El teleadicto
Una vez cada cinco o diez años me engancho a una serie que no entiendo. Y casi siempre es culpa de la misma persona, Damon Lindelof, responsable de Perdidos y The Leftovers.
Y ahora de Watchmen, que es mi nuevo placer culpable e impenetrable. ¿Qué satisfacción puede surgir de ver horas y horas de ficción sin llegar a comprender el meollo de lo que pasa ante tus ojos? En realidad es un equilibrio tremendamente frágil entre lo fascinante y lo absurdo, como caminar por una cuerda floja: la emoción y la adrenalina dependen también de lo dura que parezca la caída. En Perdidos transitamos por un puente con vistas alucinantes durante cantidad de temporadas y la decepción fue ver que nos dejó a todos en medio de la nada. En The Leftovers, nos tocó ir de puntillas sobre un hilo finísimo y, después de mil trombos y aspavientos, nos encontramos en el punto de partida, pero espiritualmente cambiados.
Con Watchmen, por ahora, hemos dado un salto al vacío en plena oscuridad. Hay un envoltorio surrealista de superhéroes sin poderes y con máscaras roñosas, de calamares caídos del cielo y de megalómanos que clonan y chamuscan sirvientes en un escenario a lo Downton Abbey. Hay también un fondo de temas importantes como el racismo y la perversión de la democracia. Y además un diálogo codificado y creativo, con la mítica novela gráfica de la que parte. Qué ganas de seguir bailando sobre este emocionante precipicio.