Vanity Fair (Spain)

PERO ME QUEDO AQUÍ Y NO CIERRO. QUE QUEDE CLARITO”

“ESTOY VENDIENDO ALGUNAS PROPIEDADE­S, SÍ.

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Elena Benarroch ( Tánger, 1955) es de esas personas que llama a intelectua­les y estadistas por su nombre de pila. Haberles invitado a cenar en su casa de vez en cuando le ha dado ese derecho. En un rincón de su piso madrileño me muestra tres esculturas abstractas: “Me las regalaron Felipe, Martín y Adolfo pormi cumpleaños”. Habla de Felipe González, Martín Chirino y su exmarido, Adolfo Barnatán.

Benarroch es un símbolo de esa España del socialismo sibarita y optimista. En su día, la prensa la apodó “la peletera prodigiosa” o “la anfitriona del poder”. Primero, porque en los años ochenta, cuando la sociedad española estaba sedienta de símbolos de estatus, revolucion­ó el rancio universo de los abrigos de piel. Se atrevió a hacerle jugarretas al sacrosanto visón (le quitó el forro, lo “depiló”, lo volvió ligero como la lana) y se rodeó de los grandes nombres de la Movida ( Pedro, Rossy, Bibiana). Así fue como consiguió llegar a los noventa convertida en un referente de la jet set. Segundo, porque las veladas en su casa, como las de Truman Capote en el Manhattan de los sesenta, alcanzaron estatus mítico en un Madrid que empezaba a ser moderno.

Esta mañana, el mismo salón donde Isabel Preysler, Jean Paul Gaultier y Pedro Almodóvar se divirtiero­n juntos, está en calma. Los recuerdos hablan desde todas las esquinas. Benarroch me enseña una servilleta de tela enmarcada y colgada en una de las paredes ocres: “Este dibujo se lohizo Keith a Yäel durante una comida”. Keith Haring fue el graffitero, activista y pintor más celebre de la Gran Manzana. Yäel, la mujer que va a intentar reeditar los éxitos de Elena Benarroch en Nueva York, su hija. “La idea es que se encargue de distribuir mi marca y la suya propia allí y en todo el mundo. Además seguiremos vendiendo a través de laweb. Ella se va, pero yome quedo aquí, en la tienda y en el taller de Zurbarán. Eso que esté bien clarito”, me dice Elena con un tono lleno de autoridad. En las últimas semanas se ha publicado que su situación económica no es todo lo boyante que fue y que podría estar pensando en cerrar su negocio en Madrid.

“Este año ha sido duro. Lo he pasado muy mal. Yäel, después de vivir cinco años en La Huerta de Marbella [su chalet de la Costa del Sol] ha estado instalada conmigo en esta casa, con sus dos niños... La situación española no es fácil. Yo tengo unmontón de empleados, de nóminas. Ahora mismo son 20 pero he tenido 50 y he recortado durante siete años”. Todo esto llega, además, después de su separación de Adolfo Barnatán, el corpulento argentino de pelo blanco y ojos azules con el que llevaba casada desde los 18 años. Barnatán, a quien los amigos conocen como Papu, es el escultor excéntrico, relaciones públicas genial y mente empresaria­l que la ayudó a crear su imperio.

Sentada en la enorme mesa redonda de su cocina, lamisma donde tantas veces cenaron Chavela Vargas o Miguel Bosé, enciende, uno tras otro, pitillos finísimos y alargados. Lo hace con un mechero que lleva impreso su propio logo, el que Juan Gatti — diseñador gráfico oficial de Almodóvar— creó para ella cuando su negocio arrancaba. De vez en cuando llama a alguien del servicio para encargarle algún recado. “Hemos sido un matrimonio que se ha llevado muy bien. Y además nos hemos separado sin conflicto. Yo no pensaba que fuera a ser capaz, pero mira: él tiene su estudio y un buen día decidió que se quedaba ahí y ahí se quedó. Y a mí me vino bien. Nos vemos de día, charlamos, habla- mos a diario porque tenemos absolutame­nte todo en común, no solo los hijos”. Los Benarroch-Barnatán son una familia bohemia con vocación artística. Su relación es temperamen­tal pero nunca aburrida. Yäel, la primogénit­a, estudió arte dramático en la prestigios­a escuela Sarah Lawrence. Jaime, quien también reside en Nueva York y tiene una productora audiovisua­l, cursó arquitectu­ra en Boston. “Los cuatro necesitamo­s mucho espacio y tenemos nuestras buenas peleítas, pero no cabe en mi cabeza que algún día podamos enfadarnos tanto como para dejar de dirigirnos la palabra. Eso lo aprendí de mi padre. Enfadarse con la familia es una estupidez”.

Su padre aparece varias veces a lo largo de la conversaci­ón. Jacobo Benarroch Benatar era un judío sefardí políglota, laico y culto, que regentaba una farmacia en el centro de Tánger. En el año 1962 se llevó a su familia al Madrid del desarrolli­smo. En esa ciudad, vital pero llena de tabúes, se crió Elena. El entorno cosmopolit­a del que procedía y estudiar en el Liceo Francés marcaron su personalid­ad, emprendedo­ra, independie­nte e inquieta. Por eso, el tono protector con el que habla de sus hijos resulta curioso. Se refiere a ellos como “los niños” y habla con cierta melancolía de que “echen a volar”, aunque ambos estén ya cerca de los cuarenta: “Quedarse aquí es absurdo, porque no se sabe cuánto va a durar esta situación, cuánto va durar esta crisis. A Yäel no le gusta España, pero es que Jaime directamen­te no la entiende”.

No quiero ser presuntuos­a, pero hay algo internacio­nal en ellos. Han vivido siempre fuera y yo creo que es un problema de ouverture d´ esprit, que decía mi padre”. Esa apertura de espíritu—y cierta osadía— fue la que llevó a Elena y a su marido a comprarse en el momento álgido de sus carreras, en 1991, la casa de Andy Warhol en pleno Upper East Side neoyorquin­o . De aquel lugar, lo unico que le queda es la vajilla de colores que perteneció al artista.

—¿ Es cierto que están vendiendo sus propiedade­s?

— Sí. En la vida hay momentos que necesitas una casa grande. Yo tengo esta, de 500 metros cuadros y el piso de abajo, de otro tanto. El de abajo lo he vendido. Si los niños ya están en Nueva York, si mi marido vive en otro lado, ¿qué demonios hago yo en 500 metros cuadrados? Además, voy cansándome. Antes disfrutaba mucho más del chalet de Marbella. Ahora, todos los días me levanto con que necesita una reparación. Eso agota y ya no tengo ganas. Yo lo que quiero es vivir de hotel en hotel. —¿Podría hacerlo? —De momento no. De momento quiero un punto de venta en Serrano con Ayala. Me voy a ir a buscarlo un día de estos.

— ¿ Han estado en algún momento al borde de la ruina económica? —No. —¿Tiene miedo a que pueda ocurrir? —Mi marido y yo nos hemos dedicado a comprar pisos porque somos manirrotos y si no, nos lo gastábamos todo. Así que tenemos propiedade­s. Cuando vendimos Lagasca, hace diez años, nos estábamos anticipand­o a todo lo que vino después.

Lagasca era la espectacul­ar tienda de Benarroch en el Barrio de Salamanca. Un lugar donde lomismo vendía un jabón de Santa María Novella a una dama de la alta sociedad, que daba conversaci­ón a otra. Ahora trabaja en un atelier justo debajo de su piso. En principio, este local no está en venta, como tampoco lo está su propio domicilio, pero no se cierra a nada: “Que viene uno y me lo compra, pues genial”. — Ser manirroto, ¿es bueno o es malo? —Yo creo que forma parte de un carácter. Nosotros somos muy generosos. Hay gente mezquina que esmuy feliz ahorrando y hay gente que es muy feliz gastando. Yo pertenezco al segundo grupo.

Elena Benarroch, con sus 150 centímetro­s de carisma (es bajita, pero su presencia es enorme), su aspecto de intelectua­l alfa (mira a través de unas gafas que recuerdan a las de Henry Kissinger), su verbo caótico (salta de idea en idea sin terminar frases) y su carácter explosivo (uno nunca sabe si después de cada mirada desafiante viene una buena palabra o un exabrupto) es, más que una persona, un personaje. Ysu hogar, más que una casa, un museo lleno de espectacul­ares esculturas de obsidiana, cuadros de Richard Serra, grabados de Jean Arp, muebles de Jean Michel Frank y fetiches africanos traídos de innumerabl­es viajes. Aquí solo están permitidos los tonos ocres y el negro. Ella misma va vestida de ese no- color de los pies a la cabeza. Del cuello le cuelga una enorme piedra de ámbar de la colección que creó en colaboraci­ón con Felipe González. Ese estilo de piezas maximalist­as que contrastan con piezas minimalist­as es el que le dio durante ocho años a Sonsoles Espinosa, la esposa del expresiden­te Rodríguez Zapatero. Su estrecha relación con miembros del PSOE [defendió a José Barrionuev­o cuando nadie más lo hacía, por ejemplo] le ha valido críticas entre los que piensan que ser socialista y amar la buena vida no son compatible­s.

—¿Diría que se ha beneficiad­o a lo largo de su carrera de sus amigos políticos?

—Yo creo que es lo contrario. Haber sido asesora de Sonsoles no me he ayudado. En este país somos muy rencorosos, la derecha es muy rencorosa. Sonsoles es mi amiga, me pidió que la ayudara a vestirse y lo he hecho porque soy generosa. Punto. Sin más. No la vestí porque fuese la mujer del presidente. —¿Qué piensa de Pablo Iglesias? —No me interesa. Nada. Sinceramen­te, no me creo a un demagogo que me habla de cosas imposibles. Que va a ser todo maravillos­o y que vamos a tener dinero para repartir...

— Le da miedo la posibilida­d de que gane las elecciones — Sí. Porque nome gusta. — Cuando habla de la casta, ¿cree que también se refiere a gente como usted?

—Es que no le escucho. ¿Qué es eso de la casta? A mí tener una empresa, generar puestos de trabajo y poner en marcha un proyecto me parece cojonudo. —¿Y qué opina de Pedro Sánchez? —No le conozco. —¿Le interesa? —No me interesa nadie a quien no conozca personalme­nte.

Elena Benarroch mira el móvil permanente­mente. Echa de menos a sus nietos, Alegría, de 7 años, y Amadeo, de 5. Me muestra un clip de voz de la niña, que dice: “Abu. Te extraño”. El Whastapp la mantiene en contacto con su familia en Nueva York, pero ella no tiene tiempo de aburrirse: “Yo me he quedado aquí a hacer lo que me da la gana. Tengo muchísimos amigos. El fin de semana pasado estuve en Londres, he pasado unas Navidades gloriosas en una finca de Extremadur­a, también voy amenudo a Mallorca, donde me sacan a pasear en barco...”. Benarroch me permite pasar a su dormitorio. Duerme junto a unamesa de metacrilat­o que contiene en su interior kilos de un polvo color azul eléctrico. “Es de Klein”. Le pregunto si estaría dispuesta a vender alguna de las piezas de su colección de arte. “Yo no tengo apego a lo material”, afirma.

Aqué cosas no querría tener que renunciar jamás? — A viajar. Y cuando te hablo de viajar te hablo de viajar bien. —¿Y qué es viajar bien? —En primera, eso por supuesto. Viajo a un buen hotel, con un buen avión y con un coche en la puerta. He viajado toda mi vida. Y, ¿qué pasa en París? Que no hay taxis. Como no tengas un coche en la puerta, ¿qué haces? ¿Te quedas en casa?

—¿Cuál es el dinero que mejor ha gastado en su vida? —El de invitar a mis amigos. —¿Sus amigos han sido tan espléndido­s con usted? —Algunos sí, otros no. —¿Quién ha sido especialme­nte generoso?

— Isabel Preysler. La quiero muchísimo. Cuando estás sola y te encuentras mal por lo que sea le dices “voy a tu casa porque me aburro” y te recibe.

—¿Pero se ha sentido particular­mente sola en los últimos tiempos?

— No, en los últimos tiempos no, porque he estado con todos mis niños. Pero sí, cuando te separas lo notas. Es una cosa ambigua. Echas de menos a alguien al lado y a la vez agradeces no tener que escucharle. Comodice una amiga mía, parece que solo servimos para oreja. —¿Ha escuchado mucho? — Mucho. Mucho. Y no te olvides de que la tienda es un diván y eso, lo resistía más joven. Ahora lo llevo peor.

— ¿ Pensaba que a estas alturas de su vida iba a poder estar más relajada?

— Sí. Me ha pillado pesada esta crisis. Yo me imaginaba que a estas alturas iba a estar más tranquila. Más tranquila en el sentido de poder moverme con facilidad, de no estar preocupada por mis empleados y mis hijos. Yo empecé con veinte años, y yame toca. �

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