El teleadicto
En una de esas vueltas de calcetín que más de uno damos a Netflix en las largas tarde de verano, me he reencontrado con American
Horror Story. En concreto he visto la temporada Roanoke, un ejercicio más satírico que terrorífico que arranca con la manida historia del caserón embrujado para derivar en un monstruoso retrato de la tele y de la moda del género true crime –con Netflix de nuevo como punta de lanza– en particular. A la serie se le va la mano y cae en la parodia, muy gore y entretenida, más que en el porqué de la atracción de ese género. Lo explico a través de Hechos
reales, lo nuevo de Jordi González. El programa rechina cuando adopta el formato de tertulia de actualidad, porque ahí tira de los clásicos resortes morbosos y la exaltación ciudadana, nada nuevo. Pero capta más mi atención cuando se acerca a ese comprensible y atemporal interés humano por la maldad ajena, o a esas pulsiones que despiertan el rechazo lógico y también ciertas motitas de empatía inconfesable, desde las recreaciones de las que se burla Roanoke.
Al abordar casos que ocurrieron hace años, y también marcar distancia a través de la ficción, el peligro de amarillismo se difumina. Curiosamente entronca de repente con el estilo de Cuarto Milenio, con esa especie de aura de recogimiento que provoca altas dosis de placer televisivo en muchos espectadores. Al final los datos de audiencia determinarán hacia qué lado cae el programa -o si se cae de culo-, pero yo veo un espacio más fértil cerca de las historias de malos de Manuel Marlaska con más y mejores reconstrucciones. Si lo hacen bien, hasta Netflix se lo compra.