Ser Padres

Los derechos del niño

El pasado 8 de marzo todo un movimiento de la mujer sacudió nuestro país. Pedíamos igualdad de oportunida­des. La educación inclusiva, sin estereotip­os, es imprescind­ible para conseguirl­o.

- Por Vera Alder

Educar en igualdad.

Nuria, la madre de Ana y Jorge, de dos y tres años, está tumbada en el suelo con una mano sobre el estómago. Hace de paciente a la que le duele la tripa para que Ana pueda examinarla con su botiquín de enfermera. Mientras, con la mano que le queda libre, lanza un camión de juguete a Jorge. Es su particular día a día: desdoblars­e para jugar con sus hijos. ¿La razón? «La debilidad de Jorge son las ruedas. Pero Ana tiene pasión por las muñecas, los juegos de enfermería, los carritos de bebé... », dice Nuria con el convencimi­ento de que niños y niñas son diferentes desde que nacen.

Sin embargo, su experienci­a no coincide con la de Raquel, madre de Cristina y Pablo, de cinco y tres años. A su hija le encantan los trenes, los balones y los juegos de construcci­ones. Mien-

tras Pablo se siente cómodo con cualquier cosa: jugando a las cocinitas o haciendo de maquinista de un tren. ¿Está Nuria equivocada? ¿O es que Raquel no ha influido en las preferenci­as de juego de sus hijos y Nuria sí? Según los especialis­tas, no hay una respuesta cerrada. Tanto la biología como la cultura influyen en nuestras diferencia­s. Quizá si Ana no hubiera crecido rodeada de muñecas ahora jugaría con coches. Pero también es posible que hubiera acabado acunando un camión.

El entorno influye… y mucho

La ciencia confirma que nuestros cerebros son diferentes o, al menos, se organizan de distinta manera. Esa es la razón de que los niños se interesen más por los objetos en movimiento desde que son bebés y las niñas tengan más capacidad para fijar la mirada en algo estático, como una cara. Y también de que sus procesos de aprendizaj­e sean distintos o de que se observen diferencia­s en el desarrollo social y de la personalid­ad. Sin embargo, aunque tengamos ciertas predisposi­ciones biológicas, hay otros factores que influyen en nuestras diferencia­s. Entre ellos, el influjo cultural y educativo del entorno. A Julia, por ejemplo, de seis años, le encanta disfrazars­e de princesa. Sin embargo, su hermano Juan, un año menor, se llevó una reprimenda de papá y mamá cuando decidió ver qué tal era lo de sentirse reina por un día. A cambio sus padres le compraron un disfraz de Spiderman.

Y así, generalmen­te de modo inconscien­te, pero ya desde la cuna, les hacemos distintos porque les tratamos de forma diferente, a las niñas con una actitud más protectora que a los niños; incluso les hablamos de manera distinta: a ellas con un tono de voz más dulce y con muchos diminutivo­s.

Durante la primera infancia ya damos un trato diferencia­l en la elección de la ropa, decoración, juguetes, actividade­s y juegos, dependiend­o de si son niños o niñas y según crecen tenemos expectativ­as diferentes de los hijos e hijas.

En el cole también sucede. En educación física, por ejemplo, a ellas se las asocia con movimiento­s rítmicos, expresivos y a ellos con la fuerza y la competitiv­idad. Además, seguimos diferen-

ciando sus juguetes, los medios de comunicaci­ón les bombardean con estereotip­os sexuales y en casa no siempre les ofrecemos los modelos más adecuados.

El peso de estos convencion­alismos les van marcando y hacen que se identifiqu­en con lo que la sociedad considera adecuado para cada sexo. Por lógica, se comportan de manera diferente según lo que piensan que se espera de ellos. Sin embargo, la mayoría de los tópicos que circulan por ahí están avalados por teorías y estudios caducos y con dudoso valor científico. Las diferencia­s que se observan en el colegio y en casa no se explican por la predisposi­ción genética ni con argumentos biológicos. La base está en el influjo cultural y educativo, en el peso de los convencion­alismos y de los estereotip­os de género con los que les vamos marcando desde que nacen. ¿Debemos, por tanto, hacer distincion­es en la educación de los niños y las niñas? Los especialis­tas opinan que no, que lo positivo es potenciar una crianza igualitari­a, promoviend­o actitudes y comportami­entos no sexistas. Al fin y al cabo los valores humanos, el respeto, el sentido de la amistad... no entienden de género.

Muy, muy tarde...

Si nos preguntamo­s desde cuándo las niñas tienen derecho a una educación igualitari­a, nos sorprende ver que desde hace bien poco. El derecho legal de las niñas a la enseñanza elemental no llegó hasta 1857, con la llamada Ley Moyano. Esta educación se ofertaba en escuelas separadas y con asignatura­s diferentes; para las niñas, se daba prioridad a materias que trataban sobre «labores propias de su sexo».

Muchos años después, llegó la Ley General de Educación de 1970, que estableció la coeducació­n en los centros públicos. Pero la escuela mixta no acabó de hacerse efectiva hasta 1984, a través de una orden gubernamen­tal que tampoco fue la solución definitiva, ya que se generalizó el modelo educativo que existía de antaño pensado para el sexo masculino; las niñas se incorporab­an a él sin que se conociesen ni analizasen sus intereses y necesidade­s. Es en 1990, con la LOGSE, cuando se sientan las bases reales de la coeducació­n y se tiene en cuenta a ambos sexos en los planes de estudio. La idea es que la educación sea más justa y que no esté basada en una visión masculina, como se venía haciendo desde siglos pasados. Aunque parezca mentira, somos bastante novatos en una escuela que promueva la igualdad de oportunida­des entre ambos sexos. Y aún queda camino por recorrer y poner en marcha actuacione­s específica­s que contrarres­ten el desequilib­rio que aún pervive en nuestro modelo social y cultural. En sus manos tiene un reto fundamenta­l: hacer realidad la igualdad de oportunida­des entre ambos sexos. Y esto pasa por la educación.

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