ELOGIO DE LOS BASTONES
Te ayudan en la subida, sirven de apoyo en la bajada, evitan que se te hinchen las manos, valen tanto para dar un paseo como para ir a tope, el ruido al clavarse rompe la monotonía del silencio, puede servir una rama de avellano, de bambú o un firme palo de carbono de última generación... Si tuviera que prescindir de alguno de los accesorios que llevamos los trailrunners, lo último de lo que me desprendería es de mi par de bastones. No encuentro un útil con mayor servicio para aquellos que salimos al monte que esta prolongación de nuestro cuerpo que nos hace sentir el terreno a través de un tacto especial. Tengo reservado un paragüero, a propósito, sólo para conservarlos. Me cuesta tanto desprenderme de los bastones como de esas viejas zapatillas con las que corrí en los Alpes o de la gorra que me acompañó en las Montañas Rocosas. ¿Cómo voy a tirar un par de bastones que me ayudaron a subir un "tresmil" o los de la expedición al Aconcagua, tan torcidos ya que no consigo plegarlos? Los tengo de todas clases: una vieja cachava de madera con punta metálica comprada en un paso de montaña en Innsbruck, unos recios bastones de trekking que me llevaron hasta el Collado Norte del Everest, otros ligeros y plegables con los que crucé de Argentina a Chile, unos baratos que me compré en otro país por un olvido y que iban a ser abandonados al final de la carrera pero que han acabado en el paragüero, otros de marcha nórdica que me tienen que llevar este verano hasta Santiago de Compostela, una vara tallada por la navaja de alguien que ya no está entre nosotros, un cayado de una rectitud perfecta, abandonado por algún pastor en el Valle del Pas o el bastón de mi abuelo Paco, que le daba aquel aire tan respetable... Seguramente el bastón es el accesorio más primitivo desde que el hombre patea la tierra. En la moda del trailrunning jurásico, primero vendrían los básicos, algo parecido a unas zapatillas, después el taparrabos y, sin duda, a continuación, vendrían los complementos, como el bastón. Una simple rama tomada del santo suelo o de un árbol, acomodada después a la ergonomía del in- dividuo. Y así hasta hoy, una época en la que los bastones tienen casi la tecnología de un Fórmula Uno, con sus dragoneras especiales, su sistema de plegado rápido y su peso ínfimo. Pero a su función básica otros les damos, además, un significado especial. Personalmente, me hacen compañía. Voy menos solo. Hablamos. Y me gusta la estética de un corredor con bastones. Subiendo o bajando, llevándolos en las manos, sin apoyarse, mientras corre, o asomando las puntas del utensilio por la mochila, listos para ser desenfundados en cualquier momento. He visto a los porteadores en el Himalaya usar sus gruesos bastones para todo: para apoyarse en las subidas, para sentarse sobre el ancho mango en los descansos, para apoyar el peso de las cargas en las pausas, para dirigir el ganado en las trochas... Hay quien comienza a correr tras dar la última lazada a la zapatilla. Es su señal. La mía es cuando paso la dragonera por la muñeca, siento el tacto de la empuñadura de los bastones y hago dos clavadas contra el suelo, igual que los boxeadores chocan los guantes antes de la pelea. Eso quiere decir que ya está todo listo, que ya estamos "los cuatro": mi par de piernas y mi par de bastones. Y el monte por delante.