El teleadicto
Con unas pocas series elegidas me ha sucedido que, de repente, se han colado en mi vida ‘real’. Que mientras las estoy viendo, e incluso tiempo después, trastocan las cosas normales del día a día. Me pasó con House of Cards desde la primera temporada: hay algo en ese shakesperiano viaje a los infiernos de la corrupción política y humana que me pudre por dentro y, mientras estoy bajo los efectos de su visionado, como si fuera una droga, me sorprendo a mí mismo conspirando contra mis jefes mientras hago la compra o maquinando una venganza contra el ex de mi mejor amiga a la vez que creo un grupo de whatsapp para organizar un cumpleaños. En unos minutos se deshace el conjuro, pero algo queda… ¿Se mantiene esta magia negra en los capítulos finales recién estrenados? Si soy honesto, debo reconocer que la ausencia de Kevin Spacey como ingrediente principal de la pócima es imposible de obviar. Por mucho que se hayan esforzado en dotar a la otra protagonista, Robin Wright-Claire Underwood, de nuevas capas de intenciones que justificarían la serie completa, como espectador fanático percibo excusas e incluso cierta desesperación más que poderío argumental. A ratos largos reaparece el encantamiento, Claire se revuelve como una serpiente venenosa (¿y feminista?) y a mí se me afila el colmillo, pero en todos los capítulos hay uno o varios momentos en que la credibilidad se viene abajo y vuelvo a ser plenamente consciente de que ese no es el guion original, de que no es la historia destinada a ser contada. Es entonces cuando maquino sobre la doble moral que sobrevuela la condena pública contra Spacey… Pero eso ya es otra serie.