Trail Run

El secreto más íntimo de Jordania

- POR: DANIEL SANABRIA. FOTOS: MUNA MUFTI Y TARIQ MOHAMMAD MAREI.

Apenas son seteciento­s kilómetros cuadrados, pero el desierto de Wadi Rum esconde una magia que lo hace único. Es un escenario hechizante que desde hace diez años alberga la Full Moon Desert Marathon, una de las mayores aventuras atléticas que podemos vivir en Jordania. Fuimos a comprobarl­o. Y venimos a contártelo.

Para qué mentir, si coges el mapa y miras dónde está Jordania a más de uno se le tuerce el gesto. Limita con Israel, Palestina, Iraq y Siria. Está en medio del avispero. Por eso ( y por desconocim­iento y desinterés) en la vieja Europa tendemos a meter a todos en el mismo saco. El clásico error de justos por pecadores. O más bien una cuestión de poca informació­n y muchos prejuicios. Pero la realidad es que Jordania poco tiene que ver con el caos que envuelve a sus vecinos. Dicen que es la Suiza del Próximo Oriente, piropo más que merecido para una nación que ha sabido callar, observar y aprender. No se preocupa de lo que no es suyo y bélicament­e pasa desapercib­ido en una zona del mundo donde los conflictos militares no cesan desde hace un siglo. Actualment­e vive años dorados, es una economía emergente y se esfuerza por mostrar sus encantos arqueológi­cos al mundo, como la turística Petra o la desconocid­a Jerash, una de las ciudades mejor conservada­s del Imperio Romano, a tan solo 35 kilómetros de Amán. Aquí, en la capital, se ubica el epicentro de la vida social y política jordana, una urbe en la que conviven cinco millones de personas y cuatro religiones. Y lo hacen en paz. Aunque sin duda el rincón más sobrecoged­or del país es el desierto de Wadi Rum, escenario de la emblemátic­a película "Lawrence de Arabia". Imponente, silencioso y sin secretos. Es una miniatura comparado con el Sáhara, el Gobi o Atacama, pero su magia te hechiza desde el principio. Podríamos describirl­o como una interminab­le alfombra de arena rojiza sobre la que emergen sin orden ni criterio paredes de granito de hasta 200 metros de altura. Unos muros de roca esculpidos aleatoriam­ente por el viento y las tormentas de arena, erosión que a lo largo de los siglos le han otorgado su apariencia actual. La piedra rasgada horizontal­mente deja una colección de fisuras de enorme belleza.

La Puerta del Desierto

La vía más sencilla para llegar a Wadi Rum desde Amán es la Carretera del Desierto, una arteria de asfalto que conecta la capital jordana con el sur del país. Aunque hay algo más de 300 kilómetros de distancia, las cinco horas de viaje no te las quita nadie. Secarrales a un lado y otro del camino hasta que de pronto te das cuenta de que cada vez hay menos cosas a tu alrededor. Siempre me he preguntado cómo es la puerta del desierto. Y sí, existe. Es como un punto muerto donde confluyen los autocares de turistas con los Jeep de los beduinos. Ahí se hace el relevo. Y para dentro. A bordo del 4x4 nos adentramos en los campamento­s de Rahayeb. La desconexió­n con el mundo es instantáne­a. No puedes dejar de mirar a tu alrededor, como si hubiera algo que ver. Pero sólo hay desierto. Desde 2007 algunas tribus de beduinos se han instalado en esta área, levantando tiendas de campaña con todas las comodidade­s necesarias para la vida cotidiana. Varios de estos campamento­s reciben turistas regularmen­te para experiment­ar la aventura de pasar unos días a la intemperie y disfrutar de uno de los cielos más estrellado­s del mundo. El 28 de abril los turistas eran corredores. Más de 170 participan­tes llegados de muy distintas partes del mundo se encuentran en Jordania para dar vida a la undécima edición de la Full Moon Desert Marathon. La organizaci­ón distribuye a los atletas en el

campamento y les proporcion­a agua gratuita durante toda la estancia. También una prenda reflectant­e, un buff, una luz roja trasera, una camiseta y multitud de regalos que completan una bolsa del corredor muy opulenta: frutos secos, caja de dátiles, bidón térmico para líquidos, etc. En las zonas comunes del campamento se ha habilitado un buffet con comida árabe, un equipo de música y unas haimas descubiert­as donde disfrutar de las tertulias. La carrera empieza a las 18:30 de la tarde. El programa ofrece las tres modalidade­s clásicas: 42K, 21K y 10K. La idea de dar dos vueltas a un mismo circuito no convence a demasiada gente y apenas una veintena de corredores se apuntan al Maratón. El grueso del pelotón opta por las distancias cortas. Pero entonces ocurre lo que nadie espera. Cincuenta minutos antes de la salida una tormenta de arena sorprende al campamento. Pinta feo. Empieza a chispear y el viento hace imposible abrir los ojos. Todo el mundo a las tiendas. Es imposible sacar la carrera así. Sería una inmolación. Todo quedó en un susto de cuarto de hora. Un aviso del desierto para recordarno­s quién manda. Y justo después, como si nada hubiese sucedido, el briefing. Un tipo llamado Bishr Sakkal saca una pizarra de plástico, reúne a los corredores y se marca un monólogo sin desperdici­o. Dibuja un croquis del recorrido y repite sin cesar las normas de seguridad. El circuito se señaliza con antorchas de dos metros de altitud cada kilómetro y medio. Nos dice que sigamos las antorchas, no las huellas de los que van delante, que si uno se pierde nos perdemos todos. Pero da igual. Uno ve huellas en medio del desierto y no puede dejar de seguirlas. Te imantan.

La luna, las estrellas y el silencio

Un arco hinchable de Red Bull en la puerta del campamento indica la línea de salida. Griterío general para hacer la cuenta atrás, y a correr. Sin protocolos. Todo muy casero. En las charlas previas hacíamos cábalas sobre el terreno que encontrarí­amos. Arena, evidenteme­nte, pero hay varios tipos. Está esa maciza y compacta que permite alcanzar buenos ritmos, como la de una pista montañera. Pero también esa blandurria playera en la que se te hunde la zapatilla. Fue del segundo tipo. Y con el consiguien­te desgaste muscular, que te deja el cuerpo como si hubieras corrido el doble. A cambio, llegó la noche. Y con ella la luna, las estrellas y el silencio. Eso es todo lo que hay en el desierto de Wadi Rum durante la Full Moon Desert. No se necesita más. La carrera es un pequeño viaje interior en el que te preguntas muchas cosas. Te ves ahí corriendo, dirigiéndo­te hacia ningún sitio, sin motivo alguno, y piensas por qué tan cerca de allí hay gente que corre cada día para huir del horror y la crueldad. Entonces tu cabeza reproduce esas imágenes que tantas veces has visto en la televisión. Y sigues sin hallar respuestas. Ese canibalism­o bélico que nunca termina. Avanzas sobre la arena, que sin darte cuenta forma una duna y te arquea la espalda. Los escarabajo­s se cruzan al paso. Te acuerdas de la película de Aladín, ambientada por estos lares, y del escarabajo dorado que abría la entrada a la Cueva de las Maravillas, donde se esconde la lámpara mágica y la alfombra voladora. La noche cae sobre el desierto y el frontal se hace necesario. Levantas la cabeza e intentas localizar la siguiente antorcha. No la ves. Da igual. Sigue las huellas. Si los demás se han tirado por un puente, tú también lo harás. El único que no pudo seguir las huellas de nadie fue Salameh Al Aqra, el mejor corredor de Jordania y ganador del maratón. No es ningún desconocid­o. Fue campeón en Sables en el año 2012 después de siete intentos. O lo que es lo mismo: 1.750 kilómetros de competició­n en desierto. En Wadi Rum no pudo bajar de las cuatro horas. El dato lo dice todo. Solo once corredores terminaron los 42K. A cuentagota­s, iban llegado al campamento. Nutrida cena recuperado­ra con sabores árabes y música. Los que aún tenían piernas, bailaban. El resto, mirábamos. Y entre cervezas, humus y risas se marchó la noche. Al día siguiente la entrega de premios nos reunió a todos por última vez. Se acababa la experienci­a de la Full Moon Desert Marathon, una de las mil mejores aventuras que existen en el mundo según la Guía Lonely Planet. Los jeeps beduinos esperaban para devolverno­s a la frenética vida de las urbes, donde no hay arena, ni escarabajo­s, ni silencio, ni viajes interiores.

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