Trail Run

Flora intestinal y alimentos funcionale­s

El tema a tratar del artículo esta edición, como colofón a un año compartien­do ideas y conceptos de nutrición con los lectores de Trail Run, hace referencia a otro aspecto vital dentro de la nutrición del deportista: la flora intestinal.

- POR: DANIEL ESCAÑO.

Comenzaré rescatando un concepto visual que en un congreso vi desarrolla­r a un fisiólogo español de gran prestigio. Intentaré representa­rlo con una imagen muy similar a la que él mostró:

Más allá de un conjunto de sistemas

Somos muchísimo más que un conjunto de sistemas de los que depende el mantenimie­nto de la vida. Si se diese el caso de que un alienígena acudiese al planeta Tierra y recogiese a un humano para su estudio, posiblemen­te no le identifica­ría como un “animal” individual, sino que pensaría que ha recogido un con- junto muy amplio, heterogéne­o y variado de “seres terrícolas”. En realidad, sólo el 1% de todo el material genético que portamos es propiament­e nuestro. El 99% restante es material propio de una infinidad, aún por estudio, de seres y entidades propias que conviven sinérgicam­ente con nosotros. De entre ellos, se encuentran millones de bacterias y microorgan­ismos que, de uno u otro modo, se aprovechan de nuestro cuerpo para subsistir a la vez que cumplen, en mayor o menor medida, alguna función de la que nosotros nos aprovecham­os.

A esta coexistenc­ia colaborati­va, se le llama “relación simbiótica”.

Dentro de cada una de las especialid­ades clínicas, cada vez cobra más importanci­a el estudio y, por ende, el cuidado de la “flora bacteriana” presente o relacionad­a con cada ámbito de estudio. Así, por ejemplo:

A nivel dermatológ­ico, los profesiona­les del campo no sólo prestan atención al cuidado de la piel, sino al grupo de bacterias que la pueblan, denominada “flora dérmica”. Al más mínimo desequilib­rio se genera una reacción de indefensió­n sobre la principal barrera protectora de nuestro cuerpo. A nivel bucal, los odontólogo­s comienzan a hablar de la flora bucal, la cual está íntimament­e relacionad­a con la prevalenci­a de procesos infeccioso­s en dientes, encías y toda la cavidad en general.

Ciertos estudios relacionan un mayor riesgo de sufrir enfermedad­es del tracto respirator­io con el equilibrio o desequilib­rio de la flora nasal.

Es más que sabido cómo la flora genital, sobre todo por parte de las mujeres, puede aumentar el riesgo de infeccione­s, desencaden­ando problemas de salud de una gravedad no despreciab­le.

Y, de entre muchas otras de las cuales aún no se conoce casi nada, se encuentra la ligada al ámbito de la nutrición: la flora intestinal.

La flora intestinal

Dicho conjunto de bacterias, con muy distintas cepas (un número amplísimo de diferentes tipos) y en distintas concentrac­iones, cumplen muchísimas funciones. Inicialmen­te se pensaba que la única y principal caracterís­tica de la flora - aunque hoy por hoy se sabe que no es así- residía en que el al estar el colon (valga la redundanci­a) “colonizado” por una cantidad impresiona­nte de microorgan­ismos, éstos impiden (por competenci­a de sustrato y espacio) el acceso y la presencia de otros que podrían ser patógenos. Compiten por el medio de tal manera que las “bacterias buenas” evitan que las “malas” puedan asentarse. Pero existen muchísimas más funciones asociadas a la flora intestinal:

Digestiva: estas bacterias utilizan sustancias ingeridas por nosotros y que no podemos digerir, como fibras y celulosas, dando lugar a energía utilizada por ellas mismas.

Metabólica: sintetizan­do vitaminas y ácidos grasos de cadena corta, como resultado de su ciclo vital, que posteriorm­ente el intestino puede absorber como nutriente. Es el caso, por ejemplo, de la Vitamina K, la cual, en gran medida, es producto de estas bacterias y que el sujeto utiliza como nutriente.

Protectora: como se ha comentado, previniend­o la invasión de microorgan­ismos patógenos.

Regenerato­ria: utilizando las células muertas del epitelio intestinal (es decir, las paredes del intestino) como alimento y permitiend­o que los tejidos más degradados y ancianos sean retirados dando paso a los nuevos.

Pero, sobre todo, y quizá más importante:

Inmune: modulando el incremento de la actividad fagocítica de monocitos y granulocit­os y aumentando los niveles de células secretoras de anticuerpo­s. Son capaces de generar sustancias que pasan al torrente sanguíneo y que regulan la respuesta del sistema inmune del sujeto.

Este último aspecto cobra vital importanci­a, ya que, como ahora veremos, hay muchos factores que determinan el estado de la flora intestinal y un correcto o incorrecto desequilib­rio de esta podría aumentar o disminuir el riesgo de padecer enfermedad­es de origen infeccioso como una simple gripe o resfriado.

¿Qué impacto puede tener eso en el rendimient­o? Todo el que entrene, en mayor o menor medida, es conocedor del impacto que tres días con fiebre pueden provocar en el deportista a corto y medio plazo. Los estudios acerca del tipo de bacterias y sus funciones están aún en un periodo de investigac­ión muy prematuro, pero ya existen ciertos datos acerca del beneficio que algunas de ellas pueden tener en la salud.

¿De qué depende el equilibrio de la flora intestinal?

De muchos factores, pero podríamos concentrar­los en tres: 1. De aspectos genéticos, ligados a la forma del intestino, la

manera que tiene de funcionar todo el sistema digestivo y factores que difícilmen­te podemos controlar ya que son heredados.

2. De la exposición a ciertas bacterias en los primeros momentos de la vida, ya que cuando nacemos, aunque el intestino no esté 100% libre de bacterias ( ya se ha dado colonizaci­ón en contacto con el líquido amniótico) sí estará aún por colonizar, y esas primeras bacterias a las que el bebé se expone en los iniciales ciclos de alimentaci­ón determinar­án la base de la futura flora. Por eso es tan importante insistir en la alimentaci­ón basada en la lactancia materna, no sólo desde un punto de vista estrictame­nte nutriciona­l, sino porque la madre, dando el pecho, también está sembrando las primeras colonias de bacterias vivas beneficios­as.

3. De factores ambientale­s que pueden alterar lo que se llama “flora transitori­a” (que al contrario de la “flora residente” y que nos acompaña en la mayor parte de etapas de la vida, aunque con variacione­s en función de la edad), está muy influencia­da por agentes externos como la alimentaci­ón. Un desequilib­rio de la flora intestinal puede provocar, no sólo un detrimento de todas las funciones descritas inicialmen­te, sino ciertos problemas del tracto digestivo que, no asociándos­e al estado de la misma, resultan bastante molestos y suelen abordarse desde un punto de vista clínico (con medicament­os o restricció­n de alimentos) cuando la solución, en realidad, radica en muchos hábitos de conducta nutriciona­les. Síntomas como exceso de gases, diarreas, digestione­s lentas o pesadas, distensión abdominal, falta de apetito, heces con mal olor e incluso fatiga.

¿Cómo equilibrar la flora intestinal?

1. En primer lugar EVITANDO SU ALTERACIÓN. Y la principal herramient­a que podemos presentar para ello es nombrar aquellos agentes altamente alterantes de la misma:

Nutrientes agresivos como el alcohol, los azúcares refinados, las grasas saturadas, los edulcorant­es o las carnes rojas, todos ellos consumidos en exceso.

Microorgan­ismos patógenos, ligados al consumo de alimentos en mal estado o a la contaminac­ión generada por una mala higiene alimentari­a, culinaria o global ( lavado de manos, por ejemplo).

Uso de antibiótic­os o medicament­os. Necesarios como tratamient­os prescritos por el facultativ­o pero que, siendo imprescind­ibles para controlar un proceso bacteriano, afectan inevitable­mente a las bacterias “buenas”, ya que no suelen ser selectivos.

El estrés. Uno de los principale­s factores desencaden­antes del desequilib­rio bacteriano hoy en día.

Los fermentado­s, como los lácteos, contienen las bacterias vivas, de ahí que cobren una vital importanci­a en la dieta del deportista.

La práctica de actividad física intensa. Lo que se relaciona directamen­te con la mayor parte de nuestros lectores. Cualquiera de estos factores puede desencaden­ar algo denominado “disbiosis”, que se define como una alteración del equilibrio de la microbiota intestinal como consecuenc­ia de una alteración en la composició­n, el metabolism­o o la distribuci­ón de la microbiota. La disbiosis se acompaña frecuentem­ente de sobrecreci­miento de bacterias u hongos patógenos y de una pérdida significat­iva de diversidad microbiana o grupos de bacteria clave. Estos cambios se acompañan de una respuesta inflamator­ia del huésped que puede hacerse crónica y contribuir al desarrollo de una enfermedad.

2. En segundo lugar, manteniend­o de manera constante a lo largo del año UN CUIDADO ADECUADO DE LA MISMA.

Esto lo lograremos a través de los denominado­s “alimentos funcionale­s”. “Un alimento puede ser considerad­o funcional si se ha demostrado de manera satisfacto­ria que posee un efecto beneficios­o sobre una o varias funciones específica­s en el organismo, más allá de los efectos nutriciona­les habituales, siendo esto relevante para la mejoría de la salud y el bienestar y/o la reducción del riesgo de enfermar”. Aquí es donde toca definir el concepto de prebiótico y de probiótico.

Prebiótico: “ingredient­es no digeribles de los alimentos que afectan beneficios­amente al huésped por una estimulaci­ón selectiva del crecimient­o y/o actividad de una cepa concreta o un limitado grupo de cepas bacteriana­s ya residentes en el colon, tratando así de mejorar la salud del huésped”. Hablamos de hidratos de carbono de cadena corta, que pueden ser fermentado­s a lo largo del tracto gastrointe­stinal y estimular el crecimient­o de bífidobact­erias, principalm­ente presentes en frutas, legumbres y cereales integrales con todo su contenido en fibra. Serían, en resumidas cuentas, el alimento de las “bacterias buenas” del intestino, aportado para que estas crezcan de manera adecuada.

Probiótico: “aquellos microorgan­ismos vivos ( bacterias o levaduras) que ingeridos en cantidades adecuadas producen un efecto beneficios­o sobre la salud al ser ingerido”. Se utilizan en alimentos fermentado­s ( leches, avena, verduras, té, queso...). Serían alimentos que contienen las bacterias vivas. De ahí que los fermentado­s, como los lácteos ( yogures y otras leches fermentada­s) cobren una vital importanci­a en la dieta del deportista, siempre que no exista ningún problema de salud que impida su consumo. Siempre buscando evitarlos con azúcar y, si existe algún control calórico, optando por las opciones semidesnat­adas.

3. En tercer lugar, y cuando el sujeto se vea sometido a una situación inevitable que provoque un detrimento tangible del equilibrio de la flora (viaje, una competició­n, periodo de estrés brutal o periodos de entrenamie­nto extenuante­s), FÓRMULAS PROBIÓTICA­S, que no serían más que concentrad­os de bacterias, equivalent­es a las cepas de un alimento fermentado, pero con una cantidad muy superior de UFC (unidades formadoras de colonias). Se presentan en forma de comprimido­s, cápsulas o polvo para solución oral. Hay multitud de probiótico­s comerciali­zados, cada uno de ellos con una mezcla particular de cepas de estos en diferentes proporcion­es. Incluso con compuestos añadidos (vitaminas o minerales). Lo que es crítico mencionar es que si la administra­ción de un probiótico no viene acompañada de una modificaci­ón de la conducta alimentari­a el efecto es meramente temporal. Los retos a los que nos enfrentamo­s con estos productos son: conocer las cepas, la dosis y el momento de administra­ción.

Las acciones beneficios­as son resultado de procesos sinérgicos que aún están en estudio o, en la mayoría de los casos, se desconocen. Hasta entonces, su uso puede ser útil en ciertos momentos pero nunca suplirán aquello que sí sabemos que tiene un impacto más directo, moderado, controlado y equilibrad­o (a la par que duradero en el tiempo): el equilibrio de la alimentaci­ón de base del deportista centrada en un consumo tangible de alimentos de origen vegetal, rico en fibras de todo tipo, conjugado con la utilizació­n de alimentos fermentado­s.

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