sus patas de alambre, tela arriba y abajo disfrutand­o de su presa. El caso es que, desde que nació, sentía una especie de quemazón interior que no la dejaba muy tranquila. Su madre incluso llegó a decirle al doctor Ciempiés: “Esta hija mía, ay, no sé, no sé... La veo un tanto rara”. El doctor, que sabía de lo pesaditas que se ponen algunas madres (y no digamos los padres...) cuando se trata de lo que esperan de sus hijos (ninguno hay que no sueñe con un hijo pirata o una hija equilibris­ta) refunfuñab­a y le decía que eran cosas propias de la edad. Y, claro, la mamá Araña se ponía ojiplática y salía desconsola­da de la consulta, dispuesta a hablar con su marido y a pedirle que nunca, nunca, nunca más, le dejara en la parada del autobús 13 de camino a su trabajo. ¡Nunca mas! ¿La parada del autobús 13?, diréis, ¿Qué tiene que ver con el cuento? Pues que era el autobús que la llevaba al médico y en la que (suuuhh, no os chivéis), ella experiment­aba una de las mejores sensacione­s del día. Sentada, balanceand­o los pies, mientras esperaba, disfrutaba viendo los pasteles del escaparate de enfrente (“¡ay, quién fuera mosca para poder darse un baño de merengue!”). Se lo pasaba tan bien imaginando cosas en esa parada que hasta, sí, la verdad, un poquito sí, agradecía que su hija fuera un tanto rara y que, en lugar de tejer y tejer, escribiese y escribiese cuentos sobre las hojas de los árbo- les. Y el caso es que, visita tras visita al doctor Ciempiés (mira que refunfuñab­a ese cascarrabi­as...), la mamá Araña fue descubrien­do cosas que le gustaban y desconocía. A ver: le gustaba pensar que podía ser mosca y darse chapuzones en el merengue, también las risas que oía de los niños humanos, que sí, metían mucho ruido, pero nada comparable con los niños arácnidos, que con tanta pata, no hay quién los cace y ni que decir tiene lo que es cuadrar todos su calcetines. También, frotaba las manos, mientras imaginaba, le gustaba mucho el calorcillo que el sol le despertaba en la cara. Era tan suave y dulce como los besos primeros de su Quique (el papá Araño), a veces incluso le sabían a mandarina de polo de verano, fresquito y muy alegre.

Así, la mamá Araña, que inteligent­e lo era mucho, como todas las madres, se fue dando cuenta de que no estaba tan mal ser un poco rara y especial. ¿Acaso, gracias a eso, ella no había descubiert­o pequeños secretos de placer que tenía guardados dentro de sí? Tal vez a su hijita le ocurriese, escribiend­o, lo mismo que a ella en la parada del autobús 13: que podía ser más de una sola araña. Y no solo eso: imaginarse siendo otra, le ayudaba mucho a sentirse bien en su cuerpecill­o delgaducho, en su propia piel, como dicen los humanos, y también a comprender a los demás y ¡los quería más! ¡Caray! ¡Qué suerte la mía de tener una hijita rara!, se dijo mientras se imaginaba regando las nubes con lluvia de plata.

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